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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 13/12/2025 04:31
Manuel Dorrego (izquierda) fue gobernador de Buenos Aires, depuesto por Juan Lavalle (derecha) el 1 de diciembre de 1828. Doce días más tarde sería fusilado Manuel Dorrego, el valeroso oficial acostumbrado a ser ascendido en el campo de batalla, el irreverente y burlón sancionado por el propio José de San Martín, sentía que el mundo se le venía abajo cuando supo que en una hora sería fusilado. Atinó a pedirle a su compadre Gregorio Aráoz de La Madrid que lo acompañase hasta el patíbulo, y así darle allí ese abrazo único e irrepetible de despedida a la vida. La Madrid, que no esperaba semejante pedido de quien consideraba de un carácter atropellado y anárquico, aunque muy valiente, se negó. Es cierto que era su compadre –Dorrego era padrino de su hija Bárbara— pero, atribulado, le contestó que no tenía corazón para ello. “¿Por qué, compadre? ¿Tiene usted a menos el salir conmigo?”. Que no era eso, le respondió, pero que no tenía el valor ni el corazón para verlo en semejante trance. Lo último que recuerda La Madrid de Dorrego es el fuerte abrazo que se dieron junto al carruaje donde estaba detenido. Salió lo más rápido posible de allí, con sus ojos bañados en lágrimas. Eran casi las dos y media de la tarde del sábado 13 de diciembre de 1828. Juan Lavalle se había destacado en la campaña sanmartiniana y en la guerra contra el Brasil. Terminaría influenciado por los políticos unitarios Manuel Críspulo Bernabé do Rego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Estudió en el Colegio de San Carlos y luego Jurisprudencia en Chile, donde participó en 1810 de la revolución. Incorporado al Ejército del Norte, las dos heridas en el combate de Sipe-Sipe le valieron el ascenso a teniente coronel. Volvió a demostrar su arrojo en las batallas de Tucumán y Salta, al mando de Belgrano, quien lo ascendió a coronel. Era tan valeroso como indisciplinado y hasta descarado, lo que le valió varios arrestos. Debido a su temperamento, el creador de la bandera lo marginó de la campaña que finalizaría con las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Belgrano llegó a decir que con Dorrego a su lado, no hubiese sido derrotado en estos combates. Cuando San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte, también fue sancionado por burlarse en público de Belgrano. Volvería a las armas para pelear contra Artigas. Su oposición al Director Pueyrredón le valió un destierro, que debía ser en Santo Domingo, pero que las contingencias lo llevaron a Estados Unidos, donde vio el funcionamiento del federalismo. Cuando regresó, el país era un caos y la anarquía del año 20 de pronto lo sorprendió como gobernador interino. Con Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia en el poder, debió alejarse nuevamente. En 1827, luego de haber caído el Gobierno, el Partido Federal lo nombró gobernador en agosto. Había recibido el apoyo de las provincias para continuar la guerra con Brasil y llegar a una paz aceptable. Presionado por los ganaderos y por la diplomacia inglesa y obstaculizado su propio Gobierno por la burocracia que aún respondía a Rivadavia, debió rubricar la paz con Brasil, por la que aceptaba la independencia de la Banda Oriental. El coronel, de pensamiento auténticamente federal, de fuerte predicamento entre los gauchos y los más humildes, debió enfrentar el descontento de las tropas al sentirse traicionadas por el acuerdo de paz. Y comenzó la conspiración. Su compadre Gregorio Aráoz de Lamadrid le prestó su chaqueta en los últimos momentos (Retrato de Carl Wilhelm Uhl, Museo Histórico Nacional) Que Juan Galo de Lavalle intentaba derrocarlo, fue una de las tantas advertencias que desechó. Pero lo cierto era que la revolución era un secreto que todos conocían. El antiguo granadero no estaba solo, sino que viejos compañeros de armas, como Soler, Alvear, Paz y otros, tramaban a sus espaldas. Lavalle era un militar de 31 años recién cumplidos que había alcanzado su prestigio en los campos de batalla, primero con la campaña libertadora y luego en la guerra contra el Brasil. En buena ley se había ganado el apodo de “El león de Río Bamba”. Ante el avance de las tropas de Lavalle, que no quería saber nada con parlamentar, el 1 de diciembre de 1828 Dorrego debió dejar la ciudad y se dirigió a la estancia de Rosas. Una elección exprés de unitarios realizada a la una de la tarde en la capilla de San Roque ungió a Lavalle gobernador por 79 contra dos, uno por Carlos de Alvear y el otro para Vicente López. En su huida al sur de la provincia, descartó el consejo de Rosas que le recomendó que fuera para Santa Fe, dominios del caudillo Estanislao López. Decidió lo peor: enfrentar a las tropas de Lavalle en Navarro, con 2000 hombres y cuatro piezas de artillería, sumados unos doscientos indios pampas, que tenían sus tolderías en los dominios de Rosas. Este se quejaría más tarde: “Yo sé muy bien que Dorrego es un loco”. Una de las desgarradoras cartas que el condenado escribió a su esposa e hijas (Archivo General de la Nación) El 9 de diciembre fue rápidamente derrotado y en su huida, fue apresado por dos oficiales a los que consideraba leales, Bernardino Escribano —que el año anterior había fundado Junín— y Mariano Acha. Dorrego fue arrestado en Salto y llevado a Navarro, donde acampaba Lavalle. Su primer impulso fue escribirle a Guillermo Brown, interinamente a cargo del Gobierno. Le pidió garantías para dejar el país. El general golpista era presionado por los hombres de levita de Buenos Aires. El 12 por la noche, recibió una misiva de Juan Cruz Varela: “Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darlo todo (…) Cartas como estas se rompen…”. Del Carril le enviaría cinco. En una afirmaba que “este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra…”. Dorrego había llegado a la una de la tarde del 13 de diciembre, escoltado por cincuenta hombres del Regimiento de Húsares al mando del coronel Federico Rauch, y quedó detenido en el casco de la estancia de Juan de Almeyra. Lavalle, alojado en el casco, al norte de Navarro, se negó a recibirlo, mientras el detenido esperaba expectante en el carruaje. Salvador María del Carril, uno de los instigadores de la muerte del infortunado coronel. Las cartas que le envió a Lavalle así lo demuestran Tamaña sorpresa le produjo a su edecán, Juan Estanislao Elías, cuando su jefe le ordenó comunicarle a Dorrego que, en el término de una hora, sería fusilado por traición. Dorrego no lo podía creer. “¡Santo Dios!” exclamó mientras se golpeaba la frente. “A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mi lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”, le dijo a La Madrid. Pidió hablar con Lavalle, que se paseaba nervioso por la sala. “General, por qué no lo oye un momento aunque lo fusile después”, intercedió La Madrid. “¡No lo quiero!”, gritó. Lavalle no pensaba por sí mismo ni tampoco en las consecuencias. En una reunión la noche previa al estallido del golpe, lo convencieron de que el gobernador debía morir. Julián Seguro Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, Ignacio Alvarez Thomas, José Miguel Díaz Vélez, Valentín Alsina encabezaban la lista de conspiradores. También Rosas estaba en la lista de individuos a matar, pero Lavalle se opuso. Los instantes previos al fusilamiento. Dorrego, acompañado por Lamadrid que le cede su chaqueta Dorrego pidió que le llevasen al clérigo Juan José Castañer, que era su primo y cura de Navarro, y además solicitó lápiz y papel. Le escribió a su esposa: “Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”. En otro papel, le pedía a su esposa que le hicieran funerales, pero sin fasto; que los documentos de la compañía Lecoc estaban en la cómoda vieja, que Lecoc fuera el dueño de todas y que le diera a la familia lo que considerase a bien. También indicó que Fortunato le entregase lo que a conciencia creyera que fuera suyo. Recordó que Azcuénaga le debía cerca de tres mil pesos y José María Miró, 1500. Que de los cien mil pesos de fondos públicos que le adeudaba el Estado, que recibiese las dos terceras partes, y que el resto se lo dejase al propio Estado. A Manuela, la mujer de Fernández, debía darle 300 pesos, y a sus hermanos y coherederos 1500 pesos, que él había tomado de su padre y que no los había repartido. Luego, fue el turno de sus hijas. “Mi querida Angelita: te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre”; “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”. Los funerales de Dorrego, ordenados por Juan Manuel de Rosas, fueron imponentes. Toda la ciudad lo homenajeó Otra carta fue para Estanislao López, y le pidió que perdonase a sus victimarios, y que su muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre. A pedido del condenado, La Madrid le dio su chaqueta para morir, ya que pidió que se le acercase la suya, bordada con trencillas y muletillas de seda, a su esposa, junto con sus tiradores y un anillo para sus hijas. Era todo lo que tenía. En compañía del sacerdote, caminó unos cien metros hasta un corral, a unos quinientos metros del casco de la Estancia. Se le vendó los ojos con un pañuelo amarillo. Lo esperaba un pelotón del 5° de Línea al mando del capitán Páez. Eran las 14:30 cuando fue fusilado. El propio padre Castañer lo enterró. Lavalle asumió toda la responsabilidad. “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Su viuda, Angela Baudrix, debió ganarse la vida como costurera, ya que recién en 1845 le fue otorgada una pensión por su marido Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio. Saludo al señor ministro con toda consideración, Juan Lavalle”. La noticia cayó de la peor manera en Buenos Aires, que se enteró del desenlace al día siguiente. Juan Manuel Beruti escribió en sus Memorias Curiosas que “mientras gobernó, no hizo mal a ninguno; no entró al Gobierno por revolución sino por la junta de la provincia que lo nombró”. El cónsul norteamericano escribió que “es difícil describir el pavor y profunda tristeza que esta noticia ha infundido en la ciudad”. El diplomático había sido contactado para que, en caso de ser desterrado, Dorrego pudiera dirigirse a Estados Unidos. Lavalle intentó justificarse cuando dijo: “Sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana”. Sin embargo, en sus memorias Félix Frías recordó que Lavalle “comenzó a sentirse atormentado por esta decisión. Con los años la carga no haría más que incrementarse de una manera insoportable”. Del Carril le aconsejó mentir y labrar un acta falsa. La situación política fue capitalizada por Rosas, que comenzó su rápido camino al poder desde la campaña bonaerense. Lavalle terminaría retirándose. Hasta el fin de sus días, siempre recordó el 13 de diciembre. En el Palacio Miró, en Tribunales, vivía una sobrina de Dorrego. Fue demolido en la década del treinta El domingo 20 de diciembre de 1829, un año y una semana después de haber sido fusilado, entró a la ciudad la urna con sus restos. Cuando la carroza estuvo a la altura del pueblo de Flores, el centenar de ciudadanos que había ido a su encuentro desenganchó los caballos y condujo el carruaje a pulso hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Piedad. Un grupo de curas se había adelantado cuatro cuadras a recibir la carroza en medio de la gente que se agolpaba en las calles. Muchos pujaban por entrar al templo colmadísimo, donde se ofició una misa. Todo Buenos Aires le rindió homenaje. Los soldados con brazaletes negros, las banderas con crespones, las campanas de las iglesias desde el mediodía de ese día hasta las 8 de la noche del siguiente no dejaron de tocar a muerto y hasta los postes de la vereda se cubrieron con ramos de olivo. En un cortejo encabezado por el gobernador, quien había asumido el 8 de diciembre de ese año, y detrás sus funcionarios —todos de luto— se acompañaron los despojos a una capilla donde se volvió a rezar. Cañonazos cada media hora, altares alusivos, guardias de honor. Todo refería al desgraciado que había sido fusilado en San Lorenzo de Navarro. Al día siguiente más misas y procesiones. Nuevamente la iglesia, más ceremonias, cañonazos, otros recuerdos y alabanzas. A las seis de la tarde todos fueron al cementerio, al que llegaron dos horas después. Dicen que el gobernador estaba conmovido. Cuando dejó caer una guirnalda sobre la fosa, todo concluyó. Cayeron en saco los reclamos de su viuda Angela Baudrix, de 33 años, para obtener la pensión que le correspondía por su marido militar y gobernador. Debería esperar 17 años para que Rosas autorizase el reconocimiento. Dicen que el pedido había sido cajoneado por Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas, ya que consideraba a Dorrego un federal cismático, y no apostólico. Había sido la esposa del gobernador de Buenos Aires y estaba en la indigencia. Debió ganarse la vida cosiendo uniformes en la ropería de Simón Pereyra. Cobraba una miseria, un oficio que era muy mal pagado en la Buenos Aires de entonces. Su hija Isabel nunca se casó y, desde el día del fusilamiento de su padre, siempre vistió de luto. En 1868 Mariano Miró inauguró su mansión en la manzana comprendida entre Avenida Córdoba, Viamonte, Libertad y Talcahuano. Once años más tarde, justo enfrente se instaló el monumento a Juan Lavalle. Para la esposa de Miró fue como una burla atroz: ella era Felisa Dorrego, sobrina del fusilado. Desde ese momento hasta el día de su muerte, puertas y ventanas que daban al monumento permanecieron siempre cerradas en repudio al que había ordenado el fusilamiento de quien pretendía ese último abrazo de despedida.
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