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  • La noche de los tres sismos, el tsunami que aisló ciudades enteras y la familia que sobrevivió aferrada al piso de su casa arrasada

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 12/12/2025 06:32

    Los primeros rescatistas describieron paisajes desoladores: casas reducidas a esqueletos y decenas de cuerpos bajo los escombros (Servicio Geológico Colombiano) La tierra tembló y abrió las puertas del infierno que habitaba en sus entrañas a las 3 de la mañana, cuando la mayoría de los colombianos dormía. El almanaque marcaba el 13 de diciembre de 1979 cuando se produjo el peor terremoto de la historia del país. Se trató, en realidad de una sucesión de tres fuertes sismos, con epicentro a 640 kilómetros al sur de Bogotá. El primero se produjo a las 2.59 de la madrugada, el segundo a las 3.02 y el último dos minutos después. Solo días más tarde se llegaría a establecer con relativa precisión el saldo de la catástrofe: más de 450 muertos, medio millar de desaparecidos, alrededor de quince mil heridos, unas doscientas mil personas sin vivienda y pérdidas materiales por cientos de millones de dólares. Porque al temblor de tierra le siguió un tsunami devastador. La verdadera intensidad del sismo fue materia de discusión durante meses: mientras en Quito, Ecuador, los sismógrafos registraron una magnitud de 7.1 grados en la escala de Richter, los del Instituto Geofísisico de Viena – mucho más distante, pero también con instrumentos más precisos – señalaron 8.1, un grado más. El director del Instituto Geofísico de Los Andes, el cura Jesús Emilio Ramírez, dejó de lado los números y trató de hacerse entender por el público. “La energía liberada por este temblor fue superior a la del 23 de noviembre”, dijo a los periodistas. Se refería a un terremoto ocurrido apenas tres semanas antes, que había dejado un saldo de 44 muertos, unos quinientos heridos y pérdidas materiales estimadas en más de cien millones de dólares. Más allá del debate por la intensidad, la causa del sismo fue determinada por el Instituto Sismológico de Canadá, cuyos expertos informaron que se había abierto en el fondo del Océano Pacífico. Además, hicieron una advertencia preocupante: “Los temblores pueden continuar hasta que se cierre”, dijeron. En las calles devastadas, sobrevivientes buscaban agua y a sus familiares mientras las réplicas mantenían vivo el terror (Servicio Geológico Colombiano) Nada sabían de estos datos los habitantes de Tumaco y El Charco, dos ciudades limítrofes con Ecuador. Simplemente sintieron sus efectos en carne propia: vivían el desastre, porque fue allí donde el sismo golpeó con mayor fuerza. Para ellos la magnitud del terremoto se medía en una escala que comenzó con la sorpresa y el pánico, continuó con la muerte de familiares, vecinos y amigos, y se prolongó en la desesperada tarea de rescatar a las personas atrapadas debajo de los escombros. Las dos comunidades quedaron aisladas del resto del país, con todos los servicios destrozados, viviendo una espiral interminable de hambre, sed y un calor abrasador que empeoraba aún más las cosas. Borrada del mapa La población costera de Tumaco quedó arrasada. Al día siguiente, los primeros periodistas que pudieron llegar a la zona empezaron a enviar despachos con desgarradores testimonios de los sobrevivientes. “Atada a la camilla de un hospital de campaña, Mónica Delmar Sabogal ya no quiere vivir. Ha tratado de matarse quitándose la cánula a través de la cual le suministran suero. Lo ha intentado en dos oportunidades hasta que el médico dio la orden de atarla. A ella no le interesa seguir viviendo, alguien le ha dicho que su madre ha muerto durante el terremoto. Mónica vivía sola con ella, ya no que queda nadie en el mundo”, decía el cable del enviado de una agencia internacional que fue reproducido en la Argentina por el vespertino La Razón. “Acaban de identificar a un hombre, se llamaba Julio Martínez – continuaba el texto -. A su lado han dejado otros dos cadáveres cubiertos por una lona. Son más pequeños, parecen de niños. El soldado que los custodia cuenta que son los dos hijos del hombre. Dice que cuando caminaban por la calle del Comercio en busca de refugio, después del temblor, una columna de alumbrado les cayó encima y los tres murieron al instante”. La crónica, que llegó de Tumaco a Bogotá llevada por el piloto de un helicóptero militar, terminaba así: “Tumaco ya no existe. Solo quedan los esqueletos de unas pocas casas en pie. En el improvisado centro de Defensa Civil, una sencilla carpa montada en la plaza, nadie quiere hablar de cantidades, pero los muertos se cuentan por decenas. Los pocos médicos que han llegado no descansan tratando se salvar las vidas de los heridos que las brigadas de rescate o los mismos vecinos han sacado de entre los escombros. Al momento de enviar este despacho se aproxima la noche y en el aire flota la sensación de que con las luces del día, cada vez más débiles, se irán también las esperanzas de rescatar más sobrevivientes”. Rescates demorados Las tareas de rescate debieron esperar, lo que agravó aún más la situación de los afectados. Apenas ocurrido el sismo, el ejército y la marina colombianas intentaron enviar al lugar de la catástrofe a varios escuadrones, que partieron desde Cali y Bogotá, pero fue inútil: los damnificados no pudieron ser socorridos ni rescatados porque los caminos estaban cortados y resultaba muy difícil enviar helicópteros y lanchas. Esto hizo que pueblos enteros se convirtieran en cementerios. Militares y voluntarios trabajaron entre ruinas, calor extremo y animales fuera de control para recuperar heridos y evitar más tragedias (Servicio Geológico Colombiano) En muchos casos, los militares pudieron llegar cuando ya era muy tarde. “Tuvimos que salir a matar perros para evitar que se metieran entre las ruinas y se comieran los cadáveres o atacaran a las personas que seguían atrapadas, pero con vida. Parecía una película de terror. Mientras algunos de nosotros nos dedicábamos a remover escombros, organizar hospitales de campaña y prevenir saqueos, que afortunadamente no hubo, otros debieron usar sus armas para sacrificar a los animales, que estaban desesperados, fuera de control. La situación empeoró con el correr de los días, cuando nos dimos cuenta de que en algunas poblaciones que habían quedado aisladas, había personas muy enfermas por haber comido perros y gatos. Creo que algunos de esos perros habían comido antes cadáveres en estado de descomposición… No pueden imaginarse lo que fue eso”, contó a su regreso a Bogotá el capitán de la marina Darío Márquez. Un periodista radial de la cadena Todelar contó desde Tumaco cómo cientos de personas vagaban por las calles buscando sobrevivientes y trataban de conseguir agua. “La angustia y el hambre están provocando el saqueo de los pocos almacenes que quedan en pie, y los que se desplomaron también, ya que la gente se abre paso entre los escombros buscando una lata de conservas… Ni siquiera queda agua para beber”, describió. Cuando habían pasado 12 horas de los temblores, Dora Urrego, coordinadora de Defensa Civil de El Pasto, otra de las poblaciones afectadas, hizo un dramático balance de la situación: “Esta catástrofe destruyó la cuarta parte del territorio colombiano. Aquí todo es miseria, muerte y desolación. La falta de comunicación ha impedido, además, agilizar el envío de grupos de rescate, comida y medicamentos”, declaró con voz quebrada. Milagro en el mar Los catastróficos efectos del sismo fueron potenciados por un maremoto en el Pacífico que hizo desaparecer el islote San Juan y se tragó a las doscientas personas – familias de pescadores – que vivían allí. Una crónica relata un “verdadero milagro”, el de los ocho integrantes de la familia Quiñones, que salvaron sus vidas luego de que la gran ola del maremoto se precipitó sobre la costa y destruyó su vivienda. Luis Quiñones, su mujer y sus seis vivían de la pesca y habitaban una casilla levantada sobre un piso de troncos sostenido por pilotes en la playa, cerca de Tumaco. Todas las mañanas, con la salida del sol, Luis y sus cinco hijos mayores subían a dos botes y se adentraban en el mar para pescar con una vieja red que luego arrastraban hasta la playa con los peces que podían capturar. Más tarde, la familia entera limpiaba el pescado y lo preparaba para llevarlo al pueblo, donde lo vendía o lo canjeaba por artículos de primera necesidad. La historia de la familia Quiñones, que sobrevivió aferrada al piso de su casa convertido en balsa, fue uno de los pocos milagros en medio del horror (Servicio Geológico Colombiano) La madrugada del 12 de diciembre, Luis ya estaba despierto cuando sintió que la tierra temblaba. La casa vaciló sobre los pilotes, pero no se derrumbó porque estaban bien hundidos en la arena. Todos se despertaron, asustados, pero se quedaron dónde estaban. Nadie intentó dejar la casa y eso los salvó. “Segundos después una ola gigante invadió la costa, arrastrando todo lo que encontraba a su paso. Esta vez la casa de los Quiñones no resistió. La fuerza del agua quebró los pilotes como si se tratara de palillos, pero las tablas del piso estaban bien atadas y resistieron sin soltarse”, relata el artículo. La historia, así contada, parece una obra de ficción tan exagerada que resulta increíble, pero el cronista, además de tomar nota del relato que le hizo el propio Luis Quiñones, confirmó la última parte con los tripulantes de la lancha de la marina colombiana que los rescató del mar. La ola jugó con el piso de la casa, pero no pudo destruirlo y los 12 miembros de la familia permanecieron aferrados a las tablas del piso, convertido en una balsa. Los encontraron a trescientos metros de la costa, apenas lastimados, casi ilesos. Aunque perdieron todo lo que tenían menos la vida, la pesadilla había terminado para los Quiñones. Un mes de temblores Cuando horas después del terremoto el presidente Julio César Turbay Ayala se mostró frente a las cámaras de televisión, la mayoría de sus compatriotas no conocía todavía el verdadero alcance del temblor que esa madrugada había sacudido el litoral del país. “En estos momentos de duelo y dolor, los colombianos debemos mantenernos más unidos y enteros que nunca. Los convoco a todos, sin excepción, a colaborar con nuestros compatriotas que han sido víctimas del terremoto. Estoy convencido de que, una vez más, sabremos demostrar nuestra fortaleza y solidaridad. El gobierno ha tomado todas las medidas a su alcance para socorrer a las víctimas y hará todo lo necesario para reconstruir las ciudades afectadas. Sabemos que no estamos solos en esta difícil tarea. Todo el pueblo de Colombia nos acompaña en ella”, dijo el mandatario en un previsible discurso plagado de lugares comunes, que pareció casi copiado de un imaginario manual de discursos para dirigentes políticos frente a desastres naturales. Más allá de las palabras presidenciales, Colombia entera siguió en vilo durante casi un mes, no solo por las interminables tareas de rescate de cadáveres sino porque al gran terremoto le siguieron numerosas réplicas que renovaron el pánico una y otra vez. Tumaco, la ciudad borrada del mapa, resurgió de sus cenizas. En la actualidad es el principal puerto petrolero colombiano sobre el océano Pacífico, y el segundo a nivel nacional, después de Coveñas. También es uno de los destinos turísticos más atractivos del país, con playas espectaculares como El Morro, El Bajito y Boca grande, además de otras ubicadas cerca de la desembocadura del Río Mira, Milagros, Bocana nueva y Terán. Todos los años, una semana antes de Pascua miles de turistas viajan a la ciudad para presenciar los Carnavales del Fuego, una verdadera fiesta durante la cual, paradójicamente, siempre se evoca de alguna manera aquel devastador terremoto que la destruyó.

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