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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 06/12/2025 06:51
“Luckenbooth” (Queequeg Press) de Jenni Fagan Una nueva editorial independiente, Queequeg Press, inicia su actividad con la publicación en español de Luckenbooth, novela de la autora escocesa Jenni Fagan traducida por Micaela Ortelli. El libro, de unas 376 páginas, se inicia en 1910, cuando Jessie MacRae, conocida como la hija del diablo, llega a Edimburgo en una embarcación que también es un ataúd. Enviada por su padre para concebir un hijo para una pareja adinerada, su destino desencadena una tragedia que afecta a todos los habitantes del edificio durante cien años. “Esta novela tiene hijas del diablo, mujeres que se aman, fantasmas políticos, mineros que le temen al sol y a un William Burroughs enamorado: todos en el mismo edificio de Edimburgo durante cien años”, escribió Mariana Enriquez. “Jenni Fagan hace magia con su magnífica escritura, su desprejuicio y su inteligencia. Es una bruja, una rockera, una mujer sin miedo, y Luckenbooth es su hechizo más poderoso”. Jenni Fagan nació en 1977 en Escocia. Es doctora en filosofía por la Universidad de Edimburgo y fue seleccionada por la revista Granta como una de las mejores novelistas jóvenes británicas en 2013. Su libro de memorias, Ootlin: A Memoir (2023), recibió el Premio Gordon Burn y fue incluido en la longlist del Women’s Prize for Non-Fiction. Entre los reconocimientos de Fagan figuran el título de Scottish Author of the Year en los Sunday Herald Culture Awards (2016) y su elección como Fellow de la Royal Society of Literature (2023). La edición de Luckenbooth cuenta con una fotografía de cubierta de Marcos López. La dirección editorial de Queequeg Press está a cargo de Andrés Hax. A continuación, un fragmento de Luckenbooth. Jenni Fagan 1910 - Departamento 1F1 - Jessie MacRae (21) - La llegada El cadáver de mi padre mira a las olas del Atlántico Norte. Ojos grises. Pestañas decoradas con gotas de lluvia. Todo nuestro mundo reflejado en burbujas diminutas. A sus pies, un baile de prímulas y drimias marítimas. El cuerpo está incrustado en la hendidura de una roca. Escombros de tormenta desparramados por la costa. Cajas de transporte. Botellas verdes pequeñas con las etiquetas gastadas. Poblaciones de algas recubren las rocas de capas gelatinosas. Tardo una hora en bajar de nuestro acantilado hasta la orilla del agua. Traigo en la mano una botella de vidrio azul. Tintura de yodo. Una calavera y huesos cruzados en el rótulo. Bebo. Le cuento mis secretos al interior vacío. Los sello con el tapón. Dejo la botella en el agua. Miro para atrás y veo una línea vertical justo en el medio de nuestra playa como el lomo de un libro. Por ahí arrastré mi ataúd. Llevo sus remos. Empujo el cajón que me construyó hasta las olas. No es la travesía que él hubiera imaginado. Mi padre construyó uno para cada uno con viejos bancos de iglesia. Clavaba las maderas del otro lado de la ventana de la cocina, para que viera mi madre. Ella veía el mundo a través de esos cuatro vidrios cuadrados. Todas las estaciones. Todas las desdichas. Esa noche mi padre la hizo dormir en su cajón. Después mi hermano se familiarizó con el suyo. Yo barnicé el mío diez veces sin premoniciones. ¡Cómo se mantiene a flote! Un fino rocío se desprende de los picos de las olas. No voy a mirarlo en su hendidura. ¡Así tenía que ser! Me arremango la falda. Entro caminando en el mar. El agua fría me enrojece los muslos. Beso la cruz de mi madre. La apoyo en el piso del cajón para que haya un objeto sagrado entre el olvido y yo. El mar no me va a tragar. Soy la hija del diablo. Nadie quiere ser responsable de mi alma inmortal. Mi dirección no puede ser: La Hija del Diablo, Mar del Norte. Nunca voy a ir al cielo a descansar en paz. Y suceder a mi padre podría no ser mi peor destino. Hundo los remos. Me alejo de la isla. Miro la línea azul del horizonte. Una foca salta fuera del agua. Ojos negros. Bigotes largos. Me haría engendrar un hijo foca si le diera el gusto de naufragar. La primera noche, cuando calma el viento, me acuesto en el ataúd. Nunca dormí tan fácil. Cuando despierto, las olas ruedan cada vez más grandes. Canto. Fumo. El humo se eleva en hilos ondulados. Desayuno galletas de avena y queso. Barreno el agua con los dedos agrietados. La foca los peina con sus bigotes. Como un pescado fresco que traje. Extraigo las espinas. Apenas me roza el estómago. Aparece una rajadura en el ataúd del grosor de un pelo. Me santiguo tres veces. Por qué no traje más comida. No veo barcos en todo el día. El sol cae a la hora habitual. Se eleva su oposición, la luna. Redonda y amarilla —el ojo solo que observa mi travesía—. La tercera mañana se forma niebla. Suena la bocina de un barco un rato largo. Los espíritus del mar sufren tanto como los vivos. Descanso los brazos a los costados del cajón. Me quedo mirando el horizonte. Lo único que veo es un abismo gris que parece haber salido de mí. El día es tristeza pura. A la noche, los cielos se aclaran y se levanta un viento cada vez más fuerte hasta que navegar se siente como volar. Abro los brazos, viajo a lo largo de cientos, millones, miles de millones de estrellas. No tengo brújula. Cuando me voy acercando a tierra grito “¿dónde estamos?” Los que no se desmayan, o se santiguan o me arrojan algo, me dan la información que necesito para llegar a mi puerto. Desemboco en el Water of Leith al amanecer. Cuatro cormoranes sobrevuelan el agua inmóvil, las alas casi tocando su propio reflejo. ¡Tan gráciles! Escondo el ataúd en un rincón entre los muelles detrás de los botes de arrastre. Lo amarro. Se queda meciendo. Trepo un muro por unos encastres oxidados. Discusión de hombres cerca. Me saco la ropa rápido detrás de unos barriles, me paso el cepillo por el pelo veinte veces, me ajusto el corsé, me pongo medias de seda limpias y deslizo sobre mi cabeza el mejor vestido de mamá. Gris casi negro con escote cuadrado, bajo, a la altura de verse un latido del corazón. Recojo mi larga cabellera marrón. Tengo la piel blanca con un tinte azul. Mantengo los labios humectados con vaselina. Me calzo unas botas de cuero con sus botones verdes relucientes. El cura se las compró a mi madre. Ella me las regaló. Arrojo las mías por encima de los barriles. A alguien le van a servir seguro. Guardo el vestido viejo en una bolsa. Saco la última pieza del atuendo y la abrocho con cuidado: su camafeo de plata. Estoy lista. Camino rápido por Constitution Street. El asunto es parecer una mujer. No un demonio. Todos los hombres me miran. Deficiente. Necesitada. Encontrarían tantas razones para colgarme. Camino a lo largo del muro delimitador. Paso junto a símbolos extraños, basura, herramientas rotas. Niños descalzos me pasan corriendo por al lado. ¡Deben tener las plantas de los pies como de cuero! Avanzo por Elm Row. Veo aparecer el lujoso North British Hotel. Giro en dirección a North Bridge y el viento me hace doler. Veo el castillo de Edimburgo a la derecha, el vapor que sube de la estación de Waverley, Arthur’s Seat y los peñascos a la izquierda —un destello azul más lejano todavía que las olas—. Bueno saber que está el mar cerca. Es importante, en cualquier ciudad, conocer siempre las vías de escape. Papá me traía aquí una vez al año. Vendía achuras, o hacía trueque, y después me dejaba esperando en el bar mientras él se iba con una mujer. Freno en el medio del Tron. Detrás está la Royal Mile, a la izquierda, Southside, y a la derecha, North Bridge. Yo, en el medio. Debajo se cruzan calles. A ambos lados hay viviendas de todas las alturas erguidas como centinelas. Inspeccionan a cada uno que pasa. High Street tiene adoquines y se extiende en subida. Hay puertas de madera, pequeñas ventanas vidriadas y otras más elegantes con marco y postigos de madera. Un automóvil dobla a la derecha en Cockburn Street. El vendedor de leña apila la oferta del día. Entre los bien vestidos y pudientes, se vislumbran los hambrientos y condenados. Hay un mendigo sentado en la escalinata de una iglesia con su perrito mugroso. Un hombre joven me sonríe. Me quiere profanar. Lo dejaría. Aquí mismo en la calle. ¿O tengo salvación acaso? ¡Mi padre es el diablo! Nuestra raza no es santa. Debo ocultar bien los filos de mis cuernos. Brota el humo de las chimeneas y se eleva en espirales. El hedor impregna todo. Bonitos techos de tejas como piel de dragón. Justo cuando empiezo a avanzar por North Bridge se derrama una masa negra del otro lado del puente. En las paredes sobre High Street hay anuncios: Conferencia Mundial de Misioneros. Mil doscientos hombres de Dios caminan en dirección a mí en grupos de diez, veinte, cientos. Sabía que Dios se iba a comunicar, pero no pensé que iba a ser tan directo. Escupo. Todavía un tinte rojo. Miro la saliva sobre los adoquines, una pizca de sangre que solo veo yo. Por todos lados, hay sotanas negras y movimiento. Empiezan a amontonarse hombres a mi alrededor. Cuellos clericales. Pelo corto. Piel limpia. Bigote o barba. Zapatos lustrados. Avanzan como barcos de distintos tamaños en un mar gris. Un cura joven desliza su mirada por mi cuerpo con pensamientos tan impuros como los de cualquiera. Sé que lleva dentro del pantalón algo tan tibio e indefenso como un ratón. Esa cosa solo podría erguirse por crueldad. Calor en las sienes. ¡Podría clavarlo tan fácil! Ruido de zapatos pisando adoquines. Uno a uno, los sacerdotes desaparecen más adelante en el City Chambers. El pregonero grita. —¡El diablo camina entre nosotros! Avanzo. Adelante se ven los chapiteles de St Giles. Las gárgolas estiran los cuellos para mirar hasta hacer saltar sus ojos. Edimburgo seduce con sus edificios antiguos. Sirve alcohol y comida a sus transeúntes, les ofrece sus chucherías, les vacía los bolsillos. Es una carterista. La mejor clase de ladrona: de quien menos desconfiás. Alrededor de mi corazón hay una jaula, hecha de hueso, hueso, hueso. Tiene que parecer que no veo. Que no sé. Me rasco la pierna con el pie. Vuelvo a chequear el papel. El dibujo tiene bien marcada la entrada en Luckenbooth Close, pero dicen que nunca nadie la encuentra. No presto atención a la catedral ni al corazón de adoquines. Paso tres veces por delante del ingreso al edificio y retrocedo unos pasos. Desciendo en una calle a la sombra. Los ruidos de la ciudad se atenúan. Un hombre bien vestido aparece delante y me mira inquisidor. Tengo que apretarme contra la pared fría para que pase. Un reptil. Ojos pétreos. Escamas en toda la piel —dura, resbalosa—, una cola para mover de lado a lado. Más de un millón de años atrás, los reptiles perfeccionaron su habilidad para detectar y aprovecharse de la debilidad ajena. Admirable, casi. A veces buscan la presa fácil. Pero también disfrutan de una buena contienda. Se sientan en tribunales. Emiten fallos. Miran fútbol. Giran en la silla de cuero bordó del peluquero y reciben a tu hijo con un dulce y una enorme sonrisa reptiliana. Actúan en teatros. Enseñan en escuelas. Tienen las llaves de las comisarías. Cocinan tu torta de casamiento. Hacen reverencias sobre el escenario mientras baja el telón. Escriben poemas. Eligen una buena causa para defender. Salvan cosas ¡en voz alta! Se ocupan de que los vean haciendo actividades muy distintas a asesinar. Son encantadores. Bien recibidos. Importante asegurarse de tener deudores. Los reptiles leen recostados en la cama. Se resfrían. Toman el té con dos cucharadas de azúcar. Se preocupan por ti. Te traen un regalo. Suelen ocupar las posiciones más altas. ¿Qué depredador clase uno dejaría avanzar a alguien mejor? ¿Más talentoso, más inteligente? ¡No, no, no! No funciona así. No estoy hablando de lagartos. Esto no tiene nada que ver con gecos. No tengo nada que decir de los camaleones. Esto tampoco atañe a las tortugas. Los reptiles que describo son cocodrilos. Que Dios te ayude si de noche te duermes al lado de un cocodrilo.
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