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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 04/12/2025 04:50
El frenesí de las alarmas y de los ringtones exasperantes inunda nuestra realidad como el jolgorio estridente alrededor de la efigie de un falso dios (Imagen ilustrativa Infobae) La primera vez que di con aquella palabra fue en la introducción a un viejo libro de plegarias. Recuerdo la sensación en las vísceras, la secreta fruición adolescente: la “cacofonía de la vida moderna” –afirmaba el autor, allá por los años ochenta— debía de ser confrontada con el clamor sordo de la oración. “Ca-co-fo-ní-a”, así como se lee. Por su forma y apariencia, el vocablo solo me empujaba a pensar en un sonido de mierda. Mientras sopesaba el devocionario en mi mano, todavía puerilmente alegre por el hallazgo, algo en mí me decía que la interpretación escatológica del término era demasiado primaria, por no decir berreta, para un texto de supuesta urdimbre existencial. Busqué el diccionario, ya algo percudido, entre los estantes de la biblioteca y comencé a indagar. Abrí, más o menos, en el radio indicado: “Cacharro. m. vasija tosca”. Seguí avanzando o, mejor dicho, descendiendo entre la maleza lexicográfica: “Cachivache. m. fig. persona inútil”. Un poco más, me dije, mientras el dedo índice acariciaba los bordes de las letras que le salían al paso. Allí estaba, agazapada entre “caco” y “cactos”, jactándose de su donaire academicista: “Cacofonía. f. combinación inarmónica de los sonidos // disonancia”. Y, como todas las palabras evocan imágenes (como todo el Nilo cabe en la palabra “Nilo”), se apareció ante mí la figura de Moisés, menos cornudo que el de Miguel Ángel, más achacoso e irascible que el personaje encarnado por Charlton Heston en la famosa película de Hollywood: las tablas con los preceptos pétreos de Dios en sus manos y un fragor indiscernible que arremete contra él desde el llano. “No es algarabía de vencedores ni lamento de conquistados; un gran tumulto es lo que oigo”, exclama el caudillo hebreo en alusión a la parranda que los israelitas están montando en lontananza alrededor de un indolente becerro de oro. El primer ensayo cacofónico registrado en los anales de la historia divina –en las crónicas de la humanidad, quizás—, que no pudo ser decodificado ni por el gran libertador de los hijos de Abraham. ¿Habría podido descifrar Moisés, en cambio, el vocerío discordante que anegaba el bar Camino Real, en el barrio de Flores, al que de tanto en tanto mis abuelos me llevaban a cenar los sábados en la noche cuando niño? Los silencios y las conversaciones, tal vez las risas y los reproches de la multitud que se congregaba en el café, se entretejían en un solo sonido casi tan sacramental como el de aquella viñeta bíblica. Recuerdo cómo mi ser se aniquilaba en el todo, se bañaba en ese murmullo como en el rumor lejano de un río. El restallar coloquial de las voces contra mí provocaba un placer oculto que me subía por la espalda hasta desfogarse en mi nuca, como si detrás de mí soplara el hálito de ese dios bondadoso que perdonó a sus hijos tras el pecado del becerro. Pero esos eran otros tiempos. Tiempos en los que las leyendas aún respiraban en las almas de hombres y mujeres, en los que había lugar para el encuentro con la voz desnuda del Otro, desprovista de pantallas fulgurantes y de parlantes chirriantes por doquier. Hoy, a la distancia, pienso con compasión en aquel dios candoroso que acariciaba las nucas de sus fieles antes de ser devorado por el bullicioso galimatías de la tecnología. Me apiado también del niño iluso que se sentaba quedo a la mesa con sus abuelos, sin mayor deseo que oír las voces a su alrededor; del hombre que escribió cincuenta años atrás acerca de la cacofonía de entonces. Su pluma no podría haber concebido jamás el actual barullo (esa palabra le encantaba a mi abuelo; la erre de judío polaco bien pegada al paladar, la doble ele que salía disparada de su boca de partisano como el silbido sordo de un arma ya exangüe). Nadie podría haberse figurado el frenesí de las alarmas ni de los ringtones ubicuamente exasperantes que inundan nuestra realidad como el jolgorio estridente alrededor de la efigie de un falso dios: los aparatos y dispositivos móviles que rigen nuestra vida, nuestros calendarios y a los que les entregamos la prerrogativa de interrumpir nuestro quehacer a cada momento. La cacofonía de hoy es un fenómeno que el humano nunca ha enfrentado. Vencerla, o siquiera ignorarla, requiere de un esfuerzo colosal, casi de una proeza. De hecho, mientras bosquejo estas líneas en un café cualquiera de Buenos Aires, intento sustraerme estoicamente a su influjo paralizante: a la voz como un sollozo de la cantante de reggaetón que rezuma la radio sobre mi cabeza; al tumulto de risas, gritos y algarabía familiar de los videos que el hombre de la mesa contigua reproduce en su teléfono móvil a todo volumen, amparado en la impunidad de su barriga amedrentadora; al timbre escandaloso, casi alarmante, del relator de fútbol que intenta insuflarle una pizca de emoción al partido insulso que reproducen los televisores en las paredes del restaurante. Me empeño en concentrarme, invoco torpemente alguna técnica de meditación ancestral mientras intento oír el jadeo de mi propia respiración. De pronto, veo el punto final dibujarse en mi propia pantalla, tal vez más taciturna, aunque igual de alienante que las demás, y experimento una sensación de alivio en mi pecho, en mis brazos ya entumecidos tras batallar contra tanto alboroto. Por un instante creo sentir un hálito cálido en mi nuca, acaso la resurrección olvidada del dios del silencio. Elevo una plegaria muda como ofrenda y pienso que el adolescente pícaro que se topó con esa palabra por primera vez tenía razón: la “cacofonía”, al menos la de hoy, es un verdadero sonido de mierda.
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