Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • La mujer que tuvo dueños, luchó contra el racismo y gritó hasta que el mundo la escuchó: “No sé leer, pero puedo oír”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 26/11/2025 05:09

    Sojourner Truth, activista por la abolición de la esclavitud y los derechos de las mujeres “Si la mujer trastornó el mundo, dale la oportunidad de enderezarlo de nuevo”, proclamó Sojourner Truth en 1851 ante una sala conmocionada. Nacida esclavizada, había sobrevivido a un sistema diseñado para quebrar cuerpos y voluntades, y se había forjado a sí misma con la resistencia de quienes aprenden a sobrevivir. Su vida fue un continuo acto de valentía: huyó de la esclavitud, recuperó a su hijo vendido ilegalmente, predicó contra la opresión y luchó por la igualdad de mujeres y afroamericanos. Cada paso que dio convirtió la experiencia personal en un ejemplo de coraje, mostrando que la libertad y la justicia no son solo ideales, sino acciones concretas. Sojourner Truth murió el 26 de noviembre de 1883, pero sus palabras, sus gestos y su inquebrantable compromiso con la justicia inspiraron a generaciones de activistas por los derechos de las mujeres y la comunidad afroamericana. Hoy sigue siendo un símbolo de resistencia, dignidad y la lucha incansable por un mundo más justo. Sojourner Truth, símbolo de resistencia y lucha por la igualdad racial y de género (REUTERS) Isabella y el camino a ser Sojourner Isabella Baumfree nació entre 1797 y 1800 en una granja del valle del Hudson, en Nueva York. Ni ella supo la fecha exacta: cuando nacía un esclavo no había registros oficiales como actas de nacimiento, solo eran un nuevo número entre las posesiones del amo. Y ella fue una de los diez o doce hijos (tampoco lo supo) de James y Elizabeth Bomefree, dos africanos esclavizados (él capturado en la región que sería Ghana; ella descendiente de personas tomadas de Guinea). Su primera lengua fue el holandés, la de sus dueños, y ese acento la acompañó toda la vida. Creció en Swartekill, una propiedad del coronel Johannes Hardenbergh donde la esclavitud se sostenía a fuerza de castigos y separaciones familiares. De hecho, cuando apenas tenía unos meses de vida, dos de sus hermanos fueron vendidos y llevados muy lejos. Su madre, a quien cariñosamente llamaba Mau-Mau Bet, les enseñó a rezar y a resistir a los que quedaron con ella, al menos en esos momentos... Aquel coronel murió en 1806 y su hijo heredó la finca familiar y también a Isabella, que con apenas 9 años fue vendida junto con un rebaño de ovejas por 100 dólares... Su nuevo dueño fue John Neely, un hombre agresivo que la golpeaba todos los días... Sus días eran tristes, agotadores y solitarios. Así pasó unos años hasta que volvió a ser vendida dos veces más, hasta llegar a la granja de John Dumont en 1810. Allí conoció la violencia más profunda: Dumont abusaba de ella sistemáticamente mientras su esposa la hostigaba. Pese a los tormentos, en esa misma granja, alrededor de 1815 conoció el amor: Robert, un joven esclavizado que vivía en el campo vecino. El amo de él, el pintor de cuadros Charles Catton Jr., prohibió la relación entre ellos porque no quería que sus esclavos tuvieran hijos con personas que no eran de su propiedad porque él no sería dueño de esos niños... Un día, cuando Robert intentó verla, fue descubierto y brutalmente azotado por desobedecerlo. Murió tiempo después de la golpiza e Isabella jamás puedo olvidar ese dolor. Unos años más tarde conoció a Thomas, un hombre esclavizado mayor que ella. Se dio la oportunidad de volverse a enamorar y se casaron. Tuvo cinco hijos: James, su primogénito, que murió en la infancia; Diana (1815), resultado de una violación de Dumont; y Peter (1821), Elizabeth (1825) y Sophia (1826), hijos en común con Thomas. Dedicó su vida a luchar por la libertad de los afroamericanos y la igualdad de derechos para las mujeres, dejando un legado de coraje, resistencia y defensa de la justicia social que sigue inspirando Sojourner, el camino a la libertad Aunque en 1799, el estado de Nueva York comenzó a legislar la abolición de la esclavitud, el proceso de emancipación no se produjo hasta el 4 de julio de 1827. En ese tiempo, Isabella vivía entonces bajo las restricciones más duras de la servidumbre. Dumont le había prometido liberarla un año antes (1826) de la emancipación estatal, “si se portaba bien y era fiel”. Pero cambió de opinión poco antes, diciendo que tenía una lesión en la mano y que eso la hacía menos productiva. Isabella, indignada pero firme, continuó trabajando, hilando 45 kilos de lana, no para él, sino para mantenerse fiel a su propia palabra: trabajar hasta ser libre. A fines de ese año (1826), decidió que ya era hora de marcharse con su hija menor, Sophia. “No huí; me marché porque era lo correcto”, dijo mucho tiempo después. Encontró refugio en la casa de Isaac y Maria Van Wagenen, quienes le dieron un techo y pagaron a Dumont por sus servicios hasta la fecha en que entrara en vigor la emancipación estatal. Poco después, Isabella se enteró de que su hijo Peter, de 5 años, había sido vendido ilegalmente a Alabama luego de su huida, pero no solo que no se resignó sino que ese dolor la hizo sacar fuerza que ni ella sabía que tenía e hizo lo impensado, no solo por ella. Como Isabella Van Wagenen, llevó el caso del niño a la Corte Suprema de Nueva York y enfrentó al hombre que había comprado ilegalmente a su hijo, Solomon Gedney. Fueron meses de audiencias, silencios tensos y declaraciones que buscaban reducirla otra vez al lugar de donde había decidido salir. Pero no cedió. En 1828, el tribunal falló a su favor: Peter volvió a sus brazos, marcado por el maltrato de sus amos. Aquel veredicto la convirtió en una de las primeras mujeres negras en llevar a juicio a un hombre blanco… y ganarle. Fue una victoria insólita para la época, un acto de desafío que abriría el camino a la mujer que pronto sería Sojourner Truth. La casa de su esclavista, el coronel Johannes Hardenbergh Antes de eso, en 1827, se había convertido al cristianismo y participado en la fundación de la Iglesia Metodista de Kingston, Nueva York. En 1829 se mudó a la ciudad de Nueva York y se unió a la Iglesia Metodista de John Street, también conocida como Iglesia Episcopal Metodista Africana de Sión. Más tarde, en 1833, trabajó como ama de llaves para Robert Matthews, líder de una secta judío-cristiana, donde fue injustamente acusada en un juicio de asesinato y violencia, del que salió absuelta. Este hecho hizo que dejara esa comunidad en 1835 y la ciudad de Nueva York hasta 1843. Durante esos años, su hijo Peter —entonces un muchacho de 13 años— embarcó en un ballenero, buscando un destino que ella no podía acompañar. Las cartas entre ambos se extraviaban en el océano o en manos desconocidas: Isabella recibió tres y él juraba haber enviado cinco; Peter, a su vez, decía no haber recibido ninguna de las suyas. Aquel silencio involuntario se transformó en una sombra persistente, una herida abierta mientras ella afirmaba su libertad y reconstruía su vida. Cuando el barco regresó a puerto en 1842, Peter no estaba a bordo. Nadie pudo decirle dónde ni cómo se había perdido su rastro. Isabella nunca volvió a saber de él... Finalmente, el 1 de junio de 1843, domingo de Pentecostés, la mujer sintió un llamado espiritual que cambiaría su vida para siempre: debía salir a predicar la verdad y luchar contra la esclavitud. Tomó unas pocas pertenencias envueltas en una funda de almohada y dejó atrás su antiguo nombre. Desde ese día se llamó Sojourner Truth, la Viajera por la Verdad. Su vida había dejado de ser solo supervivencia para convertirse en una misión. Sojourner Truth, destacada figura histórica del siglo XIX La voz que desobedeció al siglo “El Espíritu me llama y debo ir”, le contó a sus amigos su nuevo motivo. Emprendió camino hacia el norte, atravesando el valle del río Connecticut, predicando en aldeas y campamentos, hablando de libertad con una voz que nadie esperaba de una mujer negra sin estudios… y que, sin embargo, detenía multitudes. En esos primeros recorridos se unió a los campamentos milleritas, seguidores de William Miller, que esperaban la inminente llegada de Cristo entre 1843 y 1844. Sojourner cantaba, hablaba, estremecía. Muchos la consideraban un signo vivo de aquello que aguardaban. Pero cuando la profecía no se cumplió, como tantos otros, se apartó: no de la fe, sino del desengaño ajeno. En 1844 se instaló en la Asociación de Educación e Industria de Northampton, una comunidad abolicionista y pionera en la defensa de los derechos de las mujeres. Allí dirigía la lavandería, organizaba a hombres y mujeres por igual, mientras compartía debates con figuras como William Lloyd Garrison, Frederick Douglass y David Ruggles, figuras prominentes y activistas clave en e lmovimiento abolicionista. Impulsada por ese entorno, pronunció su primer discurso público contra la esclavitud: no recitó argumentos, contó su vida. Y la vida hablada por ella tenía la fuerza de un testimonio irrefutable. La comunidad se disolvió en 1846, pero ella siguió adelante. En 1845 se integró a la familia de George Benson, y en 1849 tuvo el extraño gesto de visitar a John Dumont antes de que él partiera al oeste: un acto que algunos leyeron como perdón y otros como cierre. Ese impulso de contar su verdad la llevó a contarle sus memorias a la escritora Olive Gilbert. En 1850, Garrison publicó “La Narrativa de Sojourner Truth: Una Esclava del Norte”. Ese mismo año compró una casa en Florence y habló en la primera Convención Nacional por los Derechos de la Mujer en Worcester. Con la venta del libro y de una tarjeta con su foto y la frase “Vendo la sombra para sustentar la sustancia”, saldó la hipoteca que un amigo había tomado a su nombre. Se había convertido no solo en una mujer que había escapado de la esclavitud sino en una figura pública que desobedecía las expectativas de su siglo… Para comienzos de la década de 1860, cuando la Guerra Civil estalló y el país pareció romperse en dos, Sojourner llevó su voz allí donde más se necesitaba. Recorrió pueblos y campamentos ayudando a reclutar hombres negros para el ejército de la Unión. En 1864, fue contratada por la National Freedman’s Relief Association en Washington, donde trabajó sin descanso para mejorar las condiciones de vida de las personas recién liberadas. Ese mismo año, el presidente Abraham Lincoln la invitó a la Casa Blanca: la imagen de ambos examinando una Biblia se volvió uno de los símbolos más elocuentes del cambio que ella había contribuido a desencadenar. Y todavía quedaba más. En 1865, ya en la capital, se subió a los tranvías segregados una y otra vez, desafiando prohibiciones y miradas hostiles, hasta que la ciudad se vio obligada a permitir el acceso de personas negras. Fue su manera de recordarle al país que la libertad proclamada no era todavía libertad vivida. Sojourner Truth examinando la Biblia junto al presidente Abraham Lincoln, grabado de la época de la Guerra Civil Más que palabras En 1851, en el Congreso de Mujeres de Akron, Ohio, Sojourner se puso de pie ante un auditorio que no esperaba que una mujer negra hablara… y habló. Con una mezcla de humor, desafío y una lucidez que atravesaba cualquier discurso ensayado, lanzó una pregunta que aún hoy resuena como un golpe en la mesa: “¿Acaso no soy una mujer?”. Con esa pregunta, denunció la opresión patriarcal, la exclusión de las mujeres negras dentro del propio feminismo y señaló las contradicciones de un movimiento que pedía igualdad de sufragar, pero no para todas. Su elocuencia no era de libros. Ella misma decía: “No sé leer, pero puedo oír”. Su inteligencia era de la vida que había sobrevivido. En 1869, el Territorio de Wyoming reconoció el derecho al voto femenino, pero la conquista nacional llegó recién en 1920. Pero las mujeres negras seguirían siendo excluidas por décadas. Durante sus últimos años, dos de sus hijas la cuidaron mientras su salud se debilitaba. Un periodista que la visitó poco antes de su muerte describió que su rostro estaba demacrado, pero sus ojos seguían brillando: “La mente alerta” aunque le costara hablar, dijo. Sojourner murió al amanecer del 26 de noviembre de 1883, en su casa de Battle Creek. Unas dos mil personas la despidieron en su funeral, que se hizo dos días después. Llegaron vecinos, activistas, líderes religiosos y ciudadanos que habían encontrado en ella una guía moral. Frederick Douglass, su viejo compañero en la causa, la honró desde Washington: “Venerable por su edad, notable por su independencia, valiente en su autoafirmación… dedicó su vida al bienestar de su raza y ganó la admiración de los reformadores de todo el mundo”. La tumba de Sojourner en el cementerio de Oak Hill (Cementerio de Oak Hill) “¿Acaso no soy una mujer?” En la primavera de 1851, la Convención de Mujeres de Akron, Ohio, se reunió para discutir derechos que parecían impensables para gran parte del país: el voto, la igualdad civil, la autonomía femenina. Pero el ambiente no era nada armónico. Desde los bancos del auditorio, varios hombres, entre ellos predicadores, interrumpían a las oradoras, negando que las mujeres tuvieran la capacidad, la razón o incluso la autoridad moral para reclamar algo más que obediencia. Otros insistían en una vieja grieta: que la causa de las mujeres y la de los afroamericanos no debían mezclarse. Sojourner escuchó todo eso desde su asiento. Escuchó cómo se repetían, una vez más, los argumentos que habían sostenido su propia opresión: la supuesta inferioridad femenina, la necesidad de tutela masculina, la incompatibilidad entre la libertad de las mujeres y la de las personas negras. Y entonces hizo lo que siempre hacía cuando la verdad estaba siendo torcida: se levantó sin estar en la agenda. Cruzó el salón con su andar firme y comenzó a hablar desde su propia vida —su fuerza, su trabajo, sus pérdidas, su fe— desmontando una por una las excusas que negaban derechos a unos y a otras. No necesitó oratoria pulida, sólo bastó su presencia. Allí, en medio de un encuentro hostil, demostró que los cimientos del prejuicio se desmoronaban frente a la evidencia viva de una mujer negra que no solo había sobrevivido, sino que reclamaba su lugar en el mundo. Fue entonces cuando lanzó la pregunta que atravesó el siglo como un trueno: “¿Acaso no soy una mujer?”. Quiero decir unas palabras sobre este asunto. Soy una defensora de los derechos de la mujer. Tengo tanto músculo como cualquier hombre, y puedo hacer tanto trabajo como cualquier hombre. He arado y segado y descascarillado y cortado y segado, ¿puede algún hombre hacer más que eso? He oído hablar mucho de la igualdad de sexos. Puedo cargar tanto como cualquier hombre, y puedo comer tanto también, si puedo conseguirlo. Soy tan fuerte como cualquier hombre actual. En cuanto al intelecto, todo lo que puedo decir es, si una mujer tiene una pinta, y un hombre un cuarto, ¿por qué no puede ella tener su pequeña pinta llena? No debes temer darnos nuestros derechos por miedo a que tomemos demasiado, porque no podemos tomar más de lo que cabe en nuestra pinta. Los pobres hombres parecen estar confundidos y no saben qué hacer. Niños, si tienen derechos de mujer, dáselos y se sentirán mejor. Tendrán sus propios derechos, y no serán tantos problemas. No sé leer, pero puedo oír.

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por