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» Diario Cordoba
Fecha: 26/11/2025 03:41
Hubo un tiempo en que la juventud soñaba con una llave: la del primer piso, símbolo de una vida que empezaba sin tutelas. Hoy, en cambio, nuestros muchachos no levantan la vista de los portales inmobiliarios porque cada anuncio es una burla aritmética: su sueldo entero no basta para alquilar, y la emancipación se retrasa hasta bien entrada la treintena mientras el discurso oficial repite que «nunca hubo tantas oportunidades». En este país que glorifica el emprendimiento, muchos jóvenes que trabajan no pueden salir de casa; el alquiler medio devora casi todo su salario y hasta una habitación compartida se come el resto. A los viejos se les conceden pensiones contributivas; a los jóvenes, discursos de autoayuda. Aquí asoma una hipocresía: el mismo Estado que consagra en la Constitución el derecho a la vivienda ha levantado una maquinaria legal que, sin «permitir» abiertamente la okupación, la vuelve rentable por la demora. Una cosa es el allanamiento de morada -perseguido con rapidez cuando el juez se da por enterado- y otra la usurpación de pisos vacíos, enredada en un laberinto que disuade a muchos pequeños propietarios de alquilar. El resultado es un país sentimental con el okupa y glaciar con el dueño, mientras los juzgados convierten las garantías en escudo del abusador. Hannah Arendt escribió que la política existe porque nacen seres nuevos, capaces de comenzar; sin comienzo no hay polis, sólo administración de ruinas. ¿Qué clase de comunidad fabrica un sistema en el que una generación debe aplazar el amor, la familia, la vocación y la dignidad de un cuarto propio porque el metro cuadrado se ha vuelto ídolo sacrificial ante el que se inmolan nóminas exhaustas? Pero culpar sólo al miedo a la okupación sería demasiado piadoso con el resto de nuestros pecados. Durante años hemos tratado la vivienda como activo financiero antes que como techo: se levantaron urbanizaciones para especular, se regaló la ciudad a los pisos turísticos, se dejó agonizar el parque público de alquiler social, se permitió que el suelo se convirtiera en casino donde unos pocos siempre ganan y los que llegan después sólo pueden mirar desde la valla. Chesterton advertía que una sociedad comienza a desmoronarse cuando convierte en lujo lo que consideraba necesidad. Tener un hogar era la condición mínima para hilar un proyecto de vida; hoy se nos sermonea sobre las delicias de «viajar ligero», sin hipotecas ni muebles, con la biografía metida en una maleta y el corazón subarrendado a la precariedad. En los informes se habla de «desajustes del mercado» y de «tensiones de oferta»; nombres pulcros para lo que no es otra cosa que un pecado contra la esperanza. Porque sin casa, alquilada en condiciones justas, la juventud deja de sentirse heredera y se descubre simple inquilina de paso en un país que ya no reconoce, mientras los padres comen uvas verdes y a los hijos se les destemplan los dientes. *Mediador y escritor
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