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  • Ningún lector es mejor que otro por la cantidad, no es mejor quien lee más

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 25/11/2025 06:46

    Muchas formas de leer y muchos motivos para hacerlo. Hasta hace algún tiempo, solía yo contar esta historia: Cuando tenía siete años, en mi escuela pusieron a dar clase de Castellano a un profesor nuevo, joven, de rasgos y apellidos profundamente indígenas. Este maestro hacía muchos esfuerzos por enseñar una lengua que al parecer no era su lengua materna. Cometía muchos errores ortográficos al escribir y yo, que he tenido una habilidad o maldad congénita para detectar errores, se los observaba a cada momento. En principio el maestro se lo tomó con calma, pero, a medida que pasaban las semanas, se iba poniendo furioso cada vez que yo corregía sus errores. Debo confesar que esperaba con ansias que el profesor cometiera un error para advertírselo y esa crueldad natural infantil fluía en mí de manera determinante. Tanto lo molesté que el hombre pidió al director de la escuela y a mi padre, profesor de la misma institución pero de chicos más grandes, que me cambiaran de curso. Y así pasó. Con el pasar de los años, he vuelto a reflexionar sobre estos hechos, y lo que hace una década me parecía una muestra de un talento incipiente que mostraba con orgullo, hoy me resulta vergonzoso. Ni el maestro ni yo teníamos la culpa de una circunstancia sumamente particular de nuestras sociedades: el clasismo. Quién sabe lo que este hombre habría tenido que sufrir. Seguramente venía, él o sus padres, de una comunidad indígena, a más de 3000 msnm, para estudiar una carrera que por esos años y aún hasta ahora resulta la tabla de salvación de miles de jóvenes que no tienen los medios de acceder a otro tipo de profesiones. Años después también descubrí que el sistema educativo está tan mal administrado que a esos profesores recién graduados los ponen a dictar Lenguaje o Castellano porque consideran que es una materia fácil. De raíz, el sistema educativo desconoce las habilidades o aptitudes de su propio personal, tanto es así que maestros de educación física pasan a ser profesores de Filosofía o Ciencias Sociales de un año para otro. Lo más probable es que ninguno de esos maestros haya tenido la posibilidad siquiera de tener acceso a una biblioteca pública y, mucho menos, a una pequeña biblioteca en casa. Tampoco en la lectura es mejor quien lee más. Ningún lector es mejor que otro por cantidad. En el pueblo en el que vivíamos no había una biblioteca, tampoco librerías. Los pocos libros de literatura que teníamos se los debíamos a un concurso de oratoria que mi padre había ganado muchos años atrás. Eran tres novelas de George Simenon, La cabaña del tío Tom y la Historia del Ecuador de Federico González Suárez. Quién sabe con qué criterio se escogieron estos particulares premios, pero fueron mis primeras lecturas y el paso al descubrimiento de un mundo más allá de una educación que trataba de enseñar tu propia lengua sin más que los textos escolares, ya que tampoco la escuela contaba con una biblioteca. Mis padres eran maestros en la misma institución. Mi padre daba algunas materias relacionadas con las Ciencias Sociales, Civismo y también Matemáticas, ya que había estudiado una rara carrera que unía la Filosofía y las Ciencias Socioeconómicas. Mi madre, por su parte, era profesora de Educación Física. De ella aprendí el denodado amor por el deporte y el sufrimiento. Pero ese es otro tema. Lo cierto es que siendo hijo de maestros teníamos pocos libros de literatura. Mi madre tenía muchas fotocopias, recuerdo, de libros de Anatomía y de ejercicios de todo tipo. Me gustaban mucho porque tenían dibujos de gente en toda clase de posiciones. Luego ya nunca más me gustaron los libros con dibujos. Hasta ahora, los libros ilustrados no se me dan. Los hojeo sin mucho entusiasmo y solo me engancho si el texto es bueno. No tengo ningún problema con los ilustradores, pero mi fascinación siempre han sido las palabras. Por ello, la primera vez que descubrí que había un sitio donde se podían prestar libros, cambiaría mi vida. Ese sitio, que ahora dirijo, porque la vida es así de irónica y pone las cosas no en su lugar sino donde le da la gana, se llamaba o se llama Biblioteca Municipal Federico González Suárez, en el Centro Histórico de Quito. Santiago Vizcaíno coordina una red de bibliotecas públicas. Como maestros municipales, mis padres tenían que ir desde el pueblo donde vivíamos hasta el centro histórico de la ciudad para cobrar su sueldo en efectivo. Eran los años ochenta. El trayecto duraba más o menos dos horas, pero me gustaba mucho porque era el único día en que nos sentíamos ricos y, además, el contraste entre la carretera Panamericana cuando la ciudad empezaba abrirse me resultaba fascinante. Había grandes letreros por toda la ciudad y la publicidad usaba mucho las palabras. Mi pasatiempo favorito era ir corrigiendo los errores que notaba e iba todo el camino mostrando a mi madre mis descubrimientos: Mira, mami, decía, allí han escrito «javon» con v o allí han puesto «se nesecitan hoperarios», con s c y h. La gente en el autobús me miraba como a un bicho raro, pero nunca me ha importado lo que diga la gente sobre lo que digo y menos ahora sobre lo que escribo. Pero ese es otro tema. Hay lectores egoístas, hay lectores generosos, hay lectores críticos, hay lectores displicentes, hay lectores insoportables Al llegar al centro histórico, mis padres nos dejaban, a mi hermana y a mí, mientras ellos iban a hacer la fila para el cobro de su sueldo, en la sala infantil de la Biblioteca Municipal. El espacio en ese tiempo se llamaba Ludoteca y tenía libros y juegos. Ahora, cada vez que ingreso a mi oficina por la misma puerta que ingresaba cuando era niño, en este edificio antiguo desde el que escribo, llamado Biblioteca Municipal, algo dentro de mí se remueve y recupero ese chispa de fascinación por todo que tuve en la infancia, porque es de los pocos recuerdos que tengo en que fui muy feliz y creo que mi hermana también. Las bibliotecarias no eran tan amables como ahora y casi no te permitían tocar los libros, a menos que te pidieran leer en voz alta un pasaje de la lectura de ese momento. No existía siquiera la idea de la mediación y la lectura se miraba como una obligación. De hecho, en mi adolescencia, usé esa obligación de leer como escapismo. No será la primera vez que alguien diga que la lectura o la escritura son formas de escape, pero la experiencia del escape es individual y nunca se puede comparar la mía con la de ustedes. La mía me sirvió para escapar, en específico, de mi padre, que apenas veía que perdía el tiempo, me ponía a hacer las cosas más absurdas que se le pueden ocurrir a los padres, como pasar piedras o arena de un lado al otro. Puedes torturar a un hombre, creo que decía Dostoievski, pero nunca le des un trabajo sinsentido. Entonces, para evitar la tortura del sinsentido, recurrí a la lectura como forma de no hacer las cosas que mi padre me pedía. Siempre que me pedía rascar una pared o lijar una tabla rasa, yo le decía que no podía, que tenía que leer. Y no sé por qué la palabra leer le causaba un respeto enorme y se paraba en seco, entonces yo abría una de las novelas o libros que había pedido en la biblioteca de la secundaria y hacía como que leía, pero luego me enganchaba y no podía parar. La experiencia de la secundaria también fue significativa porque está directamente relacionada con la biblioteca. Tenía que viajar hasta la ciudad hora y media hasta llegar al colegio que habían escogido mis padres, en ese momento y, según ellos, el mejor de la ciudad. Era un colegio de varones, municipal también como había sido mi primaria, sumamente estricto y exigente. Solo admitían, de hecho, a quienes habían obtenido los mejores puntajes en sus escuelas primarias. No me voy a jactar de eso ni mucho menos porque mi experiencia, si no hubiera sido por la biblioteca, habría sido traumática más que afortunada. No me gustaba ver hombres todos los días. Venía de una escuela mixta, donde había niñas con quienes jugábamos y peleábamos, pero había niñas. Acá no había ni maestras. Parecía un cuartel. Toda esa experiencia saldría después en una novela titulada Taco bajo, que bien pueden leer, pero no también pueden fingir que la leen como yo hacía con mi padre. Porque mi padre era muy estricto conmigo y tenía una idea metida en la cabeza: «ser el mejor», esa idea absurda que muchos padres meten en la cabeza de sus hijos y que genera una competencia malsana. Tampoco en la lectura es mejor quien lee más. Ningún lector es mejor que otro por cantidad. La lectura es una experiencia personal que no te hace tampoco mejor ni peor persona. Es una experiencia única, sí, distinta a cualquier otra, sí, pero no mejor que correr o andar en bici o hacer el amor. Leer es eso, leer. Los ladrones de libros son tan pocos que es muy práctico tener libros en el auto, por todos lados. Esos carros no se atracan En ese largo trayecto de mi casa al colegio y viceversa, leí muchos libros, pero sobre todo hice infinitas reflexiones sobre lo que leía. Me dejaba llevar por mi intuición y escogía los libros por el título y la materia. Si era un buen título, lo pedía. En ese tiempo, no se permitía acceder directamente a los libros. Los teníamos que pedir por medio de una ficha y era la bibliotecaria, casi siempre mujer, con seguridad de las pocas mujeres que había en ese colegio, quien te entregaba el texto para que lo leyeras en sala o te lo llevaras. Yo me llevaba siempre lo que pedía, por intuición, como digo, y muchas veces no los terminaba de leer porque me aburría o no entendía. No entender me causaba frustración y rabia. Pero luego fui entendiendo que la lectura es un entrenamiento como cualquier otro. Hay libros que son complejos porque lo demandan, pero también hay libros que pudiendo haber sido simples, son complejos. Yo no entendía por qué había gente a la que le gustaba que otra gente no le entendiera nada, sobre todo en la filosofía. Y así descubrí el germen de la filosofía. El préstamo de libros de la biblioteca de mi colegio me permitió no aburrirme durante las horas de viaje entre el colegio y mi casa. Aprendí a leer de pie, con un solo brazo, arrimado al asiento ocupado por otra persona, en la tortuga caliente del autobús, contra la puerta o equilibrado sobre el cuerpo de otra persona. Aprendí a leer con todo tipo de música de ambiente: cumbias, salsa, vallenato, pasillos, tangos y sanjuanes. Nada ha podido distraerme nunca cuando estoy absorto en la lectura. Alguna vez una señora me dijo que no debía leer así, que la retina podía desprendérseme. Hasta ahora mi retina no se ha desprendido más que de los libros. Los libros me han ayudado a dormir en épocas de insomnio, me han servido de arma contra ladrones que me han metido la mano al bolsillo, me han servido de paraguas y de parasol, de almohada y, sobre todo, de compañía. Cuando uno lleva un libro en la mano o bajo el brazo, siente que siempre va acompañado. No hay sentido, además, que no esté comprometido con la actividad de la lectura: el tacto, la vista, el olfato, el oído y, sobre todo, el gusto. Por ello hablamos del gusto por la lectura. Por qué leemos Últimamente se ha romantizado tanto el ejercicio de la lectura que parecería ser el remedio para todos los males. Sin embargo, al contrario de lo que parecen decir los adalides de la cultura, leer libros no te hace mejor persona ni te vuelve más generoso ni empático con el mundo. Tampoco te hace mejor artista ni mejor escritor. La gente que lee no es mejor que nadie. Lee y punto. Los motivos por los que leemos suelen ser variados y en lo más profundo tienen que ver con la vanidad. Leemos para ser considerados iguales, para ser parte de un grupo, para ser escuchados, pero también para escuchar la opinión del otro. Aún el lector más solitario, establece un diálogo con otro imaginario que escribe. Ese diálogo es el estatuto de la cultura, es decir, una herramienta social. lLabiblioteca Federico González Suárez, que dirige Vizcaíno. Hay todo tipo de lectores y tiene que ver directamente con la personalidad. Lo mismo sucede con los escritores. Hay lectores egoístas, hay lectores generosos, hay lectores críticos, hay lectores displicentes, hay lectores insoportables. Ningún lector es igual a otro. Hay lectores que subrayan las páginas con bolígrafo, hay otros que usan lápices, hay los que usan resaltador, hay quienes doblan las páginas de las esquinas, hay quienes doblan las páginas por la mitad, hay quienes hacen anotaciones, dibujos y hasta caras. Hay quienes escriben en la página blanca final. Hay quienes jamás prestan un libro y hay quienes jamás los devuelven. Esos son los peores. Los lectores son únicos. No hay dos lectores iguales. Toda política de democratización del acceso a la lectura debería empezar por allí. Los estados establecen índices absurdos de la lectura en los países como si de una competencia se tratara. En España se leen tantos libros por año, en Francia otros tantos, en Ecuador tantos, en Argentina otros tantos. Y los países que estamos en los índices más bajos sentimos que le hemos fallado a la cultura, a la patria y a los héroe que nos liberaron. La lectura, en estos momentos, no se reduce a un solo dispositivo. El libro ya no es más el objeto deseado donde reposan los elementos fundamentales de la cultura. Ahora el libro, como decimos en Ecuador, debe hacerse desear. Hemos fundado una cultura, como diría Monsiváis, con aires de familia, pero las familias han cambiado, asimismo los lectores y, por ende, las bibliotecas. La gran mayoría de ciudadanos, al menos en Ecuador, desconocen que pueden ingresar a una biblioteca pública y pedir un libro. Saben leer, pero no se les ha garantizado otros dos derechos universales: querer leer y poder leer. Los libros deben acercarse a las personas, no al revés. Las bibliotecas ya no son claustros ni museos donde reposa la memoria de un país. Deben abrirse y dialogar con la comunidad. Tenemos tanto miedo de que los libros se pierdan. Si un libro se pierde es porque alguien lo deseaba. Los ladrones de libros son tan pocos que es muy práctico tener libros en el auto, por todos lados. Esos carros no se atracan. Los ladrones piensan que quien tiene solo libros no debe tener nada de valor. Pero es porque en general los ladrones comunes no leen y no visitan las librerías de viejo, menos las bibliotecas. Prestar y devolver libros debería ser una actividad cotidiana que la comunidad reconoce como suya. Pero basta con el deber ser. Nada es como debe ser ni los libros van a llegar a los lectores por arte de magia. Tanto se ha vuelto el libro un objeto de culto que en nuestras sociedades resulta inalcanzable. De allí que las bibliotecas se conviertan en espacios de democratización, pero sobre todo de resistencia. Frente a una sociedad neoliberal voraz donde los libros no son más que otro objeto de consumo y, mientras más caros, mejor, las bibliotecas se rebelan y ofrecen aquello que para el ciudadano común es inasequible. No creo que haya una sola biblioteca fundada sobre la base de otra intención. De hecho, gran parte del negocio editorial se sostiene gracias al sistema de compras de las bibliotecas públicas. Al finales del siglo XIX, un miembro del Concejo Municipal de Quito decidió cambiar las sesiones del Concejo que se realizaban en la noche para la mañana, para así ahorrar el gasto en velas y destinar ese presupuesto para la compra de libros. Así nace la Biblioteca Municipal de Quito. Este hombre, que se llamaba Leonidas Batallas, hizo posible que se abriera la primera sala de lectura pública de la ciudad por amor a los libros. Hizo posible un derecho ciudadano que ha sido la base, a pesar de los gobiernos, de la creación de las bibliotecas públicas alrededor del mundo: el acceso al libro, apenas hace poco más de un siglo. Todo lo que leemos Por último, la lectura no es un acción exclusiva de relación con los textos que aparecen en un libro. Se leen las pinturas, las ciudades, los paisajes, los rostros y las personas. Se leen la música, los símbolos, las señales, los colores, porque todo está atravesado por el lenguaje. La química, la matemática, la física, el álgebra son lenguajes que se leen. Casi nada de lo que ha desarrollado el ser humano escapa a la acción de leer. Sin embargo, parece increíble que haya todavía 773 millones de adultos analfabetos en el mundo, la mayoría de ellos mujeres. Y así, nos sigue preocupando la cantidad de libros por año que un individuo lee en cada país. Esa visión estadística obtusa hace que los planes de lectura de los países quieran demostrar sus avances, casi siempre irrisorios, con cifras. Les encantan las cifras. Lo que no parece advertirse es que las cifras también se leen y que todo tipo de fomento debe empezar por lo básico: saber leer. Preocupados por cuántos libros se publican, cuántas editoriales independientes se abren o cuántas librerías se cierran, olvidan que el eje principal de la lectura no son los escritores ni los editores ni las librerías, son los lectores. Y que el único espacio que garantiza el acceso gratuito a libro son las bibliotecas públicas y las bibliotecas comunitarias. Y esos espacios resisten porque gente como ustedes o como nosotros los defendemos día a día. Ya que estos espacios sufren una amenaza latente, la de los funcionarios de las administraciones que creen que las bibliotecas están en desuso y que quieren esos espacios para cualquier otra cosa. Funcionarios que no habilitan partidas para contratar bibliotecarios, que no aprueban presupuestos para adquisición de libros ni para dispositivos de lectura que garanticen el acceso de los lectores a bibliotecas digitales. Para qué, si la gente no lee. Esta aseveración la he escuchado desde hace décadas y ha sido el justificativo para no dar fondos, cerrar espacios de lectura, apropiarse de bibliotecas, arrumar libros, evitar el préstamo, condenar a fondos antiguos y eliminar presupuestos. Para qué, si la gente no lee. *Escritor y editor. Coordinador de la Red Metropolitana de Bibliotecas de Quito.

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