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» Diario Cordoba
Fecha: 23/11/2025 12:27
El Tribunal Supremo comunicó el pasado jueves su fallo tras el juicio contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ruiz, aunque la sentencia que fundamenta la condena a una multa de 7.200 euros y a dos años de inhabilitación que le obligan a ser relevado inmediatamente aún no ha sido redactada y publicada. Eso impide conocer los argumentos condenatorios, más allá de las deducciones que se pueden hacer con cierto fundamento a partir de la relativa gravedad de la pena impuesta, y este hecho debería llevar a limitar también el alcance de las opiniones y reacciones sobre lo que han considerado establecido y probado los jueces, o sobre qué discrepan los dos magistrados que presentarán votos particulares. A partir del fallo, en todo caso, queda claro que se considera que el delito por el que se le condena se aplica en el grado más bajo, el que castiga la revelación de datos que la autoridad a cargo de ellos debería considerar reservados ante el público; en este caso el hecho de que el abogado del empresario Alberto Gómez Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, había ofrecido que su cliente se declarase culpable de un delito fiscal. No lo ha hecho, en cambio, en el grado superior que supone penas de cárcel por la revelación de secretos personales. Esto abre la posibilidad (por ahora, solo esto) de que el tribunal haya considerado, como acto en que fundamenta su condena, más que los correos cuya responsabilidad ha sido debatida, la nota difundida por la fiscalía en la que destapaba la propuesta de acuerdo para desmentir la información falsa de que la iniciativa había partido del ministerio público pero había sido retirada siguiendo instrucciones superiores. Así que es extremadamente precipitado argumentar, como se está haciendo, que se ha condenado al fiscal general sin pruebas al no haberse certificado que él hubiese filtrado los correos polémicos. Entender la reacción de un cargo público que se defendió de un bulo reconocido por sus propios difusores haciendo pública una información que era veraz, y solidarizarse con la postura de los periodistas que se han negado a delatar sus fuentes, no debería conducir a una defensa acrítica de la actuación de García Ortiz y cerrar los ojos a que puede haberse cometido una ilegalidad al difundir una información como las negociaciones entre el abogado defensor de un acusado y el fiscal para lograr una conformidad que rebaje la posible pena. De la misma manera, es posible analizar sosegadamente el fallo, sin sumarse al clamor contra un golpe de Estado judicial, y considerar también que es insostenible considerar como «un español» que «ha vencido al aparato del Estado que ha ido contra él» a un empresario contra el que se ha abierto juicio oral por presuntos delitos de fraude fiscal, falsedad documental, delito contable e integración en organización criminal mientras tiene pendiente otra investigación por corrupción en los negocios y administración desleal. Tanto deslegitimar el fallo, y la sentencia cuando llegue, como poner en peligro la dignidad del cargo de fiscal general al haber llegado con él a cuestas ante el estrado, como considerar veniales posibles delitos fiscales, son actitudes que zarandean la credibilidad de la justicia y que provienen de la polarización e instrumentalización de ella que está en el origen del caso. Una dinámica autodestructiva (para las instituciones democráticas) en la que unos y otros utilizaron resortes del Estado para responder a las acusaciones contra el entorno íntimo del presidente del Gobierno con la misma moneda, y para llevarse por delante a cambio a una autoridad del Estado, no solo al fiscal general del presidente del Gobierno.
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