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    » Diario Cordoba

    Fecha: 23/11/2025 12:21

    Nos vuelve locos comparar esto con aquello, aquello con lo otro, lo otro con lo que sea, a boleo. No comparar vuelve tristísima, falta de sustancia la conversación, como si las cosas adquiriesen sentido solo en relación a otras, que las hacen automáticamente mejores o peores, según el caso; porque de la comparación se sale a veces muy derrotado. Así que confrontamos todo el tiempo para parecer más vivos. Algunos días incluso comparamos una cosa con la misma cosa, a ver si se mantiene hoy como la semana pasada, el año anterior, o cuando sea. Encontrar diferencias y similitudes entre dos o más elementos constituye algo más que un entretenimiento. Nos sale inopinada, automáticamente. Es una necesidad. No sabemos ni podemos reprimirla. Ya la madrastra de Blancanieves se ponía pesadísima con la cuestión. No existe objeto o tema con los que no juguemos a comparar: libros, colchones, comida, aspiradoras, moda, música, democracia, tecnología, periodismo, arte, teléfonos, equipos de fútbol, bares, ciudades, coches, vacaciones… Imaginen no comparar este país con aquel: quizás las conversaciones se llenasen de huecos, de horas en blanco, silenciosas, fascinantes a la vez que atroces. En nuestro afán errático por confrontar lo que sea, nada se presta tanto a ello como nosotros mismos. Siempre estamos colocándonos al lado de alguien, a ver qué resultado deja la comparación. En eso somos encomiables, o incorregibles. Hace un par de meses, una de mis tías reabrió después de muchos años cerrada la casa de mis difuntos abuelos, en Vilardevós. Le dio por husmear en los armarios, como es lógico. Rescató varias joyas. En el reparto, me correspondió un batín a rayas, de tacto suavísimo, y una gabardina muy elegante, que después de pasar por la tintorería quedó como nueva. A lo mejor siempre fue nueva. Cuando me vi con ella puesta me confronté con mi abuelo inevitablemente. Él debía de tener mi edad hoy cuando se hizo con la prenda. Y sin embargo no había pasado el tiempo por ella. Hubo una época en que cierto fondo de armario era «para toda la vida». Hoy es imposible. Ni la ropa ni tú, en general, tenéis paciencia para aguantar juntos demasiado tiempo. O se deteriora o simplemente te aburres. La semana pasada, leyendo una novela soberbia, Limones, de Valerie Fritsch, en De Conatus, reparé en un pasaje que me hizo entender mejor el perfecto estado de conservación de la gabardina de mi abuelo. «[A Lilly Drach] Le resultaba ajena la gente que guardaba la vajilla buena en vitrinas, que la contemplaba año tras año detrás de los cristales como si se tratase de algo lejano y exótico, algo que era preciso cuidar y de lo que había que cuidarse, como si las tazas de porcelana y los vasos de cristal fueran animales en un zoo», decía el pasaje. Me sentí parte, al leerlo, de una generación no dispuesta a sacrificar el uso corriente de las cosas solo por el deseo de que duren detrás de una vitrina o dentro de un armario. Encuentro más placer en gastarlas que en conservarlas. Pero admito que la comparación con la generación de mi abuelo no deja un ganador claro. *Escritor

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