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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/11/2025 02:57
En su juventud, Daniel viajaba de pueblo en pueblo y al conocer a una joven de una familia de menonitas sintió un profundo interés (Imagen Ilustrativa Infobae) “Soy un hombre grande ya, pero quería hablar de lo que a veces deja el amor. De lo que puede emerger, sin buscarlo, de una noche, de unas pocas horas. Cuidando mucho los detalles, les contaré mi historia”, desgrana Daniel (68) habitante de una provincia del sur argentino que limita con La Pampa. Hoy Daniel está casado con Vilma y ya tiene cinco nietos. Desde su ventana mira las montañas que crecen en el horizonte y se siente en paz con la vida. Asegura que por eso quiere compartir esa sorpresa que le dejó un amor que duró menos que la vida de una mariposa efímera. Juventud, divino tesoro Ya lo dijo Rubén Darío, la juventud puede ser un divino tesoro, es esa época dónde todo vibra en una cadencia distinta. A Daniel lo encontró viajando de provincia en provincia por su trabajo con productos agrícolas. Su corazón también viajaba a su manera, saltando de novia en novia. Aprovechaba las oportunidades que le surgían de enamorarse cada día. “¡Vivía enamorado! Conocía a una chica en un pueblo y caía rendido de amor. En otro viaje, me cruzaba con otra y me sucedía lo mismo. Durante mucho tiempo no pude mantener un noviazgo largo porque, aunque la infidelidad no era una meta, lo que sentía me impedía mantenerme atado a una mujer. Siempre pensaba que la que estaba llegando como novedad podría ser la definitiva. Con veintitantos años el amor era para mí como una marea que se extiende y se retrae y promete nuevas olas. Así anduve a los tumbos emocionales mientras crecía laboralmente”, relata desde la madurez actual. Fue pasando los treinta, no recuerda exactamente el año, que un día en uno de esos pueblos que visitaba con frecuencia observó un paisaje distinto: una familia que parecía sacada de una foto antigua. Una chica joven y bellísima iba con un pañuelo blanco cubriendo su cabeza. Caminaba detrás de quienes él pensó serían sus padres y hermanos pequeños. Iban todos vestidos de una manera extraña, con jardineros y polleras largas. Ella lo miró, él la miró. Ella sostuvo la vista unos segundos y, luego, la bajó. Daniel la siguió mirando como en un sortilegio en medio de un escenario donde todo flotaba detenido. La familia se subió a un vehículo y se fue. Daniel despertó del embrujo y entró en el hipermercado. Le preguntó a una cajera quiénes eran esos personajes estrafalarios. La respuesta de la mujer, antes de seguir con lo suyo, fue: “Son menonitas, vienen una vez por semana o cada tanto a buscar algunas cosas”. Daniel quedó impactado con lo que había visto. Era como una película. No tenía idea qué era eso de “los menonitas”. Se puso averiguar un poco. Descubrió que eran un grupo de personas que descendían de los germanos asentados en el Imperio ruso y que tenían distintas colonias en el mundo y un par en la Argentina. Supo que eran cristianos, que creían en Dios y en Jesús y que se llaman así por ser seguidores de Menno (un líder religioso anabaptista de los Países Bajos y que fue contemporáneo de los reformadores protestantes y cuyos seguidores terminaron denominándose “menonitas”). Aprendió que eran pacifistas a ultranza; que se bautizaban de adultos, que se apegaban con rigidez a los textos bíblicos; que no tomaban alcohol; que no aceptaban la tecnologías modernas; que se dedicaban a trabajar para agradar a Dios; que se especializaban en lo agrícola y que conservaban su idioma y costumbres y la sencillez a rajatabla. Se vestían de una manera que los hacía parecer personajes extraídos del pasado y los jóvenes no tenían acceso a la música, ni al baile, ni a la televisión, ni a la radio, ni a los autos. No dormían siesta y mantenían horarios estrictos. Por supuesto, los matrimonios con gente de otro origen y fuera de la colonia no tenían lugar e intentaban evitar las tentaciones que suelen presentarse para romper las reglas. Supo también que el pañuelo blanco en la cabeza de esa joven indicaba que era soltera. Por eso, su madre lo llevaba negro. A Daniel le costaba imaginar un mundo tan distinto, cómo sería vivir así y cuán estrictos podrían ser. Encuentro casual y cita imposible Fue unos meses después que en el mismo lugar, quizá buscando un reencuentro no demasiado pensado, Daniel volvió a toparse con esa joven dentro del establecimiento comercial. “Yo ya sabía que el pañuelo blanco que llevaba en la cabeza era porque era una mujer soltera, sin marido. Pero contra lo que todo lo que podría pensar, ella no se mostró tímida, no era como esperaba que fueran las mujeres menonitas: no tenía mirada sumisa, te la sostenía con una especie de audacia ingenua. Me miró con intensidad. Reconozco que yo tenía, en ese entonces, bastante facha. Y ella era una chica increíble, con unos ojos claros que te atravesaban y de una piel muy blanca, casi transparente. Yo, en cambio, soy morocho y tenía en ese tiempo la piel oscura, curtida por el sol. Pasé al lado de ella a propósito, bien cerca. Estábamos lejos de cualquier mirada y al pasar le dije alguna banalidad simpática que ya no recuerdo. Sabía que esa mujer era algo imposible, pero en mi afán conquistador lo intenté igual: le dije mi nombre y le pregunté el suyo. Ella tendría unos 28 años, algunos menos que yo. Para mi sorpresa no retrocedió y me respondió en castellano, mirándome a los ojos, que se llamaba Sara. Aposté por más y le propuse, rápido de reflejos y antes de que apareciera algún miembro de su familia o algo se interpusiera entre nosotros, vernos a la semana siguiente a la misma hora allí, que podríamos ir a algún sitio a tomar algo. Sonrió y con una sinceridad aplastante respondió: Me gustaría mucho. Quedamos así sin decir nada más y se fue”. Daniel no entendía el éxito de su breve diálogo y no sabía cómo podría esa joven liberarse del control de su comunidad para verlo en siete días. Nunca lo supo. La pregunta que él se hacía es ¿Iría ella al lugar? Daniel no iba a dejar pasar la ocasión. A la semana siguiente, con puntualidad de reloj británico, Sara estuvo allí. Igual que él. El desliz de una noche perfecta No había pensado mucho en cómo se desarrollaría esa cita tan especial y distinta a otras en su vida. Sabía que las reglas de la existencia de Sara eran muy diferentes a las que él usualmente manejaba. El joven de corazón inquieto jamás imaginó hasta dónde llegaría ese encuentro con esa joven de 28 años, aun virgen (Imagen Ilustrativa Infobae) “La verdad es que no tenía nada demasiado pensado. Iba a dejar que las cosas fluyeran. Ella me gustaba mucho. Era química y también, cómo negarlo, una gran atracción por ese mundo desconocido del que hasta ese entonces no había tenido ni idea de que existía. Salimos al sol. Ella con su pañuelo y su ropa de época pasada. Yo con mi jean nuevo y una remera oscura perfumada. Fuimos a un café. No la noté preocupada porque la vieran. La había prejuzgado. No sé si era rebeldía en su expresión más llana o si tenía una coartada de la que nadie podría sospechar. Charlamos como dos jóvenes normales y semejantes aunque no lo éramos. Supongo que algún parroquiano se habrá preguntado qué hacían esos dos personajes tan disímiles en una mesa. Pero no hubo tiempo de darse cuenta: los dos estábamos enfrascados uno en la mirada del otro. Sara era de una belleza tan pura y cristalina que no podía sacarle la vista de encima. Ella pidió un jugo. Yo, café. Solo de eso me acuerdo bien. Luego sucedieron horas de charla aunque la taza y el vaso ya estuvieran secos. Me preguntó por mi familia, por la vida corriente. Preguntó más que yo. Temía que mis preguntas fueran mal interpretadas y la ahuyentaran. Salimos y le rocé una mano. No la corrió. Le dije que tenía, esto sí lo había planeado, un lugar donde podríamos estar tranquilos. Solos y tranquilos. Entendió perfectamente. Vivía en una comunidad cerrada, pero no era tonta. Fuimos hasta el depto vacío de un amigo mío del pueblo”. Caminaron cuatro cuadras bajo un sol que languidecía en un horizonte prendido fuego. Al abrir la puerta los golpeó un frescor muy agradable. Subieron la escalera al primer piso y entraron. “Al subir yo escuchaba el chirrido de mis zapatillas contra cada escalón. A ella, en cambio, casi no la escuchaba moverse. Era suave, rozaba el piso, se deslizaba como un fantasma femenino. Entramos y encendí la luz de la entrada. En ese living semioscuro la tomé de la mano con seguridad como para que se sintiera protegida. Aunque creo que ese era un prejuicio mío. Porque en ningún momento Sara dio señales de que daría un paso atrás. Estaba decidida a probar lo que se le prohibía”. Sara evidentemente quería saborear el mundo con sus propios ojos de cielo porque la situación evolucionó con rapidez a un plano físico. “Enseguida se volvió activa y no esperó a mis avances. Avanzó ella. No con experiencia, más con ansiedad por saber, supongo, que por otra cosa. Porque después supe que en sus 28 años no había tenido nunca relaciones sexuales. Fue una tarde noche maravillosa. Tierna, llena de emoción, con pasión y con charlas. Me contó que hacía tiempo que quería saber qué pasaba del otro lado del cerco de su granja, cómo nos relacionábamos los hombres con las mujeres. Qué era lo normal para mí. Ya pasaron tantos años que no recuerdo mucho más, solo tengo las sensaciones grabadas. Fue un descubrimiento mutuo”, revela Daniel. Daniel vivió con Sara un anochecer maravilloso (Imagen Ilustrativa Infobae) Terminado el encuentro ella le pidió que la dejara en una esquina donde la pasarían a buscar y quería que él se fuera antes. Daniel hizo todo como ella lo tenía digitado. Sara le prometió que volvería a comunicarse con él. No fantasearon mucho más, ya habría más oportunidades para hacerlo, imaginó Daniel. Sin embargo, no hubo más noches. Ni se volvieron a ver. Simplemente Sara no volvió nunca al lugar del encuentro. El sueño mágico se evaporó. Lo que deja el amor A Daniel le costó olvidar a Sara. Pero con los meses empezó a pensar que la habían pescado en su mentira y que la habrían castigado con una reclusión más severa. No podía saberlo. Además, poco tiempo después cambió su ruta y no pisó, por un par de años, ese pueblo. Volvió a tener novias y amigas hasta que se casó con Vilma. Llegaron sus hijos, tres varones, uno tras otro. La vida le sonrió y se mudó a una casa grande con pileta y limoneros. Abrió un local con productos para el campo y dejó de viajar. Tenía una vida más tranquila, de hombre adulto y consolidado. Sus hijos mayores crecieron y partieron a la capital a estudiar. El menor ya tenía 15 o 16 años el día en que Daniel, estando solo en su casa porque Vilma estaba en el negocio y su hijo en el colegio, le tocaron el timbre. Abrió sin pensar ni preguntar quién era. Ahí estaba una joven de unos 29 o 30 años de pelo rubio y unos ojos color cielo. Ella lo saludó con seriedad y timidez: “¿Vos sos Daniel?”. “Ninguno de los dos dijimos nada más. Yo inmediatamente me dí cuenta de todo. Fue como una epifanía. No precisé una sola palabra. Eran los mismos ojos de Sara y ella tenía la edad del tiempo que había pasado desde esa noche idílica que nunca olvidé. Segundos después atiné a preguntarle: Sí soy Daniel. ¿Y vos sos hija de Sara? Asintió. La invité a pasar. Le ofrecí tomar algo. Solo dijo: Agua, gracias. Le pregunté cómo se llamaba y hundida en el sillón que parecía que se la tragaba, me respondió con suavidad: Daniela, pero me dicen Dana”, recuerda Daniel con los ojos húmedos. "Vos sos Daniel", le preguntó una chica rubia y al ver su cara, él supo quién era (Imagen Ilustrativa Infobae) De lo que sigue no recuerda el orden. Hubo abrazo cálido. Preguntas de Daniel a Dana sobre su vida y por qué nunca lo habían contactado antes. La respuesta resultó dolorosa: “Mi madre no quería que lo hiciera. Quería dejar las cosas como estaban. No alterar a nadie. Vivíamos con mis abuelos. Sabía tu nombre y de dónde eras porque ella me lo contó todo. Ella murió el mes pasado y entonces yo decidí venir a verte. Quería conocerte”. Dana contó que su familia materna la había cuidado bien, que se había criado con ellos sin demasiadas preguntas. Le reveló que Sara había muerto sorpresivamente por una apendicitis no detectada a tiempo que había derivado en una septicemia. Le contó también que para ese entonces ella ya llevaba un par de años viviendo fuera de la comunidad, que alquilaba un departamento en una localidad cercana, que trabajaba en una veterinaria y que tenía amigos nuevos. Dejó entrever que había comenzado la búsqueda de su propio destino fuera de ese grupo religioso, pero sin romper lazos. Hoy, Dana forma parte de la familia que nunca supo que tenía, y Daniel celebra la sorpresa que le dejó aquel amor imposible (Imagen Ilustrativa Infobae) Daniel le pidió a Dana que se quedara, quería presentarle a su hijo menor y a su mujer. Dana accedió, después de todo era por esto que se había acercado. De este encuentro ya pasaron más de diez años. Daniel todavía se conmociona al recordarlo: “Ella era ese día como un cachorro abandonado que busca refugio. Estaba muy triste por la pérdida de su madre. La había dejado devastada. Pegó buena onda con mi mujer y se quedó en casa por varios días. Vilma estaba shockeada con la novedad, pero todos hicimos el esfuerzo de intentar tomar las cosas con naturalidad para no asustarla. Mis otros hijos la conocieron después. ¡Era la hermana mayor! Considero que soy un afortunado de la vida por poder haber conocido a una hija de la que no sabía ni intuía su existencia. Una hija que lleva la mirada exacta de esa mujer que me enamoró brevemente, pero que me la dejó como herencia afectiva. Dana no rompió relación con nadie, solo buscó sumar y lo logró. La vida te da sorpresas. Y el amor, creo que a veces, algo viene a decirte, algo viene a enseñarte o algo viene darte. A mí me dio a mi hija mayor. Y, aunque me perdí sus primeros 30 años, pienso disfrutarla cada día de todos los que me queden de vida. Dana tiene ahora una familia completa y yo también”. *Escribinos y contanos tu historia. amoresreales@infobae.com * Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas
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