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  • Franco: el retrato que hacen los historiadores

    » Diario Cordoba

    Fecha: 20/11/2025 09:00

    Dios nos ha concedido la inmensa gracia de un caudillo excepcional a quien solo podemos juzgar como uno de esos dones que, para un propósito realmente grande, la Providencia concede a las naciones cada tres o cuatro siglos. Luis Carrero Blanco, 1957 “He llegado a la conclusión de que es un santo”, declaró Salvador Dalí después de almorzar con él. Cuando aún era mariscal, a Philippe Pétain le pareció “la espada más limpia del mundo”. El historiador Paul Preston concluyó, después de mucho estudiarlo, que “sigue siendo un enigma” por desvelar. “El hombre que ganó la guerra ha ganado también la paz que desde siglos atrás se nos negaba”, declama una engolada voz 'en off' en 'Franco, ese hombre', la hagiografía cinematográfica de 1964, conmemorativa del 25º aniversario del final de la guerra civil, escrita por el falangista José María Sánchez Silva y dirigida por el asimismo falangista José Luis Sáenz de Heredia, primo de José Antonio Primo de Rivera. Quien empezó coleccionando apodos de variado tenor –'Franquito', en la Academia Militar de Toledo; 'Comandantín', cuando se casó con Carmen Polo en Oviedo; 'Paca la Culona', ocurrencia del general Queipo de Llano– fue a partir del 1 de octubre de 1936 Generalísimo de los Ejércitos y Caudillo, y llegó a ser comparado con Julio César y Napoleón por sus afectos más exaltados. Las biografías de Franco son un pozo de sorpresas en cuanto sus autores dan curso a la ironía o a la estupefacción al referirse a los epítetos aplicados al general por su corte de aduladores. El periodista Joaquín Arraràs, en pleno delirio propagandista, lo llamó “cruzado de Occidente y príncipe de los Ejércitos”. Al cardenal Gomá le dio por verlo como “enviado por el Altísimo para la pacificación de la patria”. Otro periodista, Víctor Ruiz Albéniz, no se anduvo por las ramas al describirlo como “espada del Cid y lanza de Don Quijote”. A José Ramón Otero Pumares, autor del libro 'Amanecer. Dios y España', le dio por llamarlo “nuevo Santiago Apóstol”. El periódico 'Abc' lo caracterizó como “elegido por la benevolencia de Dios”; “enviado de Dios hecho Caudillo”, le pareció a Esteban Bilbao, presidente incombustible de las Cortes franquistas (1943-1965). “El Caudillo es el Sol”, dejó escrito Álvaro Cunqueiro; es “la sonrisa de España”, proclamó para la posteridad Felipe Sassone, botafumeiro en mano. Detrás de ese mecanismo de propaganda desatado por el régimen subyace un núcleo de ideas destinado a desmentir la condición de dictador de Franco. Él mismo se ocupó en negar tal condición en algunas de las pocas entrevistas que concedió. “Para todos los españoles y para mí mismo, calificarme como dictador es una puerilidad”, declaró en cierta ocasión. Era y es inútil sacar conclusiones de sus palabras a poco que se preste atención a lo manifestado por el periodista estadounidense John Whitaker: “Es el hombre menos sincero que he conocido”. El sacerdote José María Bulart, confesor de Franco e integrante de su círculo más próximo, fue más comedido, pero no menos descriptivo: “Quizá era frío como han dicho algunos, pero nunca lo aparentó. En realidad, nunca aparentó nada”. “Estaba en las antípodas del dictador”, opinó Gonzalo Fernández de la Mora, autor de 'El crepúsculo de las ideologías', un libro delirante que hace decenios cayó en el olvido. Lo cierto es que “el abuelo feliz” retratado por la revista 'Hola', entregado a la pesca del atún, la caza y las salidas con sus nietos, debidamente filmadas por el No-Do, era astuto y calculador por más que plumas como la de Luis de Galinsoga, director de 'La Vanguardia', se desbocaran en panegíricos como este: “Campeón de la libertad. Defensor del Occidente cristiano. Orgullo de la raza. Genio de los genios”. De hecho, es conocida su firma inapelable, a la hora del desayuno, al pie de los enterados para la ejecución de las penas de muerte. Cumplió así hasta el último día con la promesa hecha el 1 de octubre de 1936: “Ponéis en mis manos España y yo os aseguro que mi pulso no temblará”. Resultado: 200.000 españoles fueron ejecutados o murieron en las cárceles entre el final de la guerra y 1945; el 27 de septiembre de 1975, menos de dos meses antes de expirar, dio el enterado a los cinco últimos fusilamientos. Un léxico propio La profusión de descripciones de rompe y rasga del personaje anduvo acompañada de un léxico que, del No-do y la radio, pasó a la televisión. Así, Franco era recibido en todas partes con “muestras de adhesión inquebrantable”, entraba en las iglesias bajo palio –'com si fos l`hòstia', cantaba La Trinca, llegada la transición–, los actos multitudinarios terminaban con los “gritos de rigor”, los gerifaltes del régimen eran recibido con harta frecuencia con “escuadra, bandera y banda de música”, ante cualquier contrariedad frente al “enemigo exterior” asomaba una mención inevitable de la “conspiración judeo-masónica y el comunismo”. Al mismo tiempo, la censura funcionaba a toda máquina al punto de que llegó a ser secuestrado un número de 'Abc' por publicar un artículo de Luis María Ansón en apoyo de la restauración de la monarquía en la persona de don Juan. En 1936 se prohibió 'La república' de Platón, y en un rasgo insólito de autocensura, Franco ordenó suprimir en 'Raza' las escenas más manifiestamente nazi-fascistas –el saludo romano desapareció del montaje original a raíz de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial– a pesar de que la película fue una escrupulosa adaptación de la novela del mismo título firmada por Jaime de Andrade, seudónimo del dictador, una muy particular catarsis correctora de lo que Franco hubiese querido que fuese su familia. Ansias de adulación y timidez La conclusión a la que llega Enrique González Duro en 'Franco. Una biografía psicológica' es que “las ansias de adulación, la fría crueldad y esa timidez que trababa su lengua eran manifestaciones de un agudo sentimiento de inadaptación”. Paul Preston sostiene que llegó a creerse “lo que de él decía su propia propaganda”. Stanley G. Payne abunda en la misma idea: “Creía en un derecho de conquista esencial no muy diferente en el fondo del de un conquistador del siglo XVI”. Y Carlos Fernández extrajo la siguiente enseñanza de 'Mis conversaciones privadas con Franco', de Francisco Franco Salgado-Araujo, teniente general, primo del dictador y colaborador suyo durante decenios: “El libro es revelador en tanto en cuanto refleja el vacío intelectual de Franco, su infantilismo político, su afán de atribuir todos los males de España al comunismo y a la masonería”. José Luis de Vilallonga, autor de 'El sable del Caudillo', un divertimento con mucha retranca, atribuyó a Franco “una vulgaridad intelectual extraordinaria” durante la grabación en 1993 de un programa de televisión. De los testimonios recogidos en la abundante bibliografía dedicada al general cabe deducir que era cierta la simplicidad de sus ideas, algo que, no obstante, no permite afirmar que fuese alguien de pocas luces. La frase recogida por Eduardo Bravo en el número de Abril del pasado 16 de octubre, extraída del libro de Jesús Ruiz Mantilla 'Franco y yo', acota con precisión los rasgos de carácter del dictador: “Era un hijo de la gran puta, un ser de una crueldad infinita, pero de tonto no tenía un pelo”. Para suavizar o encubrir ese perfil había a su servicio una legión de propagandistas encargados de esbozar una figura de rasgos paternales, en cuyas filas se movía Manuel Fraga Iribarne, autor de mensajes destinados a amueblar un espacio de confort: “Vela día y noche por la paz de su pueblo”. La "lucecita de El Pardo" Años después de tal declaración, el 26 de febrero de 1975, Carlos Arias Navarro, a la sazón presidente del Gobierno, difundió en una entrevista la imagen de la “lucecita de El Pardo”, que desde aquel día y hasta la muerte de Franco se asoció con los desvelos de un anciano en el ocaso, pero también en el puente de mando: “Que se acerquen al palacio de El Pardo, que, aunque desde la lejanía, contemplen la luz permanentemente encendida en el despacho del Caudillo, donde el hombre que ha consagrado toda su vida al servicio de España, sigue sin misericordia para consigo mismo, firme al pie del timón, marcando el rumbo de la nave, para que los españoles lleguen al puerto seguro que él les desea”. La imagen de la lucecita dio mucho juego y un 'apparatchik' del franquismo rescató del olvido el carácter premonitorio de unas líneas del guion de Franco, ese hombre aplicadas a los frutos inmediatos del final de la guerra civil: “Desde entonces, todos los amaneceres de la ciudad han sido venturosamente apacibles”. En realidad, Franco articuló un ecosistema político extremadamente retardatario que para Stanley G. Payne “casi guarda más parecido con el integrismo islámico que con el fascismo italiano”. Para el mismo autor, “ningún rey medieval ni de la Edad Moderna tuvo la autoridad suprema del control central y la penetración administrativa de un régimen autoritario organizado del siglo XX”. Resulta chocante el contraste entre este parecer y el de Pilar Franco, hermana del dictador, en 'Nosotros, los Franco', publicado en 1980: según ella, no fue “más que un hombre sencillo con un exacerbado sentido del deber incrustado en su subconsciente, quizá por influencia de nuestra madre”. Y aún es más reseñable el contraste al recordar la opinión del general José Millán Astray, fundador de Legión, un militar desquiciado: “Franco, en la hora decisiva de la historia de su pueblo, es el arquetipo de la patria española. Por creyente, por soldado, por sabio, por arrojado y por bueno”. El yugo y las flechas A principios de 1977, un desapacible mediodía, dos jóvenes falangistas uniformados entraron en un restaurante de la calle de Villanueva, centro de Madrid, y dejaron sobre las mesas una hoja impresa con el siguiente mensaje: “La patria está en peligro. Nosotros estamos aquí para defenderla, cueste lo que cueste”. La firma era el yugo y las flechas que durante tantos años se mantuvo amenazante y gigantesco en la calle de Alcalá. Al recordar aquel momento, casi medio siglo más tarde, viene a la memoria un pasaje del testamento de Franco. “No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización están alerta”. Pero aflora también la instrucción postrera que, según se dice, transmitió al príncipe Juan Carlos en fecha posterior al 1 de octubre de 1975, día de la última comparecencia pública del general: “Haga usted lo que tenga que hacer, pero mantenga unida a España”, le dijo por poco más o menos. Ni que decir tiene que Franco tenía una idea monolítica de la unidad, asociada a esa otra: el acotamiento inequívoco de quién es buen español, entendido este como el refractario a todo propósito de restauración de la monarquía en la persona del conde de Barcelona, el enemigo acérrimo de la República y el militante sin fisuras contra las izquierdas, en especial el Partido Comunista. Contaba el director de cine Juan Antonio Bardem que en cierta ocasión alguien del club de El Pardo tachó a Luis Buñuel de comunista. Franco le rectificó: “Es algo peor, es un mal español”. La ironía afilada de Manuel Vázquez Montalbán sintetizó en muy pocas líneas ese constructo en su muy esclarecedora y falsa 'Autobiografía del general Franco': “Durante la cruzada yo había advertido de que no tenía nada ni contra ricos ni contra pobres, siempre y cuando fueran españoles, buenos españoles”. Esta y otras simplificaciones teóricas le bastaron para mantenerse en la cima de la pirámide del poder durante 39 años y para presentar un rostro diferente en cada etapa de su larga carrera. “Se puede ver en estas metamorfosis los símbolos interiores o el efecto mismo de la asombrosa facultad de su espíritu por insertarse en el molde flexible de la realidad cambiante”, según resumió el hispanista Philippe Nourry en la biografía del general que publicó poco después de su muerte. Por idéntico camino transita Paul Preston en Franco, 'Caudillo de España', que vio la luz en 1994, cuando afirma que los logros de Franco no fueron “los de un gran benefactor nacional, sino los de un hábil manipulador del poder que siempre atendió a sus propios intereses”. Todo empezó a cambiar hace medio siglo, tan lejos y tan cerca al mismo tiempo.

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