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» Diario Cordoba
Fecha: 19/11/2025 19:40
Hubo un tiempo en que la Constitución del 78 se veneraba como un reloj suizo, ajustada para que no volvieran a resonar los sables. Se blindó la estabilidad con la investidura reforzada y la moción de censura constructiva, como si el legislador hubiese querido encadenar al poder. Pero nadie previó que, décadas después, el problema no sería derribar gobiernos, sino soportar su supervivencia cuando se han vuelto políticamente inservibles. Hoy padecemos un Ejecutivo sin mayoría y sin presupuestos, sostenido sobre trueques de pasillo, incapaz de sacar adelante las leyes más elementales y, sin embargo, aferrado al sillón con tozudez. Gracias a la prórroga automática de las cuentas y a una moción de censura que obliga a la oposición no sólo a decir «no», sino a fabricar un «sí» alternativo, nuestra democracia puede quedar en catalepsia institucional: el Gobierno no gobierna, pero tampoco cae; vegeta, prolongando su agonía. En otras democracias se mantiene la conciencia de que el dinero es la sangre del cuerpo político y de que quien pierde el control del «suministro» pierde también el derecho a seguir respirando. En el Reino Unido o en Suecia, un presupuesto rechazado equivale a una retirada de confianza que fuerza la dimisión o la convocatoria de elecciones. Aquí, en cambio, el Gobierno puede gobernar años con cuentas ajenas, convertido en okupa presupuestario. No estamos ante un descuido menor de técnica jurídica, sino ante un boquete en el alma del sistema. Madison advertía de que ninguna Constitución, por sabia que sea, puede salvar a una nación cuyos gobernantes aprenden a bordearla. La nuestra detalla cómo debe nacer un Gobierno, pero apenas insinúa cuándo ha de morir si se vuelve incapaz de mandar y de obedecer. Ortega recordaba que «gobernar es pactar constantemente»; nuestra Carta Magna previó el pacto para investir, pero no la obligación de volver a la fuente del mandato cuando el pacto se corrompe. Acaso la reforma pendiente consista en introducir un principio de responsabilidad operativa: si en un plazo razonable no hay presupuesto nuevo, o si se encadenan derrotas legislativas graves, se abra un nuevo proceso de investidura o se disuelvan las Cortes. No se trataría de castigar al Gobierno de turno, sino de recordar que la legitimidad no se agota en la noche electoral; ha de revalidarse cuando la maquinaria política cruje y la aritmética parlamentaria deja de ser simple herramienta. La Transición nos legó un texto pensado para un bipartidismo; el presente nos exige un traje nuevo para un parlamentarismo fragmentado. Si no afinamos el mecanismo, corremos el riesgo de habituarnos a una patria gobernada por inercias, donde el ciudadano sólo es llamado a las urnas cuando conviene al estratega demoscópico. Entonces la Constitución, que nació para ser dique frente a los abusos, puede degradarse en coartada de la impotencia: texto venerado en los prólogos y vulnerado en la práctica.
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