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  • Viaje a los rincones más impactantes de la Isla de Pascua: del misterio de los moais a playas paradisíacas y solitarias

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 19/11/2025 04:35

    Andrés SAlvatori en su viaje a la Isla de Pascua (@correcaminosturismo) El avión de la única aerolínea que la vincula con el continente aterriza con suavidad en la reducida superficie de la Isla de Pascua, una mínima porción de tierra perdida en la inmensidad del Océano Pacífico, a más de tres mil kilómetros de las costas chilenas, país al que pertenecen. Un triángulo con dos catetos de apenas dieciséis kilómetros de largo cada uno, alberga a una población que luego de haber sufrido muchos vaivenes en su historia, en la actualidad se mantiene estable, protegida por una serie de leyes que priorizan a los nativos del lugar. Descendemos del vehículo y al caminar hacia la modesta Estación del Aeropuerto sentimos el primero de los hechizos que a lo largo de nuestra estadía van a comenzar un proceso que terminará en un romance con la tierra Rapa Nui. En el aire flota algo especial, un aroma a naturaleza virgen que endulza nuestros sentidos y comienza a embriagarnos. Iorana, bienvenidos, dice el cartel a un lado de la puerta de ingreso a la sala en donde retiramos el equipaje y recibimos una guirnalda que nos ponen alrededor del cuello. La miro, la toco, la huelo y no puedo creer que sea de flores naturales. Uno de los paisajes impactantes de la Isla de Pascua (@correcaminosturismo) Después de dejar las cosas en el hotel, caminamos por la costanera de Hanga Roa, la capital y única agrupación urbana de la isla, en dirección hacia el norte. Apenas unos quince minutos después, en donde las casas empiezan a ralearse, nos detenemos en Tahai uno de los muchos sitios en donde los imponentes moais se agrupan para hablarnos de un pasado lejano. Son tres grupos, erigidos sobre lo que se conoce como un Ahu, es decir una plataforma elevada. El que se destaca es el Ahu Vai Ure, porque en él hay cinco moais, todos de espalda al mar. Lo particular es que el sol se pone justo detrás de ellos y esa es la razón por la cual mucha gente, incluidos nosotros, toma posición en la suave pendiente de una colina que trepa desde la costa para presenciar un acto que se repite cada día, con el mismo encanto desde hace mucho tiempo. Los dos días siguientes los dedicamos a recorrer los distintos sitios arqueológicos dispersos en toda la superficie. Para entrar a ellos hay que abonar una entrada única en la oficina de Parques Nacionales, pero además hay que ir acompañados de un guía local, requisito indispensable para poder ingresar. La combi en la que avanzamos se detiene en Rano Raraku, uno de los tres volcanes que al entrar en erupción y elevarse formaron este minúsculo promontorio de tierra rodeado de la vastedad del mar. Rano Raraku era la cantera en donde se construían los moais y tras una breve introducción de nuestro guía, caminamos por una de las laderas y observamos enseguida moais en distintos estados. Algunos apenas esbozados, otros erigidos, casi terminados, también están aquellos aún horizontales esperando algún retoque final. Cientos de ellos que nos hacen entender el proceso de su fabricación, previo a la localización en la parte del territorio al que debían ser transportados. Nos desplazamos con nuestro vehículo tan solo unos cientos de metros y ahora estamos en Tongariki, en donde el Ahu ahora alberga nada menos que a quince moais, otra vez de espalda al mar, la agrupación más numerosa que existe en toda la isla. Los miro y me pregunto cómo toneladas de un material tan frío como la roca pueden transmitir y conmover tanto. Ahu Akivi, Ana Te Pahu, Vai Hu, Vinapu, Kuna Pau, Rano Kau, uno a uno cada sitio nos impregna de la cultura polinésica que florece en todo el territorio. Una serie de moais en la Isla de Pascua (@correcaminosturismo) Una nueva jornada nos saca de la cama bien temprano, aún oscuro. Ya con un vehículo propio nos desplazamos con el grupo que nos acompaña otra vez hasta Tongariki, a unos veinte minutos de nuestro alojamiento. Tomamos posición, está un poco fresco, pero cuando los rayos del sol comienzan a iluminar la superficie y se filtran por entre los quince moais, todo a nuestro alrededor se enciende. Enésima poción de la magia Rapa Nui que fluye en un increíble amanecer. Tras retornar y desayunar en nuestro hotel, nos movilizamos hasta Tahai y nos sentamos en una especie de semicírculo. Como surgidas de la nada, unas quince personas, todos indudablemente con sangre polinésica, comienzan a deleitarnos con danzas locales. Nosotros sentados, ellos bailando, los cinco moais de Tahai y de fondo el Pacífico rompiendo contra la costa. Bailan y cantan, moviéndose con gracia y naturalidad, hasta que una canción paraliza el ambiente. Una nativa, se posiciona en el centro y todo el resto se ubica detrás de ella en forma de medialuna. Entona una canción lenta que parece envolvernos mientras sus compañeros bambolean sus cuerpos suavemente de izquierda a derecha. Miro a mi alrededor; cada espectador está inmóvil, embelesado, y más de uno con sus ojos vidriosos, entre los que me incluyo. Un cambio de ritmo rompe el hechizo y nos invitan a bailar, pintan nuestras caras y de repente nos convertimos en guerreros Rapa Nui. El grupo de turistas junto a nativos de la Isla de Pascua (@correcaminosturismo) Es tiempo ahora de embarcarnos. Un bote de mediano tamaño nos transporta hacia el sur hasta llevarnos a los pies de los tres islotes que florecen muy cerca de la costa: Motu Nui, Motu Iti y Motu Kau Kau. Escuchamos otra parte de la historia Rapa Nui, la que nos relata como alrededor del 1700 los clanes competían para ver quien mandaba en la isla. Un representante de cada clan bajaba corriendo de un empinado acantilado y nadaba hasta el tercer motu, el Motu Nui, en donde un ave migratoria, el manutara, depositaba sus huevos al comienzo de la temporada. El primero que regresaba con un huevo, al cual portaban en una especie de vincha sobre su frente, concedía a su clan la oportunidad de gobernar durante un año. Miro el acantilado y me impresiona, los imagino nadando en una competencia que de amistosa tenía poco, y me transporto en el tiempo. Se van acabando nuestros días, pero también tenemos tiempo para el ocio. En la isla hay dos playas, muy distintas y una más bonita que la otra. Anakena es amplia, de arenas blancas y aguas transparentes, con palmeras de fondo y, por supuesto, una serie de moais, esta vez sobre el Ahu Nau Nau. Son siete en total y parecen custodiar toda la zona, un área que para los nativos es especial porque en sus suaves playas desembarcaron por primera vez en el Siglo XIII los pioneros que navegaron desde la Polinesia. La otra playa es Ovahe. Pequeña, una especie de cala con un acantilado atrás y arenas más amarronadas, nos permite nadar y hacer snorkel hasta cansarnos. Un detalle importante: el agua, alejada de la corriente fría del Pacífico que baña las costas chilenas, es cálida, ronda los 25ºC y parece acariciar nuestro cuerpo. Es tiempo de partir. El avión despega lentamente de la pista y hace una especie de rodeo antes de dirigirse en forma decidida hacia el este, permitiéndonos apreciar el triángulo de tierra desde el aire. Abro y cierro mis ojos un par de veces con fuerza. La Isla de Pascua no desaparece. Tenía mucho miedo de que todo hubiera sido tan solo un truco de magia.

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