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» Voxpopuli
Fecha: 17/11/2025 06:09
Los chilenos fueron a las urnas con la sensación de estar cumpliendo un trámite más que el ejercicio de una decisión democrática. La elección, tan esperada por su posible impacto regional, terminó siendo un espejo incómodo del desencanto generalizado que recorre a América Latina. Participación baja, voto disperso y candidatos que entusiasman menos que las listas de supermercado. La democracia, en su versión chilena 2025, parece haber entrado en modo ahorro de energía. El país se encuentra en un punto intermedio entre el fin del ciclo progresista y la incapacidad del conservadurismo para ofrecer algo más que orden y mano dura. Ningún bloque logró un triunfo contundente. La derecha festeja porcentajes que en otro contexto serían un papelón y la izquierda celebra no haber sido borrada del mapa. Mientras tanto, los independientes, que en algún momento prometieron renovar la política, terminaron fragmentados, marginales o absorbidos por los mismos aparatos que juraban combatir. El centro, por su parte, sigue desaparecido, rehén de una moderación que ya nadie encuentra atractiva. Y el votante promedio chileno, golpeado por la inflación, la inseguridad y la frustración de las promesas incumplidas, eligió entre fantasmas del pasado y eslóganes del futuro. La política chilena, otrora modelo de estabilidad institucional, se mueve hoy entre la nostalgia y la bronca. El gobierno, debilitado por varios frentes, enfrenta un Congreso más fragmentado que nunca. La reforma constitucional, que ya lleva años de idas y vueltas, parece destinada al cajón. Cada partido lee los resultados como le conviene: la derecha ve un giro conservador, la izquierda habla de «equilibrio de fuerzas», y los analistas repiten la palabra del año: incertidumbre. Un presidente agotado En el contexto electoral de Chile 2025, el presidente Gabriel Boric llega con un nivel de popularidad significativamente desgastado, reflejo del descontento ciudadano frente a un gobierno que no pudo cumplir con muchas de las expectativas generadas tras su llegada al poder. Los índices de aprobación oscilan en torno al 25%, según las últimas encuestas, evidenciando una pérdida considerable de respaldo social, especialmente entre los sectores más jóvenes y urbanos que inicialmente fueron sus principales bases. Este desgaste político ha incidido en la campaña oficialista, obligando a la candidata Jeannette Jara a distanciarse parcialmente de la figura presidencial para intentar recuperar voto valioso, mientras la oposición capitaliza ese desencanto para fortalecer su discurso de orden y seguridad. El presente escenario electoral es, en buena medida, una consecuencia directa del desgaste del liderazgo de Boric durante su mandato, marcado por crisis económicas y sociales que erosionaron la confianza ciudadana en un proyecto político que inicialmente prometía transformaciones profundas. Lo cierto es que Chile no votó por un proyecto. Votó contra todos los que lo decepcionaron una y otra vez. Votó con desconfianza y, en muchos casos, con rabia contenida. Los jóvenes, que alguna vez tomaron las calles para exigir un cambio, se alejaron de las urnas o anularon su voto como gesto de impotencia. En los barrios populares, donde la política solo se aparece en época electoral, el ausentismo fue casi una forma de protesta silenciosa. Los discursos de la noche electoral intentaron disimular el fracaso colectivo. Hubo abrazos y sonrisas en todos los cuarteles partidarios, como si ganar un punto porcentual fuera suficiente para reescribir el futuro. Pero la música de fondo sonaba a réquiem más que a celebración. Nadie tiene hoy una mayoría sólida ni un relato convincente. El país sigue dividido y huérfano de un liderazgo capaz de reconstruir confianza. En el mapa nacional, las diferencias territoriales se acentuaron. Las grandes ciudades votaron distinto al interior rural, las regiones del norte se despegaron del discurso centralista y el sur ratificó su malestar. El resultado es un Chile fragmentado, en el que cualquier intento de gobernar requerirá una dosificación quirúrgica del consenso. A nivel simbólico, las elecciones dejaron una lección clara: el plebiscito constante ya no ilusiona. Después del estallido social y de los procesos constituyentes frustrados, el cansancio pesa más que la esperanza. El sistema político parece haber agotado sus palabras y sus gestos, mientras la ciudadanía —saturada de promesas, reformas inconclusas y escándalos— se hunde en la indiferencia. Chile votó, sí, pero el voto ya no alcanza para construir futuro. La pregunta, entonces, queda abierta: ¿cuánto tiempo más puede resistir una democracia que nadie parece querer defender, pero que todos temen perder?
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