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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 16/11/2025 02:31
Hace 51 años los restos de Eva Perón emprendían el regreso a la Argentina después de sucesivos traslados y una sepultura en el exilio con otra identidad —La flaca se va. Se va a descansar. Quizás esta escena, las últimas palabras pronunciadas por Eva Perón en la mañana del 26 de julio de 1952, las que anunciaban que el cáncer que la comía por dentro, que la consumió en poco más de dos años, había vencido, sea una de las más memorables del capítulo de la historia peronista y argentina que se inicia con la muerte de quien fue —y sigue siendo— una de sus líderes más veneradas. Más odiadas. —El cadáver de Eva Perón es absoluta y definitivamente incorruptible. Quizás estas, las del médico español Pedro Ara —que vivía en el país desde 1925 y era profesor de anatomía en la Universidad de Córdoba y agregado cultural de la embajada—, a quien Juan Domingo Perón le encomendó la tarea de conservar el cuerpo hasta convertir a la primera dama en una muñeca de porcelana que descansaría en el “Monumento al descamisado”, un mausoleo majestuoso que se planificaba en su honor, sean las más impactantes frente a lo que pasó después. Sean las más impactantes, acompañadas de la imagen en que una cánula atraviesa la piel sin vida hacía instantes de la primera dama y comienza a extraerle la sangre dando inicio al proceso de conservación. Quizás la aparición misteriosa, casi sobrenatural, de velas y flores “no me olvides”—se dice que eran de la planta Myosotis— en cada trayecto clandestino que hacía el cadáver después de robado, desconcertando y sumiendo a sus captores bajo un manto de paranoia y terror, sean la mejor síntesis de su esencia, la de Eva. Como si les advirtiera a sus vejadores que aún sin vida vencería. Que aún sin vida, ella era Eva Perón. Y tenía su propio séquito de descamisados cuidándola en cualquier plano. Que no le perdía el rastro. Que no soltaría su mano. Como ella no lo hizo. Quizás ver a Natalia Oreiro en su piel en la serie Santa Evita, basada en el libro homónimo del periodista Tomás Eloy Martínez —una novela publicada en 1995 que teje ficción y realidad para contar su investigación sobre el devenir del cadáver de la abanderada de los humildes— sea una de las mejores formas, junto a la lectura de la obra, de intentar comprender qué pasó con el cuerpo. Qué hicieron de él después de que un comando militar de la dictadura autodenominada “Revolución Libertadora” lo secuestrara del edificio de la CGT en 1955. Quiénes lo laceraron, lo ocultaron y luego se lo llevaron al exilio para ser enterrado en una tumba con identidad falsa antes de que se lo regresaran a Perón en Madrid, primero, en 1971, y al pueblo argentino, después, en noviembre de 1974, poniendo fin a uno de los episodios más truculentos de esos días. Aquellos en los que, como anuncia la ficción, “la primera dama de Argentina falleció y nació el mito”. El renunciamiento de Eva Perón el 22 de agosto de 1951 (Télam) La acompañaba su marido, sus hermanos: Elisa, Blanca, Erminda y Juan. También estaba el cirujano Ricardo Finochietto y el cardiólogo Alberto Taquini. Uno le sostenía la mandíbula, el otro le tomaba el pulso. Eran las 20:23 del 26 de julio de 1952 cuando supieron que Eva Perón había muerto. Y ahora era inmortal. Pedro Ara no tardó en comenzar a trabajar sobre el cuerpo tibio. Debía dejarlo listo para el funeral, para posibilitar la despedida de un pueblo que —sabían— acudiría desde todos los rincones a darle el último adiós a su líder, su compañera. Cuando el velorio terminara, el médico continuaría su obra sobre ella para que luego fuera trasladada a la cripta en su honor, un sitio donde pudieran rendirle homenaje siempre. Eva, su cuerpo, estuvo listo al amanecer del 27. Cuando Ara se hizo a un lado, el peluquero Jorge Alcaraz, que llevaba 13 años encargándose de su pelo y le había prometido que lo haría después de muerta, la tiñó, le cortó, la peinó con su rodete que era símbolo y se guardó un mechón. La vistieron. La pusieron en un ataúd de cedro con un cristal que permitía ver su rostro, y la trasladaron al primer piso del Ministerio de Trabajo y Previsión, el mismo sitio donde ella recibía a quienes acudían en su ayuda. La velaron ahí hasta el 9 de agosto, cuando el adiós continuó por dos días más en el Congreso. Argentina se congeló. El tiempo se detuvo en un duelo que lo envolvió todo. No hubo bares ni cines ni teatros. Ni partidos de fútbol ni diarios ni taxis. Ningún lugar de encuentro vinculado a la alegría. Lo único que abría sus puertas eran las iglesias. La música de las radios acompañaba la tristeza y los rituales de la muerte. Y así comenzó el velorio más largo y uno de los más masivos de la historia argentina. En el que las filas para llorarla, agradecerle y despedirla perecían no tener fin. El Gobierno había anunciado dos días de suspensión de actividades, treinta de luto oficial. Ante la profusión de la masas que desbordaban calles y veredas, decretó que el velorio se extendería hasta el 11 de agosto: “hasta que el último ciudadano pueda ver los restos de la compañera Evita”. Se estima que más de dos millones de personas —hombres, mujeres y niños— toleraron frío y lluvia para decirle adiós. Que, al llegar, cada una debía esperar unas diez horas para entrar al recinto. El Ejército levantó puestos para ofrecer comida caliente, la Fundación Eva Perón puso a disposición ambulancias y médicos, también la Cruz Roja acompañaba por si alguien se descompensaba. Eva Peron votando en su lecho de muerte El 11 de agosto el cuerpo de Eva fue conducido del Congreso a la CGT, donde se quedaría mientras se construía su mausoleo y mientras Ara continuaba trabajando para que durara toda la eternidad. Pero esto es Argentina. Planear toda la eternidad resultaba algo ambicioso. El 16 de septiembre de 1955 las Fuerzas Armadas asestaron un golpe de Estado que derrocó al Gobierno de Juan Domingo Perón y dio paso a la dictadura cìvico-militar autodenominada “Revolución Libertadora”, liderada por Eduardo Lonardi hasta el 13 de noviembre, cuando fue reemplazado por Pedro Eugenio Aramburu, quien la encabezó hasta el 1 de mayo de 1958. Este totalitarismo emitió el Decreto 4161/56, con el que proscribió al partido justicialista volviéndolo ilegal: quedaba prohibido utilizar palabras como “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, el nombre de Perón, los símbolos o expresar en público simpatía o identificación con su ideología. Había castigos, sanciones severas y penas de prisión, para quienes infringieran esta norma con fuerza de ley. Así se inició un proceso de “desperonización” de la sociedad que duraría casi dos décadas. A comienzos de este año, en una nota realizada por esta periodista a Juan Carlos Pallarols, el orfebre mostró, entre la constelación de objetos expuestos en su taller-museo, la máscara mortuoria de Evita, una original tomada por su padre, Carlos Pallarols Cuni, en la CGT. También estaba ahí la maqueta de la que sería su tumba. —Eso había que destruirlo so pena de muerte, te fusilaban si no. Nosotros no dejamos que mi viejo lo rompiera. Él tenía una quinta en Rafael Calzada, en la zona sur (en aquella época era Villa Calzada). Hicimos un pozo. Mis abuelas y mi vieja habían sido dueñas del [café] Tortoni, entonces teníamos un montón de manteles y canastas, lo metimos todo ahí y lo enterramos durante treinta y pico de años. Para preservar lo histórico. Así se rescató la maqueta, que estaba en pedazos, y ahora está toda armadita de vuelta, y la máscara, intacta —contaba. La maqueta que rearmaron como un rompecabezas es una réplica del sarcófago de dos metros que se construiría para guardar el cuerpo de Eva. “Adentro de esa caja de plata iba la caja de cristal con los restos reales de Eva Perón momificados, que los había hecho Pedro Ara. Después de muchos años, yo estaba en Madrid, fui a los remates de Montepío y Mercedes Ara, la hija, había puesto a la venta el escudo peronista que utilizaba Eva”. Pallarols lo compró. Y también lo exhibe. Mientras los artífices del golpe del 55 concentraban esfuerzos en borrar las huellas del peronismo bajo amenaza, los afiliados y seguidores de este partido que ya era un culto enterraban y escondían sus insignias y amores por sus líderes. Debajo de la superficie y entre las sombras comenzaba a crecer, como una enredadera imparable, la resistencia peronista. El médico español, Pedro Ara, junto al cuerpo de Eva Perón “Mi problema no son los obreros. Mi problema es ‘eso’ que está en el segundo piso de la CGT”, cuenta en un artículo Felipe Pigna que se le escuchaba decir al subsecretario de Trabajo del gobierno golpista. Por su aversión a Eva, a su cadáver y a todo lo que representaba, después de intensos debates sobre qué destino darle decidieron sacarla del edificio de la calle Azopardo, “para que no se transformara en un lugar de culto y por lo tanto de reunión de sus fervientes partidarios”, escribe Pigna. Finalmente, los líderes del régimen dictatorial ordenaron secuestrarla para darle “cristiana sepultura”: un entierro clandestino. Era la noche del 22 de noviembre de 1955 cuando el teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), y su colega, el mayor Eduardo Antonio Arandía, ordenaron a los guardias que custodiaban la puerta detrás de la que se encontraba el cadáver de Eva Perón en la CGT que se retiraran. Y así, sin más, ante la incredulidad del doctor Pedro Ara, “que veía cómo se llevaban junto con Evita a su obra más perfecta” —apunta Pigna—, la robaron. “Pero el ‘rey de la ciénaga’ [N. de la R: eso significa el apellido Moori Koenig] no era solo el jefe de aquel servicio de inteligencia” —sigue el historiador— “era un fanático antiperonista que sentía un particular odio por Evita. Ese odio se fue convirtiendo en una necrófila obsesión que lo llevó a desobedecer al propio presidente Aramburu y a someter el cuerpo a insólitos paseos por la ciudad de Buenos Aires en una furgoneta de florería. Intentó depositarlo en una unidad de la Marina y finalmente lo dejó en el altillo de la casa de su compañero y confidente, el mayor Arandía. A pesar del hermetismo de la operación, la resistencia peronista parecía seguir la pista del cadáver y por donde pasaba, a las pocas horas aparecían velas y flores” —este hecho, que sucedió alguna vez, es acentuado en la serie dando a entender que los descamisados no abandonarían a su abanderada, por más proscripción, clandestinidad y amenazas que pendieran sobre ellos. La presencia del cuerpo de Eva en la casa de Arandía no trajo nada cercano a la paz ni al descanso. El mayor era atormentado por una paranoia que no lo dejaba dormir. Una noche oyó ruidos. La versión que hizo trascender es que pensó que había entrado un ladrón. Lo que se dijo es que en verdad lo aterrorizaba la posibilidad de que una célula de la resistencia peronista ingresara a su casa e intentara recuperar el cadáver. Lo certero, lo siniestramente certero, es que tomó su pistola nueve milímetros y vació el cargador contra un bulto en la oscuridad: su mujer, embarazada, cayó muerta al instante. Así anunciaban los diarios de la época la muerte de Eva Perón Pigna cuenta que Moori Koenig quiso llevar el cuerpo a su casa, pero su esposa opuso un “no” rotundo. También que su atracción y manía por el cadáver transgredieron todos los límites. Entre los rumores y perversidades que corrieron sobre esta historia destacan las declaraciones de quien lo reemplazó en su puesto como líder de la SIE luego de que la cúpula de la Libertadora se enterara de su accionar, el coronel Héctor Cabanillas: “A partir del momento en que tuvo el cadáver en sus manos, se enloqueció. Pero aparte con alcohol, tomaba mucho y se enloquecía, y decía que esa mujer era de él, que eso le pertenecía a él…”. “El coronel Moori Koenig había cometido algunas faltas muy graves, irresponsables y muy imprudentes, y hasta anticristianas, con respecto al cadáver”, dice en el documental Evita, la tumba sin paz (1997) dirigido por Tristán Bauer, con guion de Miguel Bonasso. Moori Koenig tuvo a Evita de pie, dentro de una caja de madera, en su despacho del SIE como quien tiene una cabeza de alce embalsamado en la pared. La tocaba, la vejaba y la mostraba a sus amigos como un cazador muestra una gran presa alcanzada tras una ardua persecución. Hasta que la presumió con María Luisa Bemberg —quien se convertiría en una gran cineasta— que horrorizada huyó a contarle lo que había visto a un amigo de su familia, el jefe de la Casa Militar y capitán de navío Francisco Manrique. Cuando esto llegó a oídos de Aramburu, Moori Koenig fue relevado de inmediato y trasladado a Comodoro Rivadavia. Su cargo fue ocupado por Héctor Cabanillas, quien propuso sacar al cuerpo del país. Así se empezó a organizar el “Operativo Traslado”. Aramburu facultó a Alejandro Agustín Lanusse, entonces jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, para realizar las gestiones necesarias con la Iglesia Católica, donde tenía amigos, y así obtener el aval del mismo Vaticano para trasladar el cuerpo de Eva, en completo hermetismo, a Italia. Así se hizo: por medio de un operativo secreto coordinado entre la Iglesia y los dictadores, el cadáver fue sacado del país y enterrado en el Cementerio Mayor de Milán con un nombre falso. “María Maggi de Magistris” decía la tumba a la que Giuseppina Airoldi, conocida como la “Tía Pina” —una integrante de la orden de San Pablo a la que también pertenecía el capellán Francisco Rotger, amigo de Lanusse y cómplice del operativo— llevó flores durante los 14 años que el cuerpo estuvo allí. Jamás supo que se las estaba llevando a Eva Perón. Réplica del sarcófago que se construiría para alojar el cuerpo de Eva. Fue ocultada por la familia Pallarols durante la proscripción del peronismo y actualmente se encuentra expuesta en el taller-museo de Juan Carlos Pallarols, en San Telmo (Gustavo Gavotti) El tiempo transcurrió. Hasta que en 1970, cuando en el país regía otra dictadura cívico-militar —autodenominada “Revolución Argentina”—, que había derrocado al presidente constitucional Arturo Illia mediante otro golpe de Estado en 1966, un grupo de jóvenes peronistas de extrema izquierda, nucleados en una organización guerrillera, secuestró a Pedro Aramburu y con ese acto se presentó en sociedad: formaban la agrupación política de lucha armada Montoneros. Y exigían el cuerpo de Evita de regreso. Sometieron al exdictador a un “juicio revolucionario” en el cual lo encontraron culpable de diversos crímenes, como la proscripción del peronismo, el secuestro del cadáver de la líder de los descamisados y los fusilamientos de José León Suárez. Y lo condenaron a muerte. —Nosotros le preguntábamos a Aramburu por el cadáver de Evita. Dijo que estaba en Italia y que la documentación estaba guardada en una caja de seguridad del Banco Nación, y después de dar muchas vueltas y no querer decir las cosas, finalmente dijo que el cadáver de Evita tenía cristiana sepultura y que estaba toda la documentación del caso en manos del coronel Cabanillas. Además se comprometió a que si nosotros lo dejábamos en libertad él haría aparecer el cadáver. Pero nosotros decíamos que esto no era una negociación, que era un juicio. Para nosotros no estaba en discusión la pena. Pero además nos interesaba averiguar sobre el cadáver de Eva Perón. Por eso, no planificamos un simple atentado callejero, sino una acción de más envergadura, de más audacia, que era como decir: ‘Nos vamos a jugar, vamos a hacer lo que el pueblo ha sentenciado —le contó Mario Firmenich, líder de Montoneros, a Felipe Pigna en su libro Lo pasado pensado. Así, la agrupación dio a conocer, mediante su “Comunicado Número 3”, el 31 de mayo de 1970, que el dictador se había adjudicado la responsabilidad “de la profanación del lugar donde descansaban los restos de la compañera Evita y la posterior desaparición de los mismos para quitarle al pueblo hasta el último resto material de quien fuera su abanderada”. Al día siguiente, 1 de junio, Fernando Abal Medina, jefe del Comando, ejecutó la sentencia de Aramburu y le disparó. El velorio de Eva Perón fue uno de los más multitudinarios de la historia argentina El secuestro y asesinato del exdictador generaron la caída de Onganía, al mando de una dictadura que, a diferencia de las anteriores, pretendía establecerse en el poder como un nuevo régimen permanente. En su lugar fue designado el general Roberto Marcelo Levingston, quien alteró esos objetivos y trató de volver a acercarse a los partidos políticos: proponía una salida electoral controlada por los militares, que el pueblo rechazó. En 1971, Levingston fue reemplazado en su cargo por Alejandro Agustín Lanusse, en cuyo mando, y ante el agotamiento irreversible del totalitarismo —que iba a culminar con más fusilamientos, como la Masacre de Trelew de 1972— comenzó a gestarse la salida democrática. Fue cuando surgió el Gran Acuerdo Nacional (GAN), que buscaba una conciliación con los principales partidos políticos para restablecer la democracia y, a la vez, limpiar el nombre de las Fuerzas Armadas. Con ese clima reinante Lanusse, que sabía perfectamente dónde estaba enterrada Eva, mandó a devolver el cuerpo a Perón. Cabanillas llevó a cabo el “Operativo Devolución”. Viajó a Italia, se presentó en el cementerio como Carlos Maggi, supuesto hermano de María Maggi y, el 1 de septiembre de 1971, exhumó el cuerpo de la abanderada de los humildes. Que viajó a Madrid y fue entregado a su viudo, en Puerta de Hierro, dos días después. Cuando la recibió, el expresidente encontró un cuerpo marcado, mutilado por la saña, por los diferentes lugares de su cautiverio, por el tiempo sin cuidados. Había llamado a Pedro Ara para que revisara el cadáver. “La cabellera aparecía mojada y sucia. Las horquillas, herrumbradas, se quebraban entre nuestros dedos. Isabel comenzó a deshacer las trenzas de Eva para ventilar y secar sus cabellos y limpiarlos de herrumbre y tierra…”, escribió el médico en su diario. El cuerpo de Eva permaneció donde Perón, en Madrid, tres años. Cuentan las versiones que agregan condimentos a una historia que los tiene todos que, mientras estuvo allí, José López Rega, el “brujo”, realizaba ceremonias secretas en las que María Estela Martínez de Perón, al lado del cadáver, buscaba lograr una “transmutación de poder” y obtener “el carisma de Evita”. No hay pruebas que nieguen ni afirmen. El cortejo fúnebre inicia la marcha hacia Olivos celosamente custodiado (Archivo General de la Nación) Cuando Perón volvió al país, después de 17 años de destierro, el 17 de noviembre de 1972, no trajo a Eva. Tampoco cuando regresó de manera definitiva, en 1973. Entonces, el reclamo por la repatriación del cadáver comenzó a crecer. Hasta llegar a su clímax. El 15 de octubre de 1974 —con Perón muerto hacía tres meses—un comando de Montoneros se infiltró en el cementerio de la Recoleta. A través de un plan elaborado, planificado con minucia, secuestro el cadáver de Pedro Eugenio Aramburu, es decir, secuestró al militar por segunda vez. Para devolverlo exigían de regreso a “la compañera Evita”. María Estela Martínez de Perón puso a López Rega a cargo del “Operativo retorno”. Era la noche del 16 de noviembre cuando el Boeing 707 que contenía el cuerpo de Eva despegaba del viejo mundo para traerla de regreso al suyo. El mismo día, Isabel, presidenta de la Nación, había anunciado la noticia en cadena nacional: la mañana siguiente, el 17, Día del Militante Peronista en honor al regreso de Perón del exilio dos años antes, Eva volvía. Eva volvió. El cortejo fúnebre fue desde Aeroparque a la Quinta de Olivos bajo una copiosa lluvia de flores que alfombraba y pintaba calles y veredas. Mientras, en Palermo, dentro de una camioneta estacionada, aparecía el ataúd con el cuerpo de Aramburu, concretándose lo prometido por Montoneros. Un hecho que se difuminó en una ciudad bañada de lágrimas, bañada de arengas. Porque una vez más, como en el día de su despedida, un pueblo, que era marea humana, que era una horda sumida en gratitud, se reunió para darle la bienvenida, para volver a decirle adiós.
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