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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/11/2025 04:44
Cayetano cometió su primer crimen un mes antes de cumplir 8 años Era de madrugada cuando a Cayetano Santos Godino lo llevaron de urgencia a la enfermería de la cárcel del fin del mundo. Un guardia penitenciario lo encontró tendido y boqueando en el suelo de su celda, rodeado de escupitajos sanguinolentos. El diagnóstico fue rápido: sufría una hemorragia masiva que los médicos adjudicaron a una úlcera gastrointestinal. De eso, dijeron, murió el 15 de noviembre de 1944. Esa fue la versión oficial, porque en los pasillos del penal se decía otra cosa: que sangraba por dentro después de una golpiza brutal que le propinaron varios presos cuando descubrieron que había estrangulado al gato que tenían como mascota. Cuando lo mataron, el “Petiso Orejudo” —como todo el mundo lo llamaba— llevaba 21 años en la Cárcel de Ushuaia, donde nadie lo quería. Los otros presos lo odiaban y eso que era un penal con muchos criminales peligrosos, pero a él no le perdonaban que hubiera matado de las maneras más crueles: a una nena la quemó viva, a otro chico le trepanó el cráneo con un clavo, a una tercera la ahogó en una zanja cuando le falló estrangularla, y esos eran solo algunos de sus asesinatos. Había cometido todos sus crímenes antes de cumplir 16 años y sus víctimas, que se contaban en por lo menos cuatro muertos y diez heridos, eran niños, algunos de ellos menores de dos años. Como si fuera poco, era también pirómano: se le probaron siete incendios de edificios. Las autoridades y los médicos del penal tampoco sentían el más mínimo aprecio por Godino, al que pronto convirtieron en objeto de estudio. Es que el Petiso encajaba casi a la perfección con el arquetipo del “criminal nato”, cuyas características definía el italiano Césare Lombroso en su Tratado antropológico experimental del hombre delincuente. Las tenía todas para que lo vieran así. En lo físico: cráneo pequeño, gran órbita ocular, frente hundida, abultamiento en la parte inferior de la zona posterior de la cabeza, orejas puntiagudas; en lo psicológico: insensible, impulsivo y carente de remordimientos por sus actos. Por eso los jefes penitenciarios autorizaron una y otra vez a los facultativos para que lo usaran como ratón de laboratorio en experiencias “científicas” que consistían, por ejemplo, en achicarle quirúrgicamente sus prominentes orejas para comprobar si así se podían controlar sus “instintos criminales”. Los diarios y revistas de la época en que cometió sus crímenes —las dos primeras décadas del siglo XX— no habían escatimado adjetivos para calificarlo: bestia, hiena, monstruo, idiota, imbécil, inhumano, degenerado, repugnante, fiera, abominable. Nunca hasta entonces jueces, policías, criminólogos y psiquiatras se habían topado con un caso como el del Petiso Orejudo. No sólo era el primer asesino en serie registrado en la historia criminal de la Argentina, era un niño asesino en serie de niños. El conmocionante caso del Petiso Orejudo, en los diarios El malnacido La vida le fue esquiva desde un principio a Cayetano Santos Godino, desde el momento mismo en que llegó al mundo en Buenos Aires el 31 de octubre de 1896. Era hijo de Fiore y Lucía Godino, un matrimonio de calabreses que desembarcaron en la capital argentina a mediados de 1884. El nacimiento del chico no fue de lo mejor: casi murió en el parto y tuvo siempre una salud endeble, quizás agravada por el ambiente del hogar en que iba creciendo. Su padre, alcohólico y con síntomas de demencia provocados por una sífilis contraída años antes, golpeaba a su madre constantemente y muchas veces el pequeño Cayetano recibía su parte. También lo golpeaba su hermano mayor, Antonio, otro chico torturado que, además, sufría frecuentes ataques de epilepsia. Por esos años Cayetano estuvo varias veces al borde de la muerte debido a una enfermedad estomacal —probablemente una enteritis— que los médicos no supieron tratar. Así y todo, sobrevivió. Apenas tuvo edad suficiente buscó la calle para escapar del infernal clima de su casa. A los cinco años ya vagaba por Almagro y Parque Patricios, que por entonces eran un arrabal de Buenos Aires, donde todavía había baldíos y quintas de descanso, pero crecían los conventillos poblados de paisanos venidos del interior e inmigrantes. Lo echaron de varias escuelas por su rendimiento casi nulo —parecía no entender nada— y su comportamiento violento. No había cumplido todavía los ocho años cuando cometió su primer crimen, una agresión que no terminó en asesinato por casualidad. El 28 de septiembre de 1904 encontró en la calle a Miguel Depaola, un nene de dos años, y lo llevó engañado hasta un baldío cercano, donde lo golpeó y lo arrojó sobre un montón de espinas. Lo estaba golpeando nuevamente cuando los gritos de la pequeña víctima alertaron a un policía que pasaba por ahí y los llevó a los dos a la comisaría. Como se trataba de dos niños, la policía buscó a sus madres y se los entregó sin averiguar qué había pasado. La falta de castigo le dio una sensación de impunidad que lo envalentonó. Unos meses después volvió a las andadas con el mismo modus operandi: engañó a Ana Neri, una nena de solo 18 meses que vivía en la misma cuadra de su casa, y la llevó a un baldío, donde la tiró al piso y le golpeó la cabeza con una piedra. Por segunda vez, el paso casual de un policía evitó que la matara. El agente devolvió la niña a sus padres y llevó a Cayetano a la comisaría, pero esa misma noche estaba de regreso en su casa. Lo único que hizo el comisario fue mandar a buscar a la madre de Cayetano para que se lo sacara de encima. El lugar donde el Petiso Orejudo cometió su último crimen (Caras y Caretas) Asesino a los 9 años Después de dos intentos fallidos, Godino logró perpetrar su primer asesinato el 29 de marzo de 1906, a la tierna edad de nueve años. Fue un crimen del que nadie se enteró. La metodología para matar a su víctima fue la misma que en los casos anteriores: invitó a jugar a María Rosa Face, de tres años, y la llevó hasta otro baldío, donde intentó estrangularla. La nena todavía respiraba cuando la enterró en una zanja y la tapó con latas. La policía nunca conectó la desaparición de María Rosa, denunciada por sus desesperados padres, con el niño al que habían descubierto golpeando a otras criaturas en un baldío. Si se sabe de su muerte es porque años después el propio Petiso Orejudo la confesó e indicó el lugar donde la había enterrado. El cadáver nunca fue recuperado, porque ya no había allí un baldío y una zanja, sino que se levantaba un edificio de dos pisos. A todo esto —ignorando que Cayetano había matado a la niña— Fiore Godino no sabía cómo sacarse de encima a su hijo problemático, de cuyo comportamiento en la calle se quejaban todos los vecinos. Menos de una semana después de que Cayetano asesinara a María Rosa sin ser descubierto, el hombre lo encontró acogotando a sus gallinas. Lo molió a golpes y lo llevó a la rastra hasta la comisaría del barrio. El texto de la denuncia del padre contra su hijo todavía se conserva: “En la Ciudad de Buenos Aires, a los 5 días del mes de abril del año 1906, compareció una persona ante el infrascripto Comisario de Investigaciones, el que previo juramento que en legal forma prestó, al solo efecto de justificar su identidad personal, dijo llamarse Fiore Godino, ser italiano, de 42 años de edad, con 18 de residencia en el país, casado, farolero y domiciliado en la calle 24 de Noviembre 623. Enseguida expresó: que tenía un hijo llamado Cayetano, argentino, de 9 años y 5 meses, el cual es absolutamente rebelde a la represión paternal, resultando que molesta a todos los vecinos, arrojándoles cascotes o injuriándolos; que deseando corregirlo en alguna forma, recurre a esta Policía para que lo recluya donde crea oportuno y para el tiempo que quiera. Con lo que terminó el acto y previa íntegra lectura, se ratificó y firmó. Firmado: Francisco Laguarda, comisario. Fiore Godino. Se resolvió detener al menor Cayetano Godino y se remitió comunicado a la Alcaidía Segunda División, a disposición del señor jefe de policía”, se puede leer en el documento que escribió el oficial sumariante. Así, Cayetano fue a parar a un reformatorio, pero dos meses más tarde estaba de regreso en su casa para desesperación de su familia. Volvió igual que antes, o quizás peor si eso era posible. En "El Petiso Orejudo" la escritora María Moreno recrea la subjetividad de Cayetano Godino, desde su infancia en el conventillo de Buenos Aires hasta el confinamiento en el penal de Ushuaia donde terminó sus días en 1944 Alcohol y más violencia Siguiendo el ejemplo de su padre y su hermano Antonio, empezó a tomar cuanto alcohol quedaba al alcance de su mano y la ginebra potenció aún más su comportamiento violento. Y también sus ganas de matar. El 9 de septiembre de 1908 encontró jugando solo en la calle a Severino González Caló, un nene de dos años, y lo llevó hasta una bodega cercana. Una vez adentro, alzó al niño en sus brazos y lo metió en una pileta para caballos, donde intentó ahogarlo. Los ruidos alertaron al dueño de la bodega, Zacarías Caviglia, que corrió y sacó a Severino del agua, ante la mirada impertérrita de Cayetano. Cuando le preguntó qué estaba haciendo ahí con ese nene, El Petiso Orejudo le contestó que intentaba sacar al nene de la pileta, porque había visto a una mujer vestida de negro —a la que luego describiría con lujo de detalles a la policía— tirándolo al agua. Caviglia llevó a los dos chicos a la comisaría, donde los dos años de Severino salvaron a Cayetano. El nene no pudo explicar lo que había pasado, y El Petiso Orejudo repitió su historia, agregándole detalles. Lo hicieron dormir en una celda, pero al día siguiente lo entregaron a sus padres. La autoridad no era algo que asustara a Cayetano, porque su necesidad de ejercer violencia sobre otros más chicos que él era mucho más potente que cualquier temor. Una semana después del intento de asesinato del pequeño Severino, la madre de Julio Botte, un nene de 22 meses, encontró a Cayetano metido en su casa, en la calle Colombres, quemándole un párpado a su hijo con la brasa de un cigarrillo. El Petiso Orejudo logró escapar otra vez. La mujer hizo la denuncia, pero la policía no lo buscó. Una y otra vez, Cayetano se salvaba de ser encarcelado por sus tropelías, pero lo que no podía esquivar era el odio de su padre, que trataba de sacarse de encima a ese hijo problemático de cualquier manera. El 6 de diciembre de 1908, con 12 años recién cumplidos, Cayetano volvió a ser denunciado y entregado por Fiore en la Comisaría. Por orden de un juez lo enviaron a la Colonia de Menores de Marcos Paz. Estuvo tres años fuera de circulación. En la colonia aprendió a leer y escribir —algo que nunca pudo hacer en su breve paso por la escuela— y también algún oficio. Pero el reformatorio no reforma a Cayetano, o lo reforma para peor. Endeble de físico, pasó todo ese tiempo soportando las agresiones de los otros internados. Lo liberaron el 23 de diciembre de 1911 por pedido de sus padres, que al verlo tranquilo en las visitas decidieron que el chico había tenido suficiente y que a partir de entonces se iba a portar mejor. Se equivocaban: la institución no había logrado frenar la furia asesina de Cayetano. Cuando tenía 12 Cayetano fue enviado a un reformatorio donde estuvo internado durante tres años. Ahí aprendió a leer, a escribir y algún oficio, pero sus ganas de matar no desaparecieron Los fuegos y las muertes Acababa de cumplir 15 años cuando volvió a la calle. Con esa edad, el Petiso Orejudo —como ya lo llamaban en el barrio— estaba obligado a trabajar. Su padre le consiguió un puesto en una fábrica, pero duró menos de un mes en el empleo. Faltaba seguido, llegaba borracho, trabajaba mal y provocaba a los otros obreros. Las que no cambiaban eran sus ganas de matar, a las que se había agregado un incontenible deseo pirómano. El 17 de enero de 1912 se metió de noche en una bodega de la calle Corrientes y le prendió fuego. Escapó antes de que llegaran los bomberos, que demoraron más de cuatro horas en controlar las llamas. No lo atraparon por el hecho, él mismo confesaría su autoría después, cuando lo detuvieron por su último crimen: “Me gusta ver trabajar a los bomberos, es lindo ver cómo caen en el fuego”, explicó. En los meses siguientes, el Petiso Orejudo provocaría otros seis incendios. Siempre logró escapar. El 26 de enero de ese año volvió a asesinar: llevó a Arturo Laurora, un pibe de 13 años, a una casa vacía de la calle Pavón y lo estranguló con una soga. El cadáver, semidesnudo, fue encontrado por el dueño de la casa cuando llegó para mostrarla a un potencial inquilino. La policía no encontró pistas sobre la identidad del autor del crimen. Si se la conoce es porque el Petiso Orejudo lo confesó después. Su raid criminal continuó el 7 de marzo, cuando prendió fuego el vestido de Reyna Bonita Vainicoff, una nena de cinco años. Sus padres la llevaron inmediatamente al Hospital de Niños, donde la criatura agonizó durante 16 días sin que los médicos pudieran salvarle la vida. El 8 de noviembre volvió a utilizar su estrategia de engaños para convencer a Roberto Russo, un nene de dos años, que lo acompañara a comprar caramelos. Lo llevó a un baldío donde había un alfalfar e intentó estrangularlo con la soga que usaba a manera de cinturón. No lo logró porque un peón vio la escena y corrió hacia ellos. Cayetano explicó que había visto al nene atado y lo estaba desatando. Parece insólito con sus antecedentes, pero la policía le creyó. Una semana más tarde, el 16 de noviembre, llevó a Carmen Ghittone, de tres años, a un baldío y le golpeó la cabeza con una piedra. Los descubrió un policía cuando estaba estrangulándola y lo obligó a escapar. No lo atraparon. Dos días después hizo un nuevo intento. El 20 de noviembre encontró en la calle a Catalina Neutelier, de cinco años y trató de llevarla hasta un baldío de la calle Directorio para matarla allí. No pudo llegar porque Catalina pidió ayuda y Cayetano la golpeó en plena calle para que se callara. Un vecino le gritó y el Petiso Orejudo tuvo que escapar sin poder llevarse a la nena. Con su traje a rayas, en el penal de Ushuaia. Decían que se había tranquilizado (Caras y Caretas) Un clavo en la cabeza La policía ya buscaba al Petiso Orejudo cuando este cometió su último crimen, el que lo haría caer. Fue el 3 de diciembre de 1912. La mañana de ese día, utilizando su clásico modus operandi de engaños, se llevó a Jesualdo Giordano, un nene de 3 años, de la puerta de su casa en la calle Progreso 2185. Le prometió comprarle caramelos en un kiosco cercano, le dio uno y le dijo que le daría más si iba con él. Así consiguió llevarlo al lugar que se conocía como la Quinta Moreno, donde hoy se levanta el Instituto Bernasconi. Lo alzó en brazos, lo metió en la quinta y lo llevó hasta el horno de ladrillos, donde volvió a usar la soga que tenía como cinturón para estrangularlo. Pero Jesualdo seguía respirando, de modo que recogió un clavo oxidado que había en el piso y se lo clavó en la cabeza utilizando una piedra como martillo. Casi lo atraparon cuando salía. En la vereda de la quinta se encontró con el padre de Jesualdo, que le preguntó si había visto a un nene que estaba perdido. Imperturbable, Cayetano contestó con un lacónico: “No, señor”. Lo perdió —como a muchos delincuentes— la necesidad de comprobar las consecuencias de su crimen. Esa misma noche, el Petiso Orejudo fue el velatorio del niño. Quería ver si todavía tenía el clavo en la cabeza, le confesó después a la policía. Cayetano estuvo un rato parado a lado del cajón y de pronto estalló en llanto y huyó corriendo. El padre del niño reconoció al pibe que había visto en la Quinta Moreno y sospechó. Al día siguiente, una patrulla policial al mando del principal Ricardo Bassetti allanó la casa de los Godino y detuvo a Cayetano. En un bolsillo del pantalón le encontraron un pedazo de soga: era la misma que había alrededor del cuello de Jesualdo. La carrera criminal del Petiso Orejudo había terminado. En 1933, en el penal de Ushuaia, conversando con el director de la prisión. apoyado contra la pared, Juan José de Soiza Reilly, el periodista de Caras y Caretas que lo entrevistó “No entiendo” —¿Siente usted remordimientos por lo que ha hecho? —le preguntó a Cayetano Santos Godino uno de los psiquiatras forenses que lo entrevistó durante el proceso penal. —No entiendo —respondió el Petiso Orejudo. Los forenses y los criminólogos se peleaban por hablar con él: se trataba de un caso siniestro y fascinante que parecía salido del manual de Césare Lombroso. Ninguno dejaba de tomar nota sobre la forma de sus orejas. “Priman en él los instintos primarios de la vida animal con una actividad poco común, mientras que los sociales están poco menos que atrofiados. Es un tipo agresivo, sin sentimientos e inhibición, lo que explica su inadaptabilidad a la disciplina didáctica. Ofrece del punto de vista físico, diversos estigmas degenerativos, los más característicos del tipo criminal”, anotó uno de los expertos, Víctor Mercante, luego de entrevistarlo en noviembre de 1913. En noviembre de 1914, el juez en lo Penal Ramos Mejía absolvió a Godino —pese a que había confesado cuatro muertes, siete incendios y varios intentos de asesinato— por considerarlo “penalmente irresponsable”, pero ordenó internarlo por tiempo indeterminado debido al peligro social que representaba. Fue a parar al pabellón de delincuentes alienados del Hospital de Mercedes, donde en poco tiempo intentó matar a dos pacientes y escaparse. A todo esto, la Fiscalía había apelado la sentencia y la Cámara de Apelaciones en lo Criminal resolvió que Santos Godino fuera confinado (mientras no hubiera asilos adecuados) en una cárcel, por lo que lo trasladaron a la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras. Estuvo allí hasta 1923, cuando lo enviaron a su último destino, la cárcel de Ushuaia, donde el 15 de noviembre de 1944 murió en “confusas circunstancias”. En las viejas instalaciones de la antigua “cárcel del fin del mundo” funciona un museo penitenciario donde se reproducen las condiciones en que vivían los presos, tanto los políticos como los comunes. Entre sus atracciones hay una celda que aloja a un muñeco de cera de tamaño natural que representa a Cayetano Santos Godino. Dicen que es la misma donde lo encontraron sangrando y en agonía el día de su muerte. De los restos mortales del Petiso Orejudo no queda nada. Fue enterrado en el cementerio lindero a la cárcel, pero la tumba fue profanada para robar sus huesos. Una leyenda negra cuenta que la esposa del director de la cárcel tenía su cráneo sobre el escritorio y que lo utilizaba como pisapapeles. Es lo que se dice, porque nadie ha podido comprobarlo.
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