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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 10/11/2025 06:49
"Object (Déjeuner en Fourrure)", de Meret Oppenheim, en el MoMA Hace no mucho, un dibujo de la artista argentina Lola González, en la muestra Objetos de Meditación, en la galería Vermeer, me cautivó por el diálogo que establecía con Object (Déjeuner en Fourrure), la escultura de Meret Oppenheim de 1936, que se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). En la obra, González coloca a la famosa taza en primer plano en una escena hogareña, de descanso, en la que una mujer, en segundo plano, parece estar inmersa en un profundo sueño, y un poco más atrás se utiliza a una biblioteca como metáfora de la ilusión, de el poder de las palabras para enardecer la imaginación. El uso de los libros, en ese sentido, me pareció interesante desde la perspectiva que el legado de lo creativo parece haberse corrido, en estos días, hacia las pantallas tormentosas y la I.A., como signo de época. El dibujo de Lola Gonzalez Recordé, frente a la pieza, una escena de Star Trek, la serie original de finales de los ‘60, en la que en ese futuro galáctico, en la que los cuerpos podían teletransportarse de un planeta a otro, todavía había bibliotecas. Había en ese gesto del director como un statement en el que parecía decirnos que el conocimiento, el goce de la lectura, sería analógico o no sería. Viajando en el tiempo, aquella taza peluda de Oppenheim causó impacto en la historia del arte moderno. Detrás de su aparente sencillez, logro transformar la percepción de los objetos cotidianos y el papel de la mujer en el surrealismo. La pieza de la germano-suiza (1913-1985) apareció por primera vez en una exposición de objetos surrealistas de la galería Charles Ratton de París, bajo la curaduría de André Breton. Ese mismo año, en Nueva York formó parte de “Fantastic Art, Dada, and Surrealism” en el MoMA, donde, entras las obras de los 46 artistas, fue la que acaparó la atención mediática. William Shatner interpretando al Capitán James T. Kirk en 'Star Trek', con libros detrás Un crítico llegó a escribir: “La taza y el platillo forrados en piel, con la cuchara incluida para rematar, dan una idea de toda la locura que ha desatado la exposición de arte surrealista en Nueva York”. La repercusión fue tal que la propia artista sintió que la fama de la obra eclipsaba el resto de su producción. Nacida en 1913 en el seno de una familia de la burguesía liberal con profundas raíces en las artes visuales y las letras, Oppenheim creció entre Alemania y Suiza, en un entorno cultural que impulsó su inclinación artística desde la infancia. La presencia de figuras como el escritor Hermann Hesse, autor de El lobo estepario y Demian, en el círculo familiar marcó sus primeras creaciones, que desde la adolescencia combinaron escritura y artes visuales, plasmando sueños en textos e ilustraciones. Entre 1931 y 1932, produjo una serie de dibujos que reflejaban una tendencia depresiva que la acompañaría durante gran parte de su vida, con obras impregnadas de pesimismo y cuestionamiento de los arquetipos tradicionales, influida por su formación cercana a la Bauhaus y otros movimientos de vanguardia. En 1932, Oppenheim se trasladó a París, ciudad que en ese momento era el epicentro de la vanguardia artística. Allí conoció a Breton, Max Ernst, Marcel Duchamp, Leonor Fini, Alberto Giacometti, Dora Maar y Man Ray, entre otros. Aunque su independencia intelectual la llevó a evitar la adscripción a cualquier corriente, los puntos en común con el surrealismo propiciaron su integración en el círculo. Meret Oppenheim como modelo en la imagen "Erotismo velado" de Man Ray (The Museum of Fine Arts, Houston) En 1933, Giacometti y Hans Arp la invitaron a participar junto a Salvador Dalí, Max Ernst y Vasili Kandinsky en la sexta edición del Salon des Surindépendants, consagrándola como la integrante más joven del grupo surrealista. La relación de Oppenheim con la fotografía y el surrealismo se evidenció en la serie Erotismo velado (1933), realizada por Man Ray, donde la artista aparece desnuda, con parte del cuerpo manchado de tinta y situada junto a la rueda de una prensa calcográfica. El pecho queda oculto por la rueda y el mango sobresale entre sus piernas, generando una ambigüedad visual que integra opuestos como masculino y femenino, humano y máquina. El origen de Object se remonta a un encuentro casual en el Café de Flore de París en 1936, cuando Oppenheim, con 22 años, se reunió con Pablo Picasso y Dora Maar. La artista llevaba un brazalete de ocelote, un felino de América, que habia sido diseñado junto a la italiana Elsa Schiaparelli. Según una anécdota repetida en el mundo del arte, Picasso bromeó diciendo que cualquier cosa podía cubrirse de piel, a lo que Oppenheim replicó: “Incluso esta taza y platillo. Camarero, un poco más de piel”. De ese intercambio surgió la idea de la obra. Oppenheim compró una taza, un platillo y una cuchara de porcelana blanca y los recubrió con lo que ella creía que era de gacela china, aunque los conservadores aún debaten el material exacto. Pablo Picasso y Dora Maar Más allá de la anécdota, resultaría erróneo atribuir el uso de las pieles a aquel diálogo con el artista y la fotógrafa, ya que su fascinación por la piel y los textiles venía de antes. Antes de ese almuerzo, ya había colaborado con Schiaparelli, diseñando guantes cubiertos de piel con las puntas de los dedos cortadas y un anillo forrado en el mismo material. Aunque más tarde se distanció de la etiqueta de “artista que trabaja con piel”, en sus inicios disfrutó de las connotaciones de sexualidad femenina y monstruosidad onírica asociadas al material, influida por su interés en la psicología jungiana y su experiencia en análisis con Carl Jung. A pesar de su repercusión, la junta directiva del MoMA se negó a adquirir la obra. Quien sí lo hizo de manera personal y la donó luego, fue el director fundador Alfred Barr, para quien el set hacía “real, de forma concreta, la improbabilidad más extrema y bizarra” generando “tensión y emoción en la mente de decenas de miles”, que se habían “expresado con rabia, risa, asco o deleite”. Recién en 1946, Barr logró incluirla en la colección del museo, aunque solo como parte del fondo de estudio, sin exhibición y en los ‘60 se reclasificó y pasó a formar parte de la colección principal. "Mi enfermera", donde un par de zapatos de tacón atados boca abajo se servían en bandeja como si fueran muslos de pollo (Moderna Museet) Del mismo año, Mi enfermera, donde un par de zapatos de tacón atados boca abajo se servían en bandeja como si fueran muslos de pollo, ponía el foco en la opresión de los roles impuestos a las mujeres y su consumo sexual. Luego del éxito, el ascenso del nazismo obligó a su padre médico, de origen judío, a cerrar su consulta en Alemania, lo que puso fin a los fondos que financiaban su vida parisina, y la artista se recluyó por una década en Suiza, donde llegó incluso a destruir muchas de las piezas. Sin embargo, de aquella época, se destacan piezas como Mujer de piedra (1939), Mesa con patas de pájaro (1939) y Par de guantes (1942-1945). Su regreso fue lento, alejada de los surrealistas, durante los ‘50 exploró nuevos materiales y se acercó más a la performance, con obras como Pareja (1956), en la que un par de botas unidas por las puntas se inutilizan mutuamente, cuestionando la dependencia, o Banquete de primavera (1959), donde tres hombres y tres mujeres comían sobre el cuerpo desnudo de una mujer, que tiene una profundísima actualidad. Dde "Banquete de primavera" o "Fiesta del canibal" (1959) Banquete... fue el punto de quiebre con los surrealistas, con quienes no expuso nunca más después de que Breton le pidiera que reprodujera la pieza para la Exposición Internacional del Surrealismo (EROS) de París (1959-1960), por la que fue criticada por cosificar a las mujeres, cuando su intención pasaba por reflejar la abundancia que ofrecía la Madre Tierra. Si bien la performance tuvo sus orígenes a principios de siglo, el Banquete fue una punto importantísimo para todo lo que sería la explosión del género de los ‘60 y rastros, ideas, de aquella presentación pueden verse en el trabajo de Carolee Schneemann, que usaba su cuerpo desnudo en las obras, o Marina Abramovic, como hasta en el video Bon Appétit de Katy Perry. A finales de los ‘60, cuando tuvo su primera restrospectiva, retomó el camino que le había dado notoriedad con su serie “souvenirs”, a partir de textiles inspirados en Object y luego dialogó con la tradición romántica centroeuropea a través de pinturas de paisajes abstractos y visiones de la naturaleza que concebían el cosmos como una totalidad, como marca de la temática de la Guerra Fría. "Bon Appétit", de Katy Perry En 1964 presentó Radiografía de mi cráneo, en la que incorporó anillos y aretes a una prueba radiológica, desafiando visualmente lo establecido y exhibiendo su auténtica naturaleza. Desde 2001, el galardón más prestigioso de Suiza lleva su nombre, el Premio Meret Oppenheim, que reconoce a artistas, arquitectos, curadores e investigadores mayores de 40 años por sus logros y que la coloca como la artista suiza más relevante del siglo XX. Pero regresemos a Object. Déjeuner en fourrure y por qué mantiene intancto su impacto, al generar una contradicción inquietante. Por un lado, la piel representa la suavidad, una textura que resulta atractiva al tacto, pero a su vez su conceptualizació, la idea de llevar pelo a los labios, genera rechazo, sino repulsión. "Radiografía de mi cráneo" Esta ambigüedad, este juego entre atracción y rechazo, fascinaba al surrealismo y la obra lo ejemplificó de manera única. Y es, a su vez, un poder que se ha perdido en el arte contemporáneo, o que es raro de encontrarse, ese cruce entre opuestos para generar sentidos desde lo poético. Quizá, en el plano internacional, el estadounidense Robert Gober haya sido uno de los artistas donde se puede observar ese gesto humorístico y crítico de Oppenheim, a través de sus esculturas y objetos que discurren entre la sexualidad, la religión y la política. Por ejemplo, Queso de pelo corto, una pieza de 1992–1993 a partir de cera de abejas y cabello humano, provoca esa sensación de inquietante atractivo, jugando con lo proyección de su consumo y las posibilidades de la experiencia. "Queso de pelo corto", de Robert Goder Quizá, porque vivimos en un mundo con cada vez menos espacio para la poesía, para buscar crear una representación de lo bello que no sea solo efecto, shock, que se centre en el efectismo. Por supuesto, esto no es una regla general, que nadie se ofenda, a fin de cuentas hay una sola taza peluda (como concepto, no como objeto). Recordé también, en esta herencia de sentidos a través de objetos cotidianos la primera exposición de Leticia Obeid, Música en la mítica Casa 13 de Córdoba allá por 1999 —algunos de esos dibujos se volvieron a mostrar en Primera edad en la galería Hache—, a partir de la cual planteaba una conexión íntima con su propia historia, a través de una serie de obras en rojo, para resaltar con cierta ironía una etapa de su vida marcada por la pulsión creativa, lo emocional, que se contraponía con el inventario que se presentaba. O, más acá en el tiempo, y sin ánimo de comenzar a hacer un listado de objetos artísticos porque sería interminable, el también cordobés Pablo Peisino presentó en Happy house, en la galería The White Lodge, Los incunables, una serie de libros para acariciar, llevando la experiencia de la lectura a lo tactil, lo que por un lado es un gesto afectuoso, que nos habla sobre la mediación de la caricia, y, por otro, una traslación crítica del libro como objeto decorativo. De "Música" de Leticia Obeid y "Los incunables", de Pablo Peisino En estos dos casos, la aproximación hacia el objeto tienen, en un punto, una cuestión de la memoria emotiva muy potente. El objeto intervenido, llevado a un plano de la experiencia personal, de la pasión envolvente de la juventud, y mientras que en los libros se produce una reafirmación con cierta nostalgia, creando una reproducción imperfecta, pero que invita al tacto a la vez. Como los libros reales. Ambas, ponen en conflicto esta separación del fenómeno y la ding an sich, la cosa en sí, de Kant, ya que tanto podemos reconocerlas como objetos y, a su vez, nos provocan buscar un ideal hacia una verdad, aunque -sepamos- que nunca podamos alcanzarla por completo. Una verdad del arte, una verdad de los objetos, una verdad de los libros. Una verdad contemporánea.
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