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  • El camino hacia la eutanasia legal en la Argentina: cuatro historias de muerte y dignidad que impulsan el debate

    Parana » APF

    Fecha: 09/11/2025 11:30

    Desde una bebé de tres años que dependió toda su vida de un respirador a un joven que, sobre el final, sólo podía mover los ojos, en el país varios casos de pacientes con enfermedades terminales o irreversibles conmovieron a la opinión pública. domingo 09 de noviembre de 2025 | 10:21hs. La legalización de la eutanasia en Uruguay, que votó su Poder Legislativo el 15 de octubre, reavivó la conversación en la Argentina, donde la asistencia médica para morir no es legal ni tampoco llegó a ser tratada hasta el momento en el Congreso. Hay sí, desde 2012, una Ley de Muerte Digna. Esa legislación permite a una persona con un diagnóstico terminal, incurable o irreversible -y también a sus familiares- rechazar tratamientos o procedimientos médicos que extiendan su sufrimiento, o que sean desproporcionados respecto de la mejoría que puedan brindarle a un paciente en esas condiciones. La ley prevé el derecho a pedir el retiro del soporte vital -como la hidratación y la alimentación- cuando ese soporte sólo logre prolongar un cuadro terminal irreversible e incurable. Y, como tantas otras leyes en la Argentina y en el mundo, su debate y sanción estuvieron inspirados especialmente en una historia en particular. Depender toda la vida de un respirador Camila Sánchez nació en abril de 2009 con un diagnóstico irreversible: encefalopatía crónica no evolutiva. Durante los tres años que estuvo viva dependió de un respirador al que permanecía conectada. Su mamá, Selva Herbón, fue una de las caras más visibles de la lucha por la Ley de Muerte Digna. Lo que se buscaba era ponerle fin a lo que se llama “encarnizamiento terapéutico”, es decir, la insistencia con tratamientos, soportes y procedimientos en medio de un diagnóstico terminal irreversible. La ley de Muerte Digna se aprobó en mayo de 2012, cuando el caso de Camila ya había conmovido a la opinión pública. Finalmente, el 7 de junio de ese año se le retiró el respirador que mantenía con vida a la niña. Selva prefirió no estar en los últimos minutos de vida de su hija, que murió algo más de dos horas después de que le retiraran el soporte vital. Un amigo suyo acompañó a Camila en ese momento. Tras la muerte de esa hija que nunca había sido independiente de un respirador artificial, Selva aseguró que sentía “la paz de haber conseguido el cese del encarnizamiento terapéutico”. Más de veinte años en estado vegetativo Marcelo Diez acababa de cumplir treinta años cuando chocó de frente con un auto en una ruta neuquina. Conducía su moto, intentaba sobrepasar a un camión y, por el feroz impacto con el auto, sufrió un grave traumatismo de cráneo además de fracturas en la cadera, un brazo y una mano. Pasó dos semanas en coma farmacológico para recuperarse. Se despertó, recuperó la conciencia, leyó revistas, miró televisión. Pero casi dos meses después del impacto en la ruta contrajo una infección intrahospitalaria que impactó en su cerebro: quedó en estado vegetativo. Estuvo más de veinte años en ese estado. No podía responder voluntariamente a ningún tipo de estímulo, no tenía conciencia, movía un brazo repetidamente y sin poder evitarlo. Su familia apostó durante casi quince años a una rehabilitación, primero en la chacra que tenían y después en un centro especializado. “Ninguno de los intentos tuvo respuesta”, contarían sus hermanas después. Los tratamientos buscaban estimular su olfato, su capacidad de tragar, su posibilidad de seguir objetos con las pupilas, pero nada funcionaba. Así que Adriana y Andrea Diez, sus hermanas, iniciaron una larguísima pelea: la de pedir (y obtener) un proceso de Muerte Digna para su hermano. Andrea y Adriana insistieron para que Marcelo ya no recibiera ni alimentación ni hidratación asistida, algo que resultaba imprescindible para mantenerlo con vida en estado vegetativo. Es que, tras más de diez años transitando ese escenario, las hermanas se convencieron de que el Marcelo con el que habían crecido ya no estaba en ese cuerpo. El Cuerpo Médico Forense, a través de pericias, determinó que el daño cerebral de Diez tras el traumatismo y la infección intrahospitalaria era irreversible. Y, con esa información, Adriana y Andrea volvieron a un recuerdo de cuando Marcelo tenía 14 años. Era 1978 y él, entonces adolescente, leyó en una revista un artículo sobre el caso de una mujer que había sido desconectada al respirador artificial en Estados Unidos, Karen Ann Quinlan. “Si me pasa algo así, me dejás morir”, le dijo Marcelo a Adriana, según ella misma reconstruiría tantas veces después de aquel choque de frente de 1994. Ese deseo fue vital para la argumentación de las hermanas Diez. Después de varios años de pelea, el Tribunal Superior de Justicia de Neuquén aceptó el pedido de las hermanas de Marcelo, basándose en la Ley de Muerte Digna que se había sancionado en 2012. Pero el hospital en el que Marcelo estaba, el curador del caso y el Ministerio Público de Incapaces se opusieron a retirar el soporte vital. El caso llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación y el 7 de julio de 2015, más de dos décadas después del choque fatal, el máximo tribunal argentino reconoció el derecho de Marcelo Diez de decidir su muerte digna. El fallo instaba a que se suspendieran las medidas médicas que prolongaban su vida artificialmente, y fue un enorme precedente para legitimar “que la muerte acontezca sin interferencia tecnológica” en nuestro país. Marcelo murió unas horas después del fallo, cuando dejó de recibir el soporte artificial. La larguísima y extenuante lucha de sus hermanas había surtido efecto. Más allá de la Muerte Digna: los pedidos de eutanasia activa Alfonso Oliva y Adriana Stagnaro fueron dos de los casos más resonantes entre quienes hicieron público su pedido de acceder a un proceso de eutanasia activa, es decir, a recibir asistencia médica para morir. La diferencia con lo previsto por la Ley de Muerte Digna sancionada en 2012 es que la eutanasia activa va más allá del rechazo de tratamientos y soportes vitales: implica la administración de alguna sustancia medicamentosa que provoque la muerte del solicitante. Eso es lo que Uruguay legalizó hace menos de un mes y en Argentina no es legal. Alfonso Oliva y Adriana Stagnaro recibieron el mismo diagnóstico con cuatro años de diferencia: esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Él, cordobés, en 2014, cuando tenía 31 años. Ella, doctora en Antropología Social, abogada, escribana, docente, se enteró en 2018, cuando tenía 65 años. La ELA es una enfermedad neurodegenerativa que puede avanzar muy rápidamente y que va paralizando el cuerpo hasta impedir sus funciones más básicas. Hacia el final de su vida, Alfonso sólo podía mover sus párpados y ojos para comunicarse. Decía sentirse “encerrado en su cuerpo” y “totalmente inútil”. Sabía perfectamente que su escenario era irreversible así que preparó un documento con la ayuda de su familia en el que solicitaba que se legalizara la eutanasia. Se negó al uso de un respirador artificial, algo que hubiera prolongado tanto su vida como su deterioro, e insistía en la importancia de poder elegir cuándo y cómo morir. “Esta elección es un derecho de vida”, expresaba Alfonso con la ayuda de un sistema de comunicación que reconocía los movimientos del iris de su ojo. Pudo enumerar lo que más extrañaba: “Jugar al fútbol, comer y hacer el amor”. Muró en 2019, a los 36 años, mientras dormía. Dejó un testamento en el que insistía por la sanción de una ley nacional de eutanasia, lo que inspiró que en el Congreso se presentara el proyecto de ley llamado “Ley Alfonso”. Adriana Stagnaro fue testigo de su “estado de momificación constante”, según ella misma definió en una de las entrevistas que dio para visibilizar su lucha por la eutanasia legal. Dos años después de su diagnóstico, Adriana ya necesitaba siete cuidadoras a lo largo del día, y dependía de la ayuda de dos personas para ir al baño cada dos horas. “Indignidad total”, definía, al referirse a ese nivel de dependencia. Insistió con su deseo de “morir plácidamente”, porque así había vivido. Buscó ampararse en la Ley de Muerte Digna e ir por más, pero los médicos con los que se encontraba se negaban a considerar su diagnóstico como terminal, aunque la parálisis que supone la ELA puede implicar, sobre el final, no poder tragar ni respirar autónomamente. Previó un viaje a Suiza para recibir una muerte asistida, porque ese país permite el procedimiento a no residentes. Se trataba de un proceso que costaba 12.000 dólares y que implicaba que el solicitante pudiera levantar la mano para tomar la medicación que le provocara la muerte. Finalmente, murió en 2023 en Córdoba, acompañada por dos de sus cuidadoras, el médico Carlos “Pecas” Soriano, que había seguido el caso de Alfonso Oliva, y un médico especializado en cuidados paliativos. Por el deterioro de su cuerpo, Adriana no podía evitar ahogarse con su propia saliva. A través de sus directivas anticipadas, documentación prevista en la Ley de Muerte Digna, aceptó recibir una sedación que le evitara sufrir y rechazó cualquier soporte de hidratación y alimentación. En el final, no sintió ni dolor ni la “momificación”, como definía el deterioro que produce la ELA que sufría desde hacía cinco años. Había insistido con la legalización de la eutanasia cada vez que alguien le había puesto un micrófono delante, por su historia y también en su condición de abogada y docente. Historias que impulsan proyectos de ley Las historias de Camila, Marcelo, Alfonso y Adriana conmovieron a la opinión pública a lo largo de los años. La de Camila estuvo detrás de la Ley de Muerte Digna, y la de Marcelo sentó un precedente respecto de cómo esa ley es tratada por la vía judicial. La eutanasia activa por la que pelearon Alfonso y Adriana aún no es legal. Pero ahora mismo hay cinco proyectos de ley en el Congreso que buscan legalizar el procedimiento en nuestro país. El último se presentó hace menos de un mes, tras la aprobación de la eutanasia en Uruguay. En Moreno, María del Carmen Ludueña, una mujer de 63 años, recorre el camino judicial que atravesaron también Alfonso y Adriana. Solicitó a la Justicia el acceso legal a la asistencia médica para morir: está postrada en su cama hace siete años, padece una enfermedad autoinmune irreversible. La Suprema Corte bonaerense instó a que su caso sea revisado contemplando sus particularidades. Las voces que exigen elegir cómo y cuándo morir de manera digna y cuidada ante diagnósticos irreversibles, terminales y degenerativos se alzan cada vez que se dan a conocer casos como los de Alfonso o Adriana. Y apelan a un argumento implacable: “Si cada persona puede elegir cada día cómo vivir, ¿por qué no puede decidir cómo morir?“.

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