Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • ¿Qué se siente sostener el corazón de un niño en las manos a la espera de que vuelva a latir? Horacio Vogelfang es cirujano y aquí lo cuenta

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 05/11/2025 04:51

    “El corazón en la mano”, del doctor Horacio Vogelfang ¿Qué se siente sostener un corazón detenido en las manos a la espera de que vuelva a latir? “La historia de vida de un cirujano de trasplante cardíaco infantil”. Bajo ese subtítulo, Sudamericana publicó un libro muy interesante. Se titula El corazón en la mano y su autor es el doctor Horacio Vogelfang. Desde su niñez en La Paternal, caminando con dificultad tras la poliomielitis, hasta convertirse en pionero en cardiocirugía infantil de alta complejidad en el Hospital Garrahan. El corazón en la mano Por Horacio Vogelfang eBook $ 8,99 USD Comprar Nacido en Buenos Aires en 1951, Vogelfang es médico cirujano cardiovascular infantil, graduado en 1976 en la Facultad de Medicina de la UBA. Es una de las figuras pioneras en el trasplante cardíaco infantil en Latinoamérica. En el 2000, en el Garrahan, hizo el primer trasplante cardíaco pediátrico en un hospital público de la ciudad de Buenos Aires y puso en marcha el único programa de estas características en la región, con más de un centenar de niñas, niños y adolescentes trasplantados desde entonces. Durante más de treinta años participó en miles de cirugías de cardiopatías congénitas y trasplantes de corazón, pulmón y riñón. También impulsó la creación del primer Banco Público de Homoinjertos Humanos Criopreservados de América Latina, que permitió utilizar tejidos cardíacos como prótesis biológicas para pacientes de la Argentina y el mundo. Llevó su experiencia a la televisión, el cine y conferencias como TEDx Río de la Plata. El corazón en la mano es su primer libro. Aquí publicamos el primer capítulo. Horacio Vogelfang Sabrina Empiezo por el final, terminaré en el principio. Mis intereses quizás no fueron muy saludables. Yo ya no puedo cumplir hazañas que prometí, Tan solo seguir cantando... Indio Solari, “Encuentro con un ángel amateur” Todo debía salir bien. Sin margen para el error. El fracaso (la muerte de Sabrina M.) sepultaría para siempre el Programa de Trasplante Cardíaco. ¿Se suponía que dependía de un milagro? ¿De la suerte? ¿De la idoneidad del grupo humano convocado y aglutinado bajo mi conducción? Más bien, con seguridad, de todos y cada uno de esos factores entremezclados. El quirófano estaba listo. Una veintena de personas se movía frenéticamente haciendo sus tareas. Entonces, desde mi posición en la mesa de operaciones, al margen derecho del tórax ya abierto, con el organismo de la paciente conectado a la circulación extracorpórea, vi a Gerardo, uno de mis colegas, trasladando el corazón hasta la mesa quirúrgica. Lo llevaba en un recipiente con hielo. La instrumentadora me lo alcanzó y yo lo tomé en mis manos. Una sensación extraña inundó mi mente. En milésimas de segundos, repasé todos mis recursos técnicos y quirúrgicos. Había operado miles de corazones, pero nunca había sostenido un corazón frío, detenido, flácido, extraído hacía unas pocas horas de un cuerpo muerto, con la ilusión de que volviera a latir para que otro cuerpo continuara viviendo. ¿Lo haría? Lo deposité adentro del pecho de Sabrina, nuestra primera paciente. Ahora todo dependía de la habilidad y de la rapidez con las que suturáramos las estructuras, una con otra; y de que ese corazón que alguien había donado y que había estado detenido reviviera. Entre un punto y otro de nuestras suturas no debía escaparse ni una gota de sangre. En ese momento no pensaba si era fácil o difícil, si estaba bien o mal que sacáramos el corazón de un cuerpo con muerte cerebral para ponerlo en el pecho de Sabrina. Tampoco pensaba si todo esto lo hacía por las niñas y los niños del Hospital Público, para que tuvieran acceso a semejante complejidad médico-terapéutica. O si lo hacía por mí, para demostrarme que podía y que la parálisis infantil que yo había sufrido no me detenía. Menos aún era momento de dilucidar si esto sería o no un milagro y, en definitiva, de serlo, si yo creía en ello. En nada de eso pensaba. Hacía. Y hablaba en voz alta, como para darme seguridad: —Aurícula con aurícula, ¿no? —Sí, y esta es la aorta —me respondía Gerardo—. Encajan perfecto... Ahora hay que unirlas... Colocamos el nuevo corazón de tal manera que la porción que iría hacia la profundidad del pecho, la de los bordes de la aurícula izquierda, coincidiera con la de los bordes de la misma aurícula que quedaban del corazón de Sabrina. Un esperado intruso, ajeno y desconocido, llamado a restaurar la circulación de la sangre por todas las células de su cuerpo. En el quirófano había más de veinte personas, pero nadie hablaba. Se escuchaba el silencio. Fue un domingo soleado de octubre de 2000. El Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante —INCUCAI, la entidad estatal que administra la donación de órganos— nos había ofrecido una donante joven con muerte cerebral a causa de una hemorragia intracraneana masiva, producto de la ruptura de un aneurisma arterial. La chica se encontraba ahora en un sanatorio de la capital. Al mediodía, llamé a mi más cercano y querido colaborador, Gerardo Naiman. Le conté que ese tan deseado, y a la vez tan temido, llamado del INCUCAI por fin había ocurrido. Juntos convocamos a la cardióloga del equipo para reunirnos en la puerta de ese lugar dos horas más tarde. Terminamos de almorzar (yo casi no pude), dejé a mis hijas mayores y luego a mi mujer con nuestra hija menor en casa, y me dirigí a la cita. Gerardo, unos cuatro años mayor que yo, es un muy buen cirujano, pero, más que eso, un gran amigo. Hermano de la vida y la profesión. Colega y compinche con quien estábamos tratando de abrirnos y cimentar un camino propio dentro de una especialidad, la cirugía cardiovascular infantil, plagada de obstáculos, no solo por su gran complejidad, sino también por quienes la integraban y ocupaban los puestos de conducción. De una estricta honestidad intelectual y profesional, fue el compañero sin el cual no hubiera podido realizar muchos de mis proyectos. Para que consolidara el proyecto de desarrollo del programa de trasplante elegimos a la cardióloga que hacía tiempo estudiaba las enfermedades del corazón que, sin otro tratamiento alternativo, llevarían a la necesidad de un trasplante en pacientes de corta edad. También ella, con el tiempo, fue ganando un lugar en mi consideración profesional y cariño personal. Al ingresar al sanatorio, camino al área de terapia intensiva, debimos atravesar la sala de espera. Allí, sentados, estaban una pediatra del Garrahan, el hospital donde yo trabajaba, y su marido, un neurocirujano infantil prestigioso del otro hospital de niños, con quien nos conocíamos desde hacía muchos años. Se pusieron de pie y vinieron a nuestro encuentro. Nos saludamos. Me preguntaron si mi presencia tenía que ver con su sobrina, que había sufrido una hemorragia cerebral mientras se vestía para ir a su fiesta de graduación el sábado por la noche. El viernes se había recibido de psicóloga. Les dije que estábamos ahí para evaluar a un donante ofrecido por el INCUCAI. Que no sabíamos de quién se trataba. La donante era muy joven. Estaba en su cama de terapia, conectada a todos los monitores posibles, que mostraban los signos vitales de sus órganos, prácticamente normales. No ocurría lo mismo con su cerebro. Dos electroencefalogramas consecutivos planos, realizados con doce horas de diferencia uno del otro, marcaban que no había actividad. La muerte encefálica es necesaria para autorizar la solicitud de donación de los órganos que aún se mantienen activos, y es un hecho incontrovertible e irreversible. Cuántas sensaciones. Difíciles de comprender. Difíciles de dejar fuera de mis pensamientos. Ya sabía quién era la donante, ya sabía cómo había muerto, ya sabía que se estaba vistiendo para ir a su fiesta, ya sabía que era la sobrina de mis amigos. Todo eso ya lo sabía: ahora debía aprender a endurecer el ánimo, a apartar sentimientos, a liderar la situación. —¿Le podés hacer un eco para ver cómo es la función cardíaca? —le pedí a la cardióloga. Al instante hizo el ecocardiograma y en la pantalla del ecocardiógrafo vimos un corazón vigoroso que latía en un cuerpo que ya no lo necesitaba, que no advertía que su cerebro ya no lo comandaba. Un corazón que alguien había venido a buscar porque, muy cerca, a unas veinte cuadras de distancia, una niña se estaba muriendo y lo necesitaba. Ese órgano latía solo: el corazón tiene un sistema de generación de los latidos compuesto por su propia usina de esos impulsos eléctricos (el nódulo sinusal) y por un sistema de transmisión eléctrica (haz de conducción) para esos impulsos. Por eso el corazón es independiente del cerebro y por eso, aun cuando la muerte ya llegó a la cabeza, puede seguir latiendo. No lo hace en forma indefinida, pero sí el tiempo suficiente como para que, con algo de asistencia durante unas horas, podamos extraer de ese cuerpo el hígado, los riñones, los pulmones, el páncreas, el intestino y el propio corazón. Todos esos órganos siguen funcionando de un modo perfecto, sostenidos solo por ese corazón abstraído. Faltaba aún el consentimiento final de los padres para la donación. Esa tarea quedaba en manos del Equipo de Procuración del INCUCAI. Al retirarnos, volví a cruzarme con mis amigos. Sin decir palabra, un beso en la mejilla de ella, un apretón de manos con él fue el intercambio silencioso. Yo lamentaba la situación por la que estaban transitando y ellos habían entendido por qué estábamos allí. Supe que harían todo lo posible para que no resultase en vano. Los tres nos quedamos esperando en un bar de la esquina del sanatorio hasta que la donación de órganos fue autorizada. Volvimos lo más rápido que pudimos al Hospital Garrahan y a los pocos minutos estábamos convocando a nuestro equipo completo de trasplante cardíaco infantil. Sabrina, la paciente, tenía ocho años. Su corazón había claudicado por completo. Un respirador mecánico cumplía las funciones de sus pulmones porque los músculos respiratorios encargados de moverlos no recibían la irrigación sanguínea correcta. Un sistema de diálisis eliminaba las toxinas con las que sus riñones eran ya incapaces de lidiar. Así la llevamos al quirófano. Mientras tanto, Gerardo coordinó el equipo de ablación que volvería al sanatorio para extraer el corazón y traerlo a nuestro quirófano. Dos años antes, cuando en 1998 los cirujanos de tórax me convocaron para participar del proyecto de trasplante de pulmón (por ese entonces en etapa experimental), vi la oportunidad de avanzar hacia el trasplante cardíaco desde un equipo interdisciplinario de trabajo diferenciado del Servicio de Cirugía Cardiovascular al que Gerardo y yo pertenecíamos. Su jefe ejercía un modo autoritario de gestión que impedía cualquier desarrollo que él no pudiera comandar. —Acepto con gusto —dije—, con la condición de que el proyecto incluya corazón también. Por supuesto que estuvieron totalmente de acuerdo. Yo había participado, años atrás, en cinco trasplantes cardíacos durante mi estadía en el Reino Unido, mientras estudiaba las técnicas para conservar arterias y válvulas (homoinjertos) de corazones que no podían ser utilizados para trasplantes. Robert Parker, el responsable del Banco de Homoinjertos del Royal Brompton Hospital, promovió mi contacto con el grupo de cirujanos cardiovasculares que realizaba esos trasplantes. El equipo de sir Magdy Yacoub era, en aquel momento, uno de los más prestigiosos del mundo y lo aprendido en esos operativos constituyó una base muy sólida para diseñar el programa en el Garrahan. —¿Me bancás? —le pregunté a Gerardo al contarle la jugada. —¡Claro que sí! ¿Cuándo empezamos? —fue su inmediata respuesta. —Eso sí —sentencié—, de las ablaciones te ocupás vos. ¡Yo no me subo de raje a ningún avión! Yo me encargo del receptor mientras vos sacás el corazón del donante. Lo traés y lo implantamos juntos. Silencio. Quien calla otorga. En nuestro país ya se habían hecho trasplantes cardíacos pediátricos. (Debo aquí contradecirte querida Antonia: no fui yo el primero). El primero lo realizó, en 1990, el doctor Florentino José Vargas en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Al poco tiempo lo siguió el Hospital de Niños Sor María Ludovica de la ciudad de La Plata, con el equipo a cargo de los doctores Carlos Antelo y Hugo Mon. Pero en el año 2000, este, el único hospital público que los hacía, discontinuó su práctica. Y con el alejamiento de Vargas del Hospital Italiano, también en esa institución privada dejaron de realizarse o bien lo fueron de manera muy esporádica y solo para una población con financiación por alguna obra social o empresa de cobertura médica paga. Era consciente de que estaba asumiendo una gran responsabilidad al encarar el desafío de generar un programa de trasplante cardíaco en una institución de la salud pública del Estado Argentino para garantizar el acceso universal a esos tratamientos de toda la población infantil del país, sin importar su condición económica. El Hospital se haría cargo de los ingentes costos que insumen los operativos. Entonces, ese domingo, ya entrada la tarde, Gerardo regresó al sanatorio a buscar el corazón. Ellos lo extraían del cuerpo de la donante y, al mismo tiempo, yo intentaba conectar el corazón enfermo e inservible de Sabrina a una máquina de circulación extracorpórea para que lo reemplazara en sus funciones. Seguí los pasos quirúrgicos habituales, que había repetido miles de veces a diario, en cirugías de reparación de corazones con cardiopatías congénitas: abrir el tórax de la paciente, introducir una cánula de plástico en la aorta, una cánula en la vena cava superior y otra en la vena cava inferior, y prolongar las tres cánulas con tubos para que llegaran hasta la bomba de circulación extracorpórea ubicada a mis espaldas y manejada por los perfusionistas. Hechas las conexiones, la bomba comenzó a trabajar y aspiró la sangre de las dos venas cavas. Era sangre gastada, sin oxígeno. Una vez que toda esa sangre pasó por el oxigenador de la bomba, volvió al organismo a través de aquella otra cánula en la aorta. Cuando vi que todo funcionaba sin complicaciones, pude dedicarme a recortar las estructuras del corazón enfermo para sacarlo, dejando porciones para suturarlas a las del nuevo órgano que estaba por venir. Cuando Gerardo llegó con el corazón para Sabrina, el órgano de ella ya no estaba en su tórax. Hicimos primero lo que se llama “cirugía de banco”: en una mesa auxiliar, Gerardo repasó las estructuras del corazón de la donante, recortando algunos milímetros de tejidos que podrían entorpecer las partes que debían ser suturadas. Mientras tanto, yo revisé los puntos sangrantes en la profundidad del tórax de Sabrina. Debía contener esas hemorragias mínimas porque el nuevo corazón, con su presencia, nos impediría llegar a esa profundidad, y si yo dejaba esas pérdidas de sangre, sería imposible resolverlas después. La hemorragia es uno de nuestros peores enemigos en la etapa inicial del posoperatorio. Todo puede andar muy bien, pero un sangrado en el lecho profundo del tórax tal vez signifique el fracaso de un trasplante. En el tórax de Sabrina quedaban los cabos sueltos de la aurícula izquierda, de la arteria aorta, de la arteria pulmonar y los de las dos venas cavas. Ver ese cuadro me generó una sensación extraña: ya no había retorno. Era un tórax vacío, un pecho que aguardaba la llegada de un nuevo ocupante y hasta que eso ocurriera, todo el organismo anestesiado de Sabrina se mantenía con vida por el trabajo monocorde de la bomba de circulación extracorpórea. Conocí a Sabrina un día de julio de 2000, cuando llegó a la consulta. El cardiólogo de Sabrina, de Bahía Blanca, la derivaba muy preocupado por la gravedad en la que se encontraba. La cardióloga nos presentó el caso: era una miocardiopatía dilatada en estadío avanzado, terminal. Es una enfermedad producida muchas veces por el ataque de un virus o una bacteria, que debilita la fibra muscular miocárdica; o sea, el músculo del corazón. La dilata, la estira hasta un límite en el que pierde su capacidad de regresar con energía al punto del cual partió. Es la ley de Starling, que siempre recuerdo desde que la leí por primera vez en el libro de fisiología de Houssay, en 1971, cuando cursaba mi segundo año de Medicina en la Universidad de Buenos Aires. Starling, un científico inglés, postuló en 1915 que el miocardio tiene una capacidad de estiramiento y, cuanto más se estira, más aumenta su fuerza de contracción. Hasta que llega a un punto en el que esta fuerza se revierte por alguna lesión, y cuanto más estirado, más débil es su capacidad de bombear. Su contracción carece de fuerza. El latido es ineficaz. El corazón ya no es capaz de mantener la vida de todo el organismo. Pocos meses, a veces días, es el pronóstico de vida en la etapa final de la enfermedad. Sabrina M. tenía ese pronóstico si no se sometía a un trasplante; es decir, a nuestro primer trasplante de corazón en el hospital. El camino hacia esa intervención había sido difícil, tortuoso, cargado de escollos. Técnicos, de logística, presupuestarios: los más fáciles de solucionar. De envidias, celos, resquemores, competencias: nunca resueltos. Dos años antes, habíamos iniciado, bajo la tutela de la dirección del hospital, junto al grupo de cirujanos de tórax que se preparaban para desarrollar un programa de trasplante de pulmón, una serie de cirugías experimentales para poner a punto y a prueba nuestras capacidades técnicas y fácticas. Hicimos 16 cirugías experimentales convocando a cardiólogos, neumonólogos, infectólogos, inmunólogos, terapistas intensivos, veterinarios, anestesiólogos y a todo el equipo quirúrgico. Fueron dos años nada fáciles de sobrellevar. Logramos todo el desarrollo de las prácticas experimentales, el aprendizaje de los conocimientos específicos en el área de trasplantes cardíacos, la obtención del instrumental necesario para no utilizar el del Servicio de Cirugía Cardiovascular, los elementos para la concreción logística (comunicaciones, transporte, relación legal con el INCUCAI), en tiempo extra robado a actividades personales y familiares. No fue mi intención realizar el programa de trasplante cardíaco por fuera del Servicio de Cirugía Cardiovascular al cual yo pertenecía. En 1998 presenté a la jefatura del servicio un informe detallado y minucioso del desarrollo del programa. En ese entonces, ya eran frecuentes en la jerarquía vertical que se había impuesto a la gestión, los gestos de discriminación y maniobras para impedir el crecimiento y desarrollo profesional. Por eso, dejaba bien demarcado que sería mi responsabilidad llevar adelante todos los pasos propuestos, lo mismo que la elección de mis colaboradores, las decisiones médicas sobre los pacientes y las cirugías. En uno de los puntos especificaba que rendiría cuenta mensualmente de lo actuado. Me acusaban de querer armar mi propio servicio y no autorizaron mi propuesta. El Hospital de Pediatría Dr. Juan P. Garrahan, ubicado en el barrio Parque Patricios, es un hospital pediátrico de máxima complejidad, con más de quinientas camas de internación, perteneciente a la red hospitalaria de la salud pública. Su presupuesto está cubierto en un ochenta por ciento por el gobierno nacional y el veinte por ciento restante por el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. A fines de cada año en curso, el Consejo de Administración, autoridad político-administrativa del hospital, presenta a ambas jurisdicciones el presupuesto para el siguiente año y, una vez aprobado por las respectivas legislaturas, transfieren el dinero al hospital. El Consejo, de manera autárquica, lo administra haciéndose cargo de los salarios de los estratos de conducción, profesional, técnico, personal de mantenimiento, limpieza, infraestructura, equipamiento, etc., y disponiendo de una reserva para cubrir los costos de nuevos proyectos médicos según lo elaboren y soliciten las direcciones médicas ejecutiva y adjunta, autoridades de la gestión médica y científico-académica. De esta manera, para quienes intentáramos desarrollar prácticas novedosas o de una complejidad hasta entonces no contemplada, resultaba más sencillo presentar los proyectos y discutir con ellos su necesidad y alcance terapéutico para la población que recurre a los diferentes servicios hospitalarios. Todo se resuelve puertas adentro, según las posibilidades reales de concreción. Ya se hacían en el Garrahan trasplantes renales, hepáticos, de médula ósea. Su jerarquía y alto grado de reconocimiento comunitario no merecían una frustración. El director médico ejecutivo en ese momento, el doctor Mauro Castelli, sumamente interesado en que bajo su gestión se iniciara el Programa de Trasplante Cardíaco, al comentarle yo la reacción del servicio del que yo dependía jerárquicamente, para evitar conflictos, me dijo: —Nada de frenarlo; esto se hace sí o sí... desde ahora reportás directamente a mí. El primer lunes de cada mes, a las ocho de la mañana, venís y me contás cómo va avanzando... Ah, pero una cosa, para las reuniones traés medialunas... —Y mientras me iba de su oficina, agregó—: El café lo pongo yo... A través de una resolución, cobijó el proyecto incluyéndolo como una “tarea especial”, bajo la supervisión directa de la Dirección Médica Ejecutiva del Hospital. Al igual que yo, Mauro pensaba que el Garrahan debía hacer trasplantes cardíacos. Nos dio todo su apoyo. En julio del año 2000, cuando inscribimos a Sabrina en la lista de espera del INCUCAI, realizamos un ateneo institucional para presentar el caso y el estado en el que se encontraba nuestro Programa de Trasplante Cardíaco. Las autoridades del hospital, los jefes y los miembros de todos los servicios fueron reunidos en un aula. El jefe del Servicio de Cirugía Cardiovascular no concurrió. Mostramos una presentación prolija en PowerPoint con los resultados de la serie de cirugías experimentales, un video con la técnica quirúrgica, y un esquema de logística y funcionamiento para los operativos. En este tipo de ateneos, muchas veces los presentadores engañan un poco con los resultados para mostrar éxitos y complacer al auditorio. Por eso, exponer las dificultades que habíamos encontrado y los errores que habíamos cometido, y detallar cuánto habíamos aprendido sorprendió a los que asistieron. Mi conclusión fue que el mayor desafío para nuestro programa de trasplantes no iba a ser la técnica quirúrgica en sí misma, sino resolver los problemas de logística que un operativo de esa complejidad implica para un hospital público y encontrar métodos que nos ayudaran a conservar con vida a los pacientes hasta la aparición de un donante adecuado. Podían pasar años de espera. Anunciamos en el ateneo que se había inscripto la paciente Sabrina y que, por lo tanto, en cualquier momento —o sea, cuando apareciera un donante— se haría el primer trasplante. Yo buscaba consenso. No podía descartarse una derrota —la muerte de la niña—, pero si sucedía eso, había que lograr que el programa no perdiera potencia y apoyo. Al finalizar la presentación, surgieron algunos comentarios. Elogios y preguntas. Al final, el jefe histórico del Servicio de Cirugía General, dirigiéndose al auditorio, tomó la palabra: —No olvidemos que todos, amigos y enemigos, van a estar mirándonos. Un fracaso puede perjudicar a todo el hospital. Cuidémonos para que eso no suceda. “Gracias, doctor”, pensé. “Muchísimas gracias, ahora me quedo tranquilo”. Entonces volvamos a ese domingo de octubre del año 2000. Este es el día en el que haremos el primer trasplante. El INCUCAI nos ofreció una donante y yo llamé a mis colaboradores más cercanos para reunirnos a la tarde —después de un almuerzo casi idílico— en el sanatorio, donde ya estaba la donante. Me falta una semana para cumplir cuarenta y nueve, y mi hija menor tiene un año y dos meses de vida. Hemos ido a almorzar con Claudia —mi segunda esposa— y mis tres hijas mayores, de mi primer matrimonio, a un restaurante en la costa del río, en Olivos. Tomamos una mesa en el jardín. Las chicas mayores juegan con la menor. Yo converso con Claudia, sin perder de vista esa escena que me reconforta y me reconcilia con la vida. Tres más una. Cuatro hermanas. Cuando veintidós meses antes les conté a mis hijas que Claudia estaba embarazada, nada presagiaba que la recién nacida entraría en sus vidas para renovar y recrear el amor fraternal, un vínculo que siempre quise incentivar y preservar (y lo sigo haciendo). La mayor, a sus dieciocho años, terminaba el colegio secundario en el Liceo Francés Jean Mermoz. Claudia me había llamado al celular un viernes por la tarde cuando yo estaba llegando al Liceo para asistir al acto de fin de curso en el que mi hija recibiría su diploma. —¿Estás manejando? —me preguntó ese día y le respondí que sí—. Mejor pará, entonces. Estacioné el auto y seguí escuchando: —Te hablo bajito porque estoy en la casa de mis padres y no quiero que ellos escuchen. Dio positivo: ¡vas a ser papá otra vez! Como tantas veces, Claudia tenía razón. ¡Lo bien que hice en parar! Cortamos. Me apoyé en el volante del Peugeot 505 y quedé detenido en el tiempo. Segundos. Minutos. En ese lapso, la noticia buscada, decidida y esperada mutó de sorpresa a alegría. Marqué rápidamente el celular de Claudia y le pedí que nadie más que mis suegros conocieran la noticia. No hasta que mis otras hijas lo supieran. Llegué al Liceo Francés y asistí emocionado al acto de fin de curso. Terminaba el secundario mi hija mayor, y me enteraba de que volvería a ser padre. Ajarón, ajarón javiv. Una expresión bíblica hebrea —Génesis, capítulo 33, versículos 1 y 2— que tiene miles de años de antigüedad, y aún hoy cuesta encontrarle significado. Una traducción literal diría: “el último es el último en ser querido”. Infinidad de exégetas de la Biblia intentaron explicarla. Siempre me opuse a la idea apocalíptica de que hay un final para el amor, y mi esperanzadora traducción sugiere que ese final nunca es el final. Que después de un ajarón (último) siempre hay otro ajarón. El amor por los hijos —hijas, en mi caso— siempre se renueva. En las crecidas y en las que vendrán. Nunca hay un final. Siempre a “lo último” hay que darle la oportunidad de que algo lo suceda. Al día siguiente, mi hija recién graduada partiría a Pinamar con sus mejores amigas para pasar quince días en la playa como despedida de una etapa. La busqué muy temprano por la mañana, calculando los tiempos como para que estuviéramos un rato a solas antes de la llegada del resto de las chicas. Desayunamos en un bar de estación, de esos sin mesas, con barra al mostrador. Le conté la noticia. No recuerdo cuáles fueron las palabras que usé, seguramente pensadas, repensadas y ensayadas muchas veces. Pero su reacción, lejos de la buscada, fue de furia. —¿Para qué me lo contás? ¿Me querés arruinar el viaje? Llegaron sus amigas y partieron. Ella se despidió fríamente. Yo solo quería que lo supiese de mi boca. Si no se lo comunicaba en ese momento, antes de su partida, durante los quince días sus hermanas menores lo sabrían y ella no. Las tres medialunas de manteca quedaron intactas en el plato de metal sobre la barra del bar. Por la noche, llevé a cenar a las otras dos, las menores, con la intención de comunicarles lo que la hermana mayor ya sabía. Mientras comíamos una entrada de provoleta y chorizos, se los dije. La que tenía dieciséis comenzó a llorar, se paró y se fue al baño. La menor, de doce en ese entonces, la miró, volvió su mirada hacia mí y, no recuerdo, quizás dijo algo. Pero mi sensación fue que ella sí se había alegrado. El bife de lomo con papas fritas lo compartimos entre los tres, y terminamos la cena con mejor ánimo. Algunos años después, conversando sobre esto en una cena con Claudia, mi mujer, y nuestra hija, solo recibí recriminaciones. —Si a mí me hicieras eso, te lo reprocharía toda la vida. ¡Arruinarle así el viaje de egresadas! ¿No podías esperar quince días a que volviera? De nada valieron mis explicaciones. Madre e hija, reprobando mi ansiedad, sostenían que había sido una crueldad. Yo, pretendiendo ser un padre auténtico, transparente, había resultado, según ellas, un mensajero inoportuno. Una vez, en una jornada de un taller de guion que dictaban Juan José Campanella y Aída Bortnik, analizando el texto “Carta a mi padre”, de Franz Kafka, ante el intento de defensa que hice sobre el padre del autor, Bortnik me dijo: “El padre es como el hijo dice que es el padre”. —Cinco ceros con C1 —le dije a Cristina Valenti, la instrumentadora quirúrgica. Así se denomina a una sutura con sus agujas incorporadas que no miden más que un cuarto de milímetro. Inclinando mi mano derecha con la palma abierta y sin quitar los ojos de la vista amplificada por las lupas telescópicas que hacían foco en los bordes de la aurícula, recibí la sutura ya montada en el delicado portaagujas con el cual recorrería toda la circunferencia para dejar unidas las dos aurículas, el remanente de la del corazón de Sabrina a la del corazón de la donante que estábamos colocando en su pecho. De nuevo el silencio. Todo el tiempo la tensión y la expectativa. El barbijo devolvía el perfume de la loción que me había puesto por la mañana al afeitarme. Sufríamos. Para todos era nuestro primer trasplante. Suturamos primero las partes de la aurícula izquierda del corazón de la donante con la del corazón de Sabrina, luego hicimos lo mismo con las dos arterias aorta. Y así pudimos restablecer el circuito de circulación de adentro del corazón. La sangre comenzó a fluir por las arterias coronarias y al cabo de unos segundos, el músculo donado empezó a moverse. Cada vez con más fuerza, ese movimiento se fue pareciendo al latido normal de un corazón. Completamos el implante uniendo los cabos de las arterias pulmonares y luego los de las venas cavas. Con eso terminamos el trasplante en sí. Faltaba revisar las zonas de sutura para comprobar si en algún punto había una fuga de sangre que requiriera un refuerzo, para que ningún sangrado posterior nos sorprendiera, y finalmente, cerrar el tórax. Encomendamos esos últimos pasos quirúrgicos al doctor Luis Quiroga, cirujano joven del equipo. Con los guantes de látex salpicados por manchas enrojecidas, le dimos a él y a la instrumentadora un fuerte apretón de manos. Gerardo y yo nos fuimos a un rincón. A resguardo de la vista de los demás, nos abrazamos con fuerza. Nos relajamos un rato. El primer trasplante estaba hecho. El corazón latía. Me alejé por un momento de la gente. Fui al vestuario del centro quirúrgico, entré a uno de los baños en los que solo hay un inodoro, cerré la puerta y bajé la tapa. Me senté. Estaba aturdido. No podía dejar que vieran mis lágrimas. Una fuerza interior tomó la forma del orgullo. De lo que habíamos conseguido. Sabía que era un logro colectivo, pero me sentía el artífice. El líder. Estúpidamente emocionado en soledad. Algo del pasado, de mi infancia en el barrio de La Paternal pugnaba por asomar. Salí del baño. Volví al bullicio y la algarabía del quirófano. Era una fiesta de abrazos, sonrisas, llantos que culminó en aplausos cuando salió la camilla con Sabrina rumbo a la terapia intensiva. En la puerta del centro quirúrgico, con Gerardo a mi lado, hablé con la mamá y el papá de Sabrina. Les conté que todo había salido bien. Nuevamente, en soledad, sentí que desde Paysandú y Añasco había acarreado una pesada piedra. Cansado, me quedé mirando hacia La Paternal.

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por