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  • La verdadera maldición de Tutankamón: defectos genéticos por ser hijo de hermanos, una enfermedad ósea y una picadura de mosquito

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 04/11/2025 04:37

    El hallazgo de la tumba de Tutankamón revolucionó la arqueología por su estado intacto y la cantidad de objetos encontrados Howard Carter llevaba dos años de trabajo en el Valle de los Reyes cuando el 4 de noviembre de 1922 descubrió el primer indicio de la existencia de una tumba. Para entonces era una creencia generalizada entre los arqueólogos que ya no quedaba nada por encontrar ahí, pero Carter estaba convencido de lo contrario y se basaba en el hallazgo de un simple sello con un nombre escrito: “Tut-anj-Amón”, cuya traducción se podía entender como “imagen viva del dios Amón”, un calificativo que solo podía corresponder Tutankamón, un faraón que por diversas fuentes históricas se sabía que había muerto muy joven, alrededor de 1323 antes de Cristo. Sus restos debían estar allí, en el Valle de los Reyes, y todavía nadie los había encontrado. Sabía que estaba en el lugar indicado, pero el descubrimiento se debió a una casualidad. Uno de los aguateros del equipo tropezó con una piedra que resultó ser el comienzo de una escalinata descendente. Carter y sus colaboradores excavaron siguiendo los escalones hasta que, ese mismo día, se toparon con la puerta de barro que tenía sellos de escritura jeroglífica. Era la entrada a una tumba. El arqueólogo debió contenerse para no abrir la puerta y seguir adelante, pero una razón de mucho peso hizo que se detuviera. Su expedición tenía un financista, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto conde de Carnarvon, que lo venía bancando con sus fondos desde hacía años y se molestaría mucho si no estaba presente cuando se abriera la tumba. Así que Carter ordenó rellenar nuevamente la escalera y le mandó un telegrama urgente a su mecenas. Mientras Carter esperaba impaciente la llegada de su financista, una cobra devoró el canario que tenía en su tienda. Alguien dijo que eso era un mal presagio, pero el arqueólogo, hombre culto y racional, desechó el comentario con una sonrisa de desprecio. Lord Carnavon llegó desde Londres, acompañado por su hija Evelyn, el 23 de noviembre. Durante esos días de espera, Carter no se movió del campamento por temor a que la tumba sufriera un saqueo en su ausencia. El 24 de noviembre excavaron la escalera y Carter le mostró a su mecenas la inscripción de la puerta: se trataba de la tumba de Tutankamón, un faraón muerto a los 18 años, intrascendente en cuanto a su reinado, pero posiblemente –porque había dudas de que así fuera- hijo de Akenathon, el hombre que había intentado instaurar el monoteísmo en el Egipto del Siglo XIV antes de Cristo. Finalmente, el 26 de noviembre, Carter, Carnavon, Evelyn y el ayudante del arqueólogo, Arthur Callender, miraron el interior a través de una pequeña abertura que hicieron en la esquina superior izquierda de la piedra. El primero en hacerlo fue Carter, iluminando con una vela. -¿Puede ver algo? – le preguntó Lord Carnavon. -¡Sí, puedo ver cosas maravillosas! – respondió el arqueólogo. La leyenda de la maldición de Tutankamón surgió tras la muerte de Lord Carnarvon y otros miembros del equipo de excavación El hallazgo del siglo Otra vez Carter, y ahora Carnavon también, tuvieron que contener su ansiedad. Recién abrieron la tumba al día siguiente, porque no podían hacerlo sin la presencia de un inspector del gobierno local. Después de décadas de saqueos de manos de arqueólogos extranjeros, Egipto había decidido controlar todas las excavaciones para evitar que las piezas de su patrimonio histórico terminaran en los museos europeos o, peor, en colecciones privadas. Cuando finalmente pudieron explorar la tumba, lo que vieron los maravilló: había cofres, tronos, altares y divanes, hasta sumar cerca de cinco mil objetos. Entre ellos se destacaban por su rareza un gran número de bastones que indicaban que el faraón debió tener problemas para caminar, quizás por un problema de nacimiento o tal vez como secuela de algún accidente. Encontraron también otra puerta sellada, flanqueada por dos estatuas de Tutankamón, que llevaba a la cámara del sarcófago. Todo estaba intacto, salvo por las consecuencias del paso del tiempo. En miles de años nadie había entrado a esa tumba. Carter tenía una tarea faraónica por delante y no podía hacerla solo. Pidió ayuda a otro arqueólogo Albert Lythgoe, del Metropolitan Museum de Nueva York, que trabajaba en una excavación de las cercanías, y éste prestó a parte de su equipo, incluyendo a Arthur Mace y el fotógrafo Harry Burton, mientras que el gobierno egipcio envió al químico analítico Alfred Lucas para que se sumara. Por su parte, Lord Carnavon le vendió la exclusiva, con fotografías incluidas, al diario londinense The Times. Había puesto mucho dinero en el proyecto y quería recuperar parte de su inversión. Cuando negoció con el medio periodístico más importante de Gran Bretaña, le quedaban apenas cuatro meses de vida aunque, por supuesto, no lo sabía, como tampoco podía imaginar que su muerte sería la primera de una cadena que daría lugar a los rumores sobre “la maldición de la tumba de Tutankamón”. La apertura de la tumba de Tutankamón estuvo marcada por la presencia de su mecenas, Lord Carnarvon, y estrictos controles egipcios Una tumba maldita El hallazgo de la tumba fue calificado como “el descubrimiento del siglo”. La noticia recorrió el planeta y revolucionó el mundo de la arqueología. Al estar intacta, brindaba el panorama “incontaminado” de un período poco conocido de la historia de Egipto. Sin embargo, en muy poco tiempo, su importancia histórica quedó aplastada por rumores que nada tenían que ver con la ciencia y mucho con las supersticiones. Todo empezó en marzo de 1923, cuando lo picó un mosquito y Carnavon se cortó la picadura mientras se afeitaba con su navaja. El corte le causó una infección que derivó en una septicemia. Murió a causa de la infección, agravada por una neumonía, el 5 de abril. Hay una versión incomprobable que sostiene que en el momento de su muerte se produjo un apagón en el Cairo que dejó a oscuras durante unos minutos a toda la ciudad. También se llegó a decir que al examinar en detalle la momia del faraón se encontró que tenía la marca de una picadura de mosquito en el mismo lugar que había sido picado Lord Carnavon. A la muerte del mecenas de Carter se sucedieron otras. Su medio hermano, Aubrey Herbert, que había presenciado la apertura de la cámara donde se encontraba el sarcófago, murió poco después que Lord Carnavon. Era hombre de salud frágil, pero la coincidencia llamó la atención. Poco después, Arthur Mace, que se había sumado al equipo luego del descubrimiento, murió en El Cairo sin que los médicos pudieran explicar la causa. El encargado de radiografiar la momia de Tutankamón, Sir Douglas Reid, se enfermó en Egipto, lo que lo obligó a volver a Suiza, donde murió dos meses después. Alby Lythgoe, el arqueólogo del Metropolitan Museum de Nueva York que cedió a parte de su equipo a Carter, perdió la vida a causa de un infarto en 1934. George Jay Gould, un arqueólogo invitado por Carter a visitar la tumba, empezó a sufrir accesos de fiebre muy elevada pocos días de su regreso de Egipto y falleció. El secretario de Carter, Richard Bethell, murió de un ataque cardíaco en Egipto pocos meses después del descubrimiento de la tumba y su padre se suicidó la recibir la noticia. La “maldición” incluso se cobró una víctima que nunca había estado siquiera cerca de la momia. En uno de sus viajes a Londres, Carter le regaló a su amigo Sir Bruce Ingram varios objetos procedentes de la tumba. Pocos días después, su casa se incendió. Es posible que ese encadenamiento de muertes hubiese pasado casi inadvertido si alguien no hubiera establecido la conexión y escrito un artículo sobre ella. Howard Carter siempre sostuvo que el culpable de inventar la leyenda de la maldición de la tumba de Tutankamón fue Sir Arthur Conan Doyle, por entonces en el pináculo de la fama por el éxito editorial de los relatos protagonizados por Sherlock Holmes. En su vida privada, Conan Doyle era todo lo opuesto al detective de su creación, tan racional y analítico. Desde la muerte de su hijo durante la Primera Guerra Mundial, se había inclinado hacia el espiritismo, en cuyas sesiones trataba de contactarse con su vástago perdido. Conan Doyle reparó en la inscripción tallada en la pequeña pieza de arcilla encontraba en la tumba que rezaba: “La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del faraón”, decía. El bieldo era un instrumento de labranza de tres o cuatro puntas, si se golpeaba a alguien con ellas, se clavaban y podían matar. Entonces publicó un artículo en el que conectaba la inscripción de la tablilla con la serie de muertes para demostrar la existencia de una maldición que perseguía a quienes habían molestado en su descanso eterno al espíritu del faraón. El artículo de Conan Doyle hizo que la leyenda de “la maldición de la tumba de Tutankamon” opacara la importancia arqueológica del hallazgo. Hasta el día de su muerte, el 2 de marzo de 1939, Howard Carter debió responder preguntas sobre las consecuencias supuestamente letales de su descubrimiento. “Si esa maldición existiera, yo habría sido la primera víctima. Sin embargo, estoy aquí”, respondía irritado. Análisis de ADN realizados en el siglo XXI confirmaron que Tutankamón era hijo de Akenatón y de una madre que era su hermana Las revelaciones del ADN La leyenda de la maldición de la tumba recorrió todo el siglo XX y dio lugar a innumerables libros y películas. Hubo que esperar hasta principios de este siglo para que la ciencia volviera al primer plano y pudiera responder dos preguntas que seguían sin respuesta: ¿De quién era hijo Tutankamón?, y ¿por qué murió tan joven? La respuesta a la primera de ellas llegó en 2010, luego de que se comparara el ADN de su momia con el de otras que también estaban identificadas. Hasta entonces se especulaba que el faraón muerto tan joven podía ser hijo de Amenophis III, de su hijo Amenophis IV (que luego cambió su nombre por el de Akenatón) o de otro rey del que poco y nada se sabía, Smenjkare. Los análisis genéticos demostraron que Amenophis III era padre de una momia sin nombre identificada como el “individuo KV55, quien a su vez era el padre de Tutankamón. “Resuelta la discrepancia de la edad, llegamos a la conclusión de que la momia KV55, correspondiente al hijo de Amenophis III y Tiy, y al padre de Tutankamón, era casi con seguridad Akenatón, aunque no podemos descartar del todo que se trate de Smenjkare, ya que sabemos muy poco acerca de ese faraón”, explicó uno de los responsables de la investigación, Kenneth Garrett, en un artículo publicado en National Geographic. Otro estudio pudo determinar que la muerte prematura del faraón se debió a múltiples episodios de malaria, una enfermedad infecciosa causada por un parásito transmitido por la picadura de mosquitos y que en el antiguo Egipto no tenía cura. También se pudo descubrir la razón por la cual había tantos bastones en la tumba de Tutankamón: el joven faraón sufría la enfermedad de Köhler, un trastorno óseo en el pie de los niños que restringe el flujo sanguíneo al tejido óseo y causa necrosis. El circulo se cierra con otra revelación lograda mediante los análisis de ADN: el padre y la madre de Tutankamón eran hermanos, lo cual pudo haberle causado ese y otros problemas de salud y tal vez facilitado su muerte prematura. “En mi opinión, la salud de Tutankamón estuvo comprometida desde el momento mismo de la concepción. Sus progenitores eran hermanos, hijos del mismo padre y la misma madre. Los hermanos casados entre sí tienen más probabilidades de legar a su descendencia dos copias de un mismo gen defectuoso, haciendo que sus hijos puedan tener defectos genéticos. Quizá la malformación del pie de Tutankamón fuera uno de ellos. Sospechamos que además tenía el paladar parcialmente hendido, otro defecto congénito. Quizá pasó la vida luchando contra estas y otras afecciones hasta que un acceso grave de malaria o una pierna rota en un accidente superaron la capacidad de resistencia de su organismo”, explica Garrett, lo cual hace pensar que si existió realmente una “maldición de Tutankamón” no fue la que le causó la muerte a tantas personas relacionadas con el descubrimiento de su tumba sino la que le provocó tantos padecimientos a él durante su corta vida.

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