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  • Hacia una economía global de la sabiduría

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 03/11/2025 06:45

    El auge de la inteligencia artificial generativa plantea desafíos éticos y sociales que requieren respuestas innovadoras y colaborativas Pequemos un poco de optimismo. Quizás bajo esa óptica logremos visualizar algo interesante y superador que puede suceder si se alinean los planetas en este momento tan particular que vive la historia de la Humanidad. Para el pesimismo hay material de sobra: guerras que resurgen, pujas geopolíticas desbocadas, objetivos de desarrollo sostenible (ODS) 2030 lejos de poder cumplirse, liderazgos atrapados en incendios del corto plazo, democracias asediadas por polarizaciones extremas, desigualdades crecientes en economías con menos expectativas de ascenso social, crisis extendida de salud mental en millones de personas, inteligencia artificial en ola expansiva sin coordinación aparente. Y podríamos seguir un buen rato. Por un lado, si como escribió Bauman antes de morir, “no estamos en una época de cambios, sino en un cambio de época”, es razonable esperar que tengamos tantas de esas postales preocupantes que alimentan el pesimismo. Los quiebres profundos en los asuntos humanos no suceden de repente, se cocinan a lo largo de varias décadas. Aunque en estos tiempos digitales, los procesos se hayan acelerado notablemente. Seguimos teniendo que afrontar complejas transiciones, donde los problemas y asimetrías están a la orden del día. Todo lo que no funciona se potencia, los conflictos contenidos se exacerban y los beneficios de lo nuevo no entienden de urgencias. Por otro lado, si como escribió el filósofo político Antonio Gramsci, “el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos”, es esperable también que este tiempo de inflexión este poblado de personajes ocupando posiciones de poder en el mundo que distan mucho de acercarse a algo parecido a estadistas. Claramente, en Gobiernos, empresas, entidades, academias, sindicatos y otras organizaciones, líderes negativos contribuyen al pesimismo con sus desaciertos, sus enfoques sectarios y sus limitadas capacidades para definir y comunicar proyectos colectivos bajo la incertidumbre que nos embarga. Pero no desesperemos. Atravesar transiciones dolorosas es parte de la dinámica de la vida. Lo hemos hecho en muchas ocasiones. Y debemos hacerlo también esta vez. No vamos a negar que asusta un poco el hecho de que el futuro se nos haya venido encima de forma implacable, que todo lo que imaginábamos como posible se esté colando agresivamente hoy en nuestras realidades, en buena medida gracias a las compuertas que parecen estar abriendo los avances de la IA generativa, combinada con otras tecnologías de alto impacto. Pero confiamos plenamente en las reservas ocultas, o al menos que suelen no estar tan visibles, de la Humanidad. No podríamos haber llegado tan lejos como civilización si no tuviéramos atributos para superar las anomalías de este calibre, más aún cuando las actuales suceden sobre una base de aprendizajes, bienestar y tecnologías que deberíamos capitalizar. Pero esas reservas que están allí latentes mientras la transición del mundo nos agobia. No hay certezas de que puedan manifestarse. Pueden también hacerlo débilmente y no alcanzar para moldear el curso de la historia. No disponemos de un Gobierno Mundial, un Consejo de Ancianos ni un designio de la Providencia que nos simplifique el camino. Es la inteligencia colectiva la que debe producir resultados, llevarnos a superar las transiciones y construir los mejores futuros posibles. Imprecisa por definición, la inteligencia colectiva conlleva el arte de aquello que es poco predecible pero cuando fluye multiplica sus impactos positivos. Sin disponer de un plan rector, nos queda confiar y apuntalar esa sumatoria desordenada de voluntades, talentos e iniciativas en distintas partes del mundo que, combinadas, son capaces de amortiguar la transición y proyectarnos al futuro. ¿Qué hace que esas iniciativas y osadías humanas con buenas intenciones sean tantas en un mundo donde los monstruos de Gramsci se cuelan insaciablemente? No hay una única respuesta a semejante pregunta. Pero ensayemos una: una ética humanista vive y se recrea a lo largo de la historia. Esa capacidad moral que termina inclinando el balance del devenir humano a favor del bien, a pesar del acecho constante de las fuerzas del mal. Una ética humanista que nos impulsa a hacer lo correcto, que nos responsabiliza por nuestro metro cuadrado, nos compromete a construir con otros en la diversidad y a reeditar siempre la consigna de que no podemos salvarnos solos. Como siempre entonces, frente al pesimismo reinante esta vez con mayor intensidad, se abre una ventana de oportunidad para el futuro de la Humanidad. Pero esta vez parece más marcada la grieta en la que se ubica: entre el cielo y el infierno. Quizás no haya habido otra época de quiebre donde hayamos estado de forma tan contundente ante futuros posibles de elevación hacia mayores niveles de bienestar individual y colectivo, por un lado, o hacia un sótano ardiendo donde la sostenibilidad de la Humanidad se vería severamente comprometida. Esa ventana de oportunidad que se encuadra en un delicado equilibrio entre el cielo y el infierno, espera por las mejores versiones posibles de inteligencia colectiva. Podemos diseñar futuros posibles, volver al presente y acordar estrategias que nos permitan ir hacia allá. No es una utopía. Sólo tenemos que aceptar que puede suceder sin verticalismos ni planes racionales. Son actos de coraje, entusiasmo e imaginación, que se levantan frente a los pesares actuales y logran visualizar escenarios de futuros que, acompañados por narrativas creíbles y emocionantes, pueden anidar voluntades y decisiones en el presente, perfilando caminos hacia aquellos futuros. Un concepto que nos convoca para reflejar esos futuros posibles que podemos construir es el de “tecnohumanismo”. Pensamos que puede erigirse como un nuevo paradigma para organizar nuestras sociedades y economías. Implica la destreza para combinar la máxima potencia que nos traen las tecnologías cada vez más existentes (que no podremos desconocer ni negar y, quizás de forma limitada, sólo regular) con un humanismo recreado, una especie de nuevo “momento prometeico” como propone Thomas Friedman, gracias al cual personas y comunidades reaccionan tomando el control de la construcción de un nuevo sentido para vidas terrenales mezcladas con tecnologías, repensando nuestras maneras de vivir, producir y vincularnos, asumiendo con entusiasmo la necesidad de adquirir nuevas habilidades y abrazando ese descuidado paquete de cosas que siempre nos harán únicos: el juicio humano, la empatía, las inteligencias emocionales, las interacciones creativas, el razonamiento abductivo que se especializa en los matices, las singularidades y todo aquello que no sigue patrones esperables. El tecnohumanismo es un modelo convocante. Pero debemos llenarlo de significado y estrategias de acción. En los distintos ámbitos de nuestras sociedades. Pensemos por el ejemplo en la organización de la economía y el trabajo humano. Sabemos que estamos embarcados en una nueva ola de automatización de tareas laborales hasta ahora hechas sólo por personas. Claramente el nivel de exposición de los distintos trabajos humanos a la penetración de herramientas de IA que prometen hacer tareas con mayor precisión y velocidad, es inevitable. Y sabemos ya con certeza que los agentes de IA, capaces de razonar y tomar decisiones en distintos procesos de trabajo, son una realidad que está comenzando a delinear fuerzas de trabajo mixtas en las organizaciones, es decir combinaciones de humanos y agentes o robots en todas las áreas. Pero también recogemos crecientes evidencias que de que nuevas tareas humanas emergen como viables y necesarias en distintos trabajos. Que los trabajos humanos encierran una complejidad y riqueza que suele ser mayor a la sumatoria de las actividades específicas que los componen. Que las habilidades se diversifican, pudiendo identificar, clasificar y entrenar nuevas competencias más enfocadas en las intervenciones humanas diferenciales frente a trabajos llenos de procesos automatizados. Habilidades duraderas, basadas en nuestra humanidad sacada de lo accesorio y colocada en el centro de la escena. Y también sabemos que nuevos trabajos van apareciendo en distintas industrias y sectores, a partir del nuevo umbral que nos permite la tecnología. Lograr una síntesis virtuosa entre estos movimientos podría llevarnos a una nueva economía. La del conocimiento, que tanto fundamentamos y empujamos en los últimos 20 años, queda corta frente a la velocidad de las transformaciones. El conocimiento hoy es un activo enorme que las máquinas inteligentes pueden procesar, manipular y ejecutar de forma creciente. Pero como sucede en la profesión de desarrollo de software (y tantas otras), las intervenciones humanas no desaparecen sino que cambian de sintonía, alcance y orientación. Supervisar, dirigir, coordinar, enriquecer, contextualizar, especificar, entrenar, deleitar, validar éticamente, etc., pasan a ser los nuevos verbos del trabajo humano que debemos construir. Y hacerlo a gran escala puede llevarnos a una economía de la sabiduría, es decir una economía donde las máquinas produzcan cada vez más bienes y servicios para nosotros, siendo nosotros los encargados de poner la capa de tareas asociadas a la “sabiduría”, ese componente de juicio y experiencia que siempre enriquece al conocimiento para lograr mejores resultados.

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