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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 01/11/2025 14:49
El debate sobre Halloween revela la tensión entre rituales importados y tradiciones nacionales (Foto: REUTERS/Jeenah Moon) Hace un par de días hice una columna en Infobae Streaming acerca de la celebración de Halloween. La primera pregunta es por qué la hice, bien: siempre pienso que es mejor saber el origen de las cosas, saber por qué hacemos lo que hacemos, de dónde viene y cuál es el sentido. Lo encuentro fascinante. Desde por qué hablamos como hablamos, de dónde salieron las frases hechas que usamos, las comidas, la música. Saber el origen, el motivo, la razón de las cosas ayuda a decidir de manera más consciente y libre si queremos participar de eso o no. Saber qué representa la bandera de los confederados, por ejemplo, puede ayudar a elegir o no una marca de ropa. ¿Cuántas veces usamos remeras con frases en otros idiomas que no tenemos idea de lo que están diciendo? En un punto alguien puede decir y eso ¡qué importancia tiene!, pero para mí sí. Recuerdo una vez, caminando por el centro de mi pueblo en época de navidad, un letrero en un negocio rezaba “Happy Christmas and Merry New Year” (soy profesora de inglés) así que no pude evitar entrar y preguntarle a la empleada qué significaba esa frase. Con cara de pocos amigos (o, señora, usted es muy bruta) me respondió: . Tuve que explicarle que se lo habían pegado al revés, que así en inglés no se decía. Y que pidiera que se lo arreglaran. Pero en mi interior todo el tiempo pensaba “¿y por qué no lo escribiste en español?” ¿Por qué usamos el inglés como forma de comunicarnos? ¿Por qué una remera escrita en inglés es más vendible que si está escrita en español?¿Por qué nos deseamos “Merry Christmas” o vamos a un “coffee shop” o un “in door gym”? Hay algo creo ahí del orden de los rituales y la valoración de nuestra cultura. En cierta medida, hemos comprendido de manera colectiva que lo que viene de afuera es mejor, o más atractivo, o vende más. El disparador de este artículo fue leer ciertos comentarios al pie de la publicación en Instagram de un adelanto de la nota sobre Halloween. Frases como “los yankees apropiándose de cosas”, o “dejen disfrutar a los chicos sin tanto lío”. Variantes de una idea que circula entre los comentarios que van desde creyentes que se espantan porque se celebre Halloween, a otros que no celebrarían porque “es yankee”, a otros que piden que se celebre sin saber por qué, que no importa. Todos los comentarios son interesantes ya que muestran un poco la complejidad en la que estamos viviendo como sociedad. Hay escenas que solo tienen sentido en retrospectiva. El patio de un colegio a las ocho de la mañana. Estudiantes aún medio dormidos, alineados por cursos, con un aire tan frío que se ve su aliento. Una bandera que se iza lentamente. El himno grabado que suena entre interferencias a través de un altavoz desvencijado. Los niños aún no entienden la letra y la mitad de ellos no articulan nada. Aun así, ahí están, de pie. El fútbol argentino se mantiene como el principal ritual que une a todas las clases y generaciones del país (Foto: REUTERS/Stephane Mahe) Nadie lo llama ritual, pero eso es lo que es. Un gesto público que se repite a intervalos fijos, realizado en común, no porque todos los participantes crean en él, sino porque la forma en sí misma es importante. El sociólogo francés Émile Durkheim escribió, hace más de un siglo, que la sociedad no existe primero y luego inventa el ritual. El ritual crea la sociedad. Cuando las personas actúan al unísono —cantan, se ponen de pie, marchan, lloran— generan lo que él llamó efervescencia colectiva: la sensación de elevarse más allá de uno mismo a una realidad a la que no se puede acceder solo. Sin estos momentos, argumentaba, la vida social se disuelve en una mera coexistencia, una multitud sin cohesión. Ese patio, esa bandera, ese himno, nada dramático, apenas perceptible, era una de las formas en que un país enseñaba a sus ciudadanos que pertenecían a algo más grande que sus propias biografías. Pero eso era antes. La bandera sigue ondeando en algunos lugares, pero la coreografía, el guion, se ha diluido. Algunas escuelas han eliminado el himno; otras lo han acortado; otras lo han trasladado al interior, donde el ritual se disuelve en la rutina. Los niños siguen de pie, tal vez, pero sin saber por qué, y nadie se los dice porque ya nadie está seguro de si explicar un ritual lo mata o lo salva. Y entonces, casi sin darse cuenta, la forma desaparece. El filósofo Byung-Chul Han ha descripto esta desaparición: los rituales estabilizan el tiempo, son “islas de duración”. Una vida sin rituales no es simplemente una vida sin tradiciones, es una vida sin ritmo. Los días se vuelven intercambiables. La identidad se convierte en algo creado por uno mismo y, por lo tanto, frágil; porque el ritual es un espacio en el que nos alejamos temporalmente de la vida cotidiana y nos transformamos antes de volver a ella. El ritual era lo que mantenía los umbrales —nacimiento, matrimonio, muerte, entrada, salida— para que no se convirtieran en confusiones privadas. Ahora vemos esto en todas partes: todo sucede, pero nada marca lo que sucede. Pasamos por los acontecimientos de la vida, pero no por las formas. El antropólogo Victor Turner diría que hemos perdido no solo el ritual, sino también la liminalidad, el estado de estar “entre”, donde la identidad cambia y la cultura te sostiene mientras cruzas de un estado a otro. Eso pasa la noche de Halloween, donde los mundos de los vivos y los muertos se confunden y ahí se pone en cuestión la vida, la pertenencia, la permanencia y la muerte. Ese era el sentido original del ritual; entre otras tantas cosas: reforzar la idea de la vida frente a la muerte. La globalización y el mercado reemplazan los rituales tradicionales por celebraciones como Halloween y San Valentín (Foto: Kirby Lee-Imagn Images) Las naciones también necesitan rituales. El teórico político Benedict Anderson llamó a las naciones “comunidades imaginadas”, no porque sean falsas, sino porque dependen de una imaginación compartida, de que las personas crean que pertenecen a un grupo al que nunca conocerán plenamente en persona. ¿Cómo un país de cuarenta o trescientos millones de desconocidos se convierte en un “nosotros”? No a través de leyes o mapas, sino a través de actos sincronizados, guionados de manera colectiva: ponerse de pie para el mismo himno, conmemorar el mismo día, llorar a los mismos muertos, celebrar la misma victoria. Pero con el tiempo estos rituales comenzaron a perder intensidad. No de golpe. Primero, los feriados se convirtieron en ocasiones para el turismo más que para la memoria. Luego, las ceremonias escolares se suavizaron, se acortaron, se informalizaron. Las comparsas de carnaval pasaron de ser una celebración del barrio a una queja constante por ruidos molestos. Y parece que los que seguimos disfrutando de esos encuentros colectivos y rituales somos anacrónicos. Es en ese vacío que llegó Halloween. Y un poco más tarde el Día de San Valentín. Luego el Cyber Monday. Luego el Día de San Patricio para personas sin antepasados irlandeses y sin recuerdo de por qué los santos son importantes. Calabazas de plástico apiladas en un lugar donde deberían estar las flores de primavera. Niños disfrazados de brujas sin recuerdo de las hojas otoñales, porque octubre en Argentina es jacarandas y humedad, no cosecha y frío. Bolsas de “truco o dulce” vendidas en supermercados donde, hace cuarenta años, sólo el pan dulce y el turrón marcaban el calendario. Y nadie pidió esto, exactamente. Nadie lo exigió. Simplemente llegó, ya hecho, simbólico, exportable, reforzado por el algoritmo. Un ritual en forma de kit: disfraz + dulces + productos temáticos + momento para compartir. El ritual de generaciones, comprimido en un paquete. La cultura de consumo global ofrece rituales listos para usar, pero sin la profundidad histórica de los nacionales (Foto: Maximiliano Luna) Muchos lo llaman globalización, y tienen razón, pero esa no es la razón. La razón por la que Halloween tiene éxito donde el Día de la Tradición fracasa es que Halloween todavía tiene un guion. El Día de la Tradición, para la mayoría de la gente, no lo tiene. Los rituales no compiten en significado. Compiten en su posibilidad de ser en acto. Cuando el gesto deja de realizarse, el recuerdo que conllevaba comienza a desvanecerse. No se puede revivir un ritual explicándolo. Solo vive cuando se repite. María Elena lo dice siempre mejor: “En el país del no me acuerdo, doy tres pasitos y me pierdo…” Pierre Bourdieu dijo algo similar: el ritual se inscribe como habitus, un conjunto de disposiciones incorporadas. Es mecánico, está incorporado. No te preguntás por qué bajás la voz cuando entrás en una iglesia, o si te ponés más firme y solemne cuando suena el himno. El ritual ya ha hecho su trabajo: ha entrado en el cuerpo. Cuando esos gestos desaparecen, parte de la memoria se desvanece también. Y una vez que el cuerpo ya no sabe qué hacer, la mente inventa sustitutos, pero esos sustitutos nunca son neutrales. Vienen de algún lugar, y hoy en día provienen principalmente del mercado. El ritual que una vez heredamos, ahora lo compramos. Parecen rituales. Se comportan como rituales. Reúnen a la gente, crean repetición, generan anticipación. Pero les falta un ingrediente: la continuidad. Las fiestas como Halloween y San Valentín ofrecen un sentido de pertenencia sin historia, todavía sin continuidad. No requieren memoria, ni antepasados. Son rituales sin profundidad temporal, y precisamente por eso se extienden tan rápidamente. Puedes importar Halloween a un país donde octubre no tiene fantasmas ni cosechas porque el ritual no requiere un pasado, solo un disfraz y una calabaza de plástico llena de caramelos Sugus. Los rituales colectivos fortalecen la identidad y el sentido de pertenencia en la sociedad argentina (Foto: EFE/Juan Ignacio Roncoroni) Judith Butler escribió una vez que la identidad no es algo que tenemos, sino algo que hacemos, una actuación que se repite a lo largo del tiempo. Si eso es cierto, ¿qué ocurre cuando las actuaciones que heredamos de la familia, la escuela, la religión y la nación se debilitan, y las que ofrece la cultura de consumo global se fortalecen? La identidad se convierte en algo descargable, no transmitido. En ese sentido, los rituales importados no sustituyen a la identidad nacional, sino al sentimiento de pertenencia que antes proporcionaban los rituales nacionales. Ofrecen emoción, acción, simbolismo y repetición. Y como vienen empaquetados, no exigen nada de la tradición. Todo son ganancias, sin herencia. Se pegan a un vidrio como el deseo de feliz navidad; viene en un paquete en inglés. Los chicos argentinos que cargan con una calabaza de plástico pidiendo truco o dulce, no están confundidos. Simplemente siguen la única coreografía disponible que aún señala la participación colectiva. La pregunta no es por qué aprendieron que eso lo encontraban en Halloween. La pregunta es por qué la cultura dejó de nutrir con otros rituales la idea de comunidad e identidad colectiva. Argentina todavía tiene rituales que tienen peso, pero ahora son menos, más frágiles y más controvertidos. Y el mismo día que hablamos de Halloween en el programa, hablamos de Maradona porque hubiera cumplido 65 años. El fútbol… el más poderoso de todos nuestros rituales. No hay otro momento en la vida contemporánea argentina en el que millones de desconocidos sientan el repentino estallido de la “efervescencia colectiva” de Durkheim. Ningún otro ritual une a la ciudad y el campo, a todas las clases sociales sin distinción, a los creyentes y los ateos, a los peronistas y los antiperonistas, a los jóvenes y los mayores. Ningún otro evento hace que la gente salga a las calles con banderas que no necesitan explicación. Cuerpos trepando a los semáforos, desconocidos abrazándose sin dudarlo, tambores resonando en el cemento, el himno cantado no como un deber institucional, sino como una necesidad física. Eso no es fanatismo. Es un ritual. Tiene una coreografía y un guion: el canto, la camiseta levantada, el beso al escudo, las canciones escritas por los músicos que esperan convertir en himno. Tiene simbolismo: los colores, el número 10, las referencias a Maradona o Messi. Tiene repetición: cada cuatro años, una oportunidad de recrear las mismas escenas, las mismas frases, las mismas lágrimas. Y, lo que es más importante, tiene memoria. La gente recuerda dónde estaba en 1986. Recuerda con quién estaba. Recuerda quién ya no está vivo para ver la victoria de este año. El fútbol lleva consigo a los muertos, a los ausentes, a la ciudad, a la nación, a la narrativa e infraestructura. Laurie Anderson en el Louisiana Museum of Modern Art en Humlebaek, Dinamarca, en agosto de 2025 (Foto: REUTERS/Tom Little) En ese sentido, Halloween no está invadiendo Argentina. La está llenando. El espacio vacío que dejan los rituales cívicos y religiosos, carnavalescos o conmemorativos se convierte en una pista de aterrizaje comercial porque seguimos queriendo la emoción de antes, los disfraces, los gestos compartidos, la decoración. Porque pertenecer a una comunidad no es solo que nos una una bandera sino un calendario, historia sí, pero aniversarios, conmemoraciones, ritos que nos anclen en el ahora porque vienen de antes y nos dan proyección. Pueden cambiar, modificarse, alejarse de su origen (como Halloween que poco tiene que ver hoy día con su origen ancestral) pero permanecen en el inconsciente colectivo. Y muchas veces no elegimos el ritual, simplemente está allí. Y paradójicamente por eso funciona. No tiene sentido discutir Halloween sí o Halloween no. El mundo no se acabará porque dejemos de arrodillarnos, de izar banderas o de cantar juntos y comencemos a disfrazarnos de fantasmas en octubre. Se acabará, de forma silenciosa y anónima, cuando no quede ningún gesto que pueda ser más grande que cada uno de nosotros individualmente. El ritual es la tecnología mediante la cual creamos un espacio para los muertos y un tiempo para los que aún no han nacido. Es lo que evita que una cultura se convierta únicamente en un mercado, una línea temporal, un feed. Es lo contrario de la soledad. Recuerdo un cuento que escuché una vez contar a la grandiosa artista y activista cultural Laurie Anderson. Creo que simplifica todas las ideas que intenté volcar en esta reflexión y lo dice de manera muy bella: “Esto pasó en las montañas. Celebrábamos esta ceremonia todos los años. La celebrábamos y venía gente de kilómetros a la redonda. Primos, tías, tíos y los niños, abuelas, abuelos, todo el mundo y lo armábamos todo alrededor de una gran piscina natural con pinos y palmeras, todos los árboles estaban allí. Y teníamos miles de esas grandes urnas, ya sabes de qué tipo, y todo el mundo bailaba y cantaba y duraba tres días. Todo el mundo cocinaba y lo esperaba con ilusión durante todo el año. Bueno, un año, estábamos en medio de la ceremonia, y yo era solo una niña en aquella época, en fin, era de noche y, de repente, entraron un montón de tigres. No sé de dónde salieron, entraron corriendo, gruñendo y volcaron todas las urnas y fue un verdadero desastre. Bueno, pasamos todo el año siguiente reconstruyendo todo pero en medio de la ceremonia la siguiente vez ocurrió lo mismo- Estos tigres volvieron a entrar corriendo y lo rompieron todo y luego volvieron a las montañas. Esto debió de durar cuatro o cinco años. Así, reconstruyendo y luego venían los tigres y lo rompían todo, nos estábamos acostumbrando. Finalmente, tuvimos una reunión y decidimos que esos tigres formaran parte de la ceremonia. Ya sabíamos que iban a venir. Empezamos a poner comida en las urnas para que los tigres tuvieran algo que comer. Al principio no era mucha, galletas y cosas así. Luego, fuimos poniendo más comida hasta que, finalmente, guardábamos comida durante todo el año para los tigres. Entonces, un año, los tigres no vinieron. Nunca volvieron”.
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