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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 31/10/2025 04:35
 
                            Federico Zichy Thyssen en un retrato en su mansión de Barrio Parque (Nicolás Stulberg) “Nazis, drogas, un conde y una estatua romana”, dice el título de esta nota. ¿Cómo puede unirse todo esto en una historia completamente real y completamente argentina? La respuesta está en La Diosa de Thyssen, el nuevo libro de Federico Fahsbender, periodista y escritor, una de las históricas plumas de Infobae, -publicado por el sello Aguilar de Pengun Random House, disponible desde el 1° de noviembre- y su protagonista, el conde Federico Augusto Zichy Thyssen. Debería haber sido uno de los hombres más famosos de la Argentina. Sin embargo, no lo fue. El conde estaba demasiado ocupado con el caos de su vida como para cultivar su propia leyenda. Zichy Thyssen vivió una vida fascinante, sin dudas, con un nivel de lujo y un estilo de riqueza impensable para el siglo XXI; fue una figura en la era del jet set, un dandy con viajes épicos por el mundo y su flota de aviones privados, Punta del Este un día, Saint Tropez al siguiente, Berlín, El Cairo. Fue un rico entre ricos en la elite argentina, en el centro del uno por ciento dentro del uno por ciento. Fue un magnate y estanciero con cientos de miles de hectáreas, un aventurero a bordo de sus aviones privados, cazador que le disparaba a grandes ciervos con los mismos rifles que usa el rey de Inglaterra y uno de los mejores criadores de caballos árabes del mundo, con un reloj Patek Philippe en su muñeca, habitué taciturno del desaparecido restaurant La Bourgogne en el Alvear Palace Hotel, donde siempre pedía el mismo plato. Huraño, llamado “difícil” con una sonrisa por sus íntimos, no se mezclaba con otros grandes millonarios y capitanes de industria; era un hombre inmensamente privado. Rara vez se dejaba ver en público. Su verdadero círculo de pertenencia era ese uno por ciento dentro del uno por ciento. Fritz Thyssen, abuelo de Federico Augusto, que financió a Adolf Hitler, tras convertirse en prisionero en Europa Después, estaba el origen de su fortuna. Argentino por accidente de la historia, hijo de un conde húngaro, Federico Augusto era el heredero de una de las mayores fortunas del acero alemán que lleva su apellido, más precisamente, de su abuelo, Fritz Thyssen, quien financió el ascenso de Adolf Hitler. Se exilió aquí a los seis años junto a su madre, su padre y su abuelo, condenado en los juicios a los colaboracionistas del Tercer Reich, luego de que el nazismo lo encerrara en campos de concentración. Un retrato de Fritz, fallecido en Argentina en 1951, vestido con un típico traje militar nazi, decoraba su mansión de Barrio Parque, el escenario de sus fiestas y galas. A pocos metros, en esa mansión, se encontraba, su posesión más preciada: una majestuosa estatua de Venus, un mármol esculpido en la Antigua Roma, en el siglo I después de Cristo. La Venus de Zichy Thyssen en su mansión En noviembre de 2021, la Venus fue subastada en Sotheby’s por una fortuna impensada: 24,5 millones de dólares. Se convirtió en el mármol romano más caro de la historia. Hoy, la Venus se exhibe al público en el Metropolitan Museum de New York, donde su actual propietario la cedió en préstamo. Sotheby’s, al subastarla, detalló todos sus previos dueños; incluía una larga lista de lords escoceses, hasta el magnate de la prensa William Randolph Hearst. Sin embargo, en aquella lista, Sotheby’s no mencionó a Federico Zichy Thyssen. Apenas marcó “coleccionista privado”. El conde ya había muerto para ese entonces; falleció el 10 de agosto de 2014 en el Sanatorio Otamendi. Su muerte marcaba el fin de una era para la aristocracia argentina. Pero esa aristocracia, que lo recordó con decenas de avisos fúnebres, no visitó su funeral en una casa velatoria del Bajo Belgrano; lo visitó la Policía Federal. Allí, el cadáver del conde fue secuestrado por las autoridades frente a su viuda, su última esposa, la número seis en su vida, la decoradora dominicana Rachel Román Núñez y su última hijastra, Franchesca Giraldez, en medio de un escándalo. Fue ser enviado a la Morgue Judicial por orden de un juez, donde se le practicó su correspondiente autopsia; horas antes, una hija de Zichy Thyssen había denunciado su muerte como sospechosa. Lo que reveló esa autopsia, que atraviesa un capítulo completo de La Diosa de Thyssen, fue al menos inquietante. Caza mayor: Zichy Thyssen en La Pampa, tres años antes de su muerte, junto a Román Núñez, su hijastra Franchesca y un carnero muerto Los problemas habían explotado en secreto años antes. El conde tenía seis hijos de matrimonios anteriores. También, una adicción furiosa a los opioides como el Demerol, que lo llevó a inyectarse diez veces al día o más. Vivía al límite: un furioso accidente de auto en la Costa Azul de Francia terminó con sus dos piernas rotas. Sus hijos lo internaron por la fuerza en varios psiquiátricos. Su padre contraaatacó en Tribunales. Al final, cedió a sus hijos gran parte de su fortuna. Años más tarde, los excluiría de su testamento. Luego, murió. Pero su muerte sería solo el comienzo de una pelea mucho más amarga: la guerra por su multimillonaria herencia, marcada por el gran lujo del siglo XX, entre sus hijos, su viuda y la mujer que se consideraba, básicamente, su otra viuda. Y en el medio de todo esto, la estatua, la diosa de Thyssen, con su propia historia, desde la Antigua Roma hasta Barrio Parque, atada al caos de su amo. La portada de la diosa de Thyssen Así, Fahsbender fue tras la historia. Para el periodista y escritor, comenzó en mayo de 2015 en Infobae, cuando Román Núñez decidió romper el silencio para relatar su conflicto con sus viejos hijastros y así revelar la guerra por la herencia. Seguiría años más tarde en 2021, cuando la estatua fue subastada y una fuente anónima revelaba que la Venus, precisamente, había pertenecido a Federico Augusto. Sin embargo, en el mundo del conde, nadie quería confirmar que el dueño original había sido Zichy Thyssen. El rastro de papeles, finalmente, diría la verdad. Así, Fahsbender dedicó cuatro años de su vida a investigar el misterio de la Venus y el conde. Entrevistó a quienes marcaron la vida y la muerte de Federico Zichy Thyssen. Están su querida amiga y confidente, la princesa Laetitia D’Arenberg, su chef favorito, Jean Paul Bondoux, el curioso pintor que fue una de las claves para negociar la subasta de la estatua, hasta Héctor Konopka, el forense que analizó su cadáver, decenas de diálogos entre otros actores clave que eligieron el anonimato-. Y, por sobre todas las cosas, habla Federico Zichy Thyssen mismo; lo hace a través de su testamento, de sus entrevistas con los psiquiatras que trataron su adicción, sus contraataques en tribunales. Tiro fijo: el conde y un ciervo colorado de 25 puntas cazado en La Pampa, 2011. Apenas podía estar de pie El autor obtuvo ese rastro de papeles, miles de fojas de expedientes civiles y penales e informes reservados que encerraban los secretos de la debacle psiquiátrica del conde adicto y el conflicto de los Zichy Thyssen, una guerra de sucesión que representa el fin de una era de la aristocacia y el derrumbe de un linaje, el fin de un estilo de riqueza. El resultado es una investigación sin una línea de ficción que se lee como una novela, y que promete ser uno de los libros del verano. Aquí, Fahsbender -uno de los principales periodistas de policiales de la Argentina, con sus crónicas escritas a diario en este sitio y sus columnas en Infobae en Vivo, autor de libros como El Trueno en La Sangre (Rara Avis, 2021), cuyo trabajo fue destacado en medios internacionales como The Mail on Sunday y Rolling Stone USA- vuelca toda su cultura y su técnica como investigador para transformarlas con su pulso narrativo, con un nivel de detalle asombroso. El libro será presentado el miércoles 12 de noviembre a las 18 horas en Dain Usina Cultural, Nicaragua 4899, Palermo, con la participación de Facundo Pastor. “Hay mucho de mí en La Diosa de Thyssen, que se convirtió un tren de fascinación, con un poco de brillo, un poco de miseria humana, un poco de oscuridad. La última estación de ese tren es ese mundo del conde, ese jet set que ya no existe”, reconoce Fahsbender: “Federico es un personaje fascinante porque ya nadie sería capaz de vivir su vida. Los millonarios ya no son así. En el camino, escribí un retrato de la riqueza en Argentina, de cómo se percibe a sí misma y de qué es capaz de esconder lo más alto de la alta sociedad. Creo que lo escribí a tiempo. Ya no queda casi nadie capaz de contarlo”. Fahsbender y la Venus de Thyssen en el Metropolitan Museum de New York, agosto de 2025. (gentileza Mechi Fahs) Infobae adelanta en exclusiva el capítulo que da comienzo al libro: Capítulo cero: ese rumor En diciembre de 2021, una historia circuló en ciertas partes de la aristocracia de la ciudad de Buenos Aires, en el uno por ciento dentro del uno por ciento. Luego, esa historia llegó hasta mí. Indicaba que una estatua de la Antigua Roma, una Venus de mármol, se había vendido por una fortuna, subastada días antes por Sotheby’s de Londres. Los aristócratas susurraban que esa estatua, precisamente, había salido de Buenos Aires. Decidí perseguir a la historia de la diosa, convencido de que había algo interesante sobre qué escribir, con la pandemia del coronavirus todavía en el aire. Había algo especial en ese rumor que había oído, un animal infrecuente para un periodista encerrado en su casa en los días de la tos y la muerte. La diosa desnuda, que databa del siglo I° después de Cristo, de más de un metro ochenta de alto y de una belleza imperial, todavía pagana, había sido vendida tras una campaña publicitaria en donde Sotheby’s construyó una épica misteriosa a su alrededor. En ese relato, la estatua, una joya perdida de Occidente, una imagen de su propio eros, incluso de su propia consciencia, regresaba al gran público después de ser vista por última vez 70 años atrás, luego de ser vendida en 1949 en New York, para partir con rumbo desconocido. Sotheby’s la ofreció a un precio base de dos millones de libras esterlinas, 2,7 millones de dólares al cambio de ese día, un número standard para una escultura romana de este tipo. Al final de esa tarde, la Venus se vendió por 24,5 millones de dólares, el mármol romano más caro de la historia. Plena guerra: año 2015, la viuda de Zichy Thyssen posa para Infobae en la mansión del conde (Nicolás Stulberg) ¿Por qué esos aristócratas de Buenos Aires hablaban de ella con una insistencia tan particular? ¿Qué los ataba a esa estatua fabulosa? En el brochure de la subasta, Sotheby’s publicó la procedencia de la diosa, su lista de propietarios, que sus expertos e historiadores reconstruyeron meticulosamente. La lista comenzaba con un largo linaje de lords escoceses; llegaba, incluso, hasta el magnate estadounidense William Randolph Hearst. Y luego, esa lista de nombres se detenía. Los nombres de su último dueño y sus herederos fueron mantenidos en secreto por Sotheby’s con un silencio deliberado. Le pregunté a la casa de subastas: sus representantes en Londres y Buenos Aires se negaron a aclararlo. La intriga se volvía casi perfecta porque, para una buena intriga, se necesita una buena pregunta: ¿a quién le perteneció la estatua de mármol romana más cara para todos los tiempos? ¿Quién fue ese dueño final? De vuelta en Buenos Aires, los aristócratas del rumor lo sabían. Aseguraban que habían frecuentado a la Venus en una mansión de Barrio Parque. También, habían frecuentado a su dueño. Lo recordaban como un hombre polémico, inusual, excéntrico, un playboy y un conquistador. Era rico, ridículamente rico, un supermillonario. También era un conde por nacimiento, un heredero. Había nacido en Alemania, pero fue argentino por un accidente del destino, por el curso despiadado de la historia, o por las alianzas infames de sus antepasados. Era, más que nada, un ciudadano de su propio placer. Y fue su nombre lo me llamó la atención, por sobre todas las cosas. Años antes, había visitado su casa, donde conocí la historia de su familia. Sabía que habían librado una guerra despiadada entre ellos en los tribunales porteños, dispuestos a arrancarse los ojos, una guerra, que, hasta donde suponía, no había terminado. Años después, el conde regresaba a mi escritorio. El rumor, -bien informado, algo suspicaz también-, incluía una foto de la diosa, transmitida por WhatsApp. Había sido tomada no en Londres, sino aquí en Buenos Aires, entre paredes decoradas con molduras doré. La estatua en aquella foto tenía exactamente las mismas marcas que la subastada en Londres; llevaba las mismas rajaduras en el cuello y en sus brazos, la misma marca circular en uno de sus codos. Supe, luego, que esas paredes pertenecían a la mansión del conde, las molduras doré la delataban. Ya no se trataba solo de la Venus: ahora, se trataba del conde. Debía probar que la estatua le había pertenecido, más allá de cualquier duda. Un rumor de WhatsApp y un par de molduras doré, desde luego, no eran suficientes. Entonces, pregunté con más fuerza todavía, me lancé a los laberintos de la historia. Perseguí a sus protagonistas. Alarmados, rápidamente marcaron su distancia. Me decían “nada”, “no”, “no sé”, cosas así. Sabía que me mentían; no soporto que me mientan. También, oí sus verdades a medias. Me encantan las verdades a medias; vuelven doble al desafío, me emocionan más todavía que las mentiras mismas. El rastro de papeles en la Justicia fue el camino. Hallé una serie de documentos que hablaba, precisamente, de una Venus romana que le perteneció, y de cómo un magnate había intentado comprarla años después de la subasta en Sotheby’s. Esa primera pista me mostró el camino. Obtuve un expediente, luego otro. Cada revelación llevaba a una respuesta, pero también, a una nueva pregunta, a un nuevo giro en la historia de la Venus y el conde. Así, pasaron casi cuatro años. Finalmente, entendí que ese rumor se había convertido en mi vida. 2021: la mansión de Zichy Thyssen, tapiada y en obra siete años tras su muerte Con el tiempo, acumulé más de diez mil páginas de infidencias y secretos que, para cualquier supermillonario, sería un tabú revelar. Finalmente, gané la confianza de otros alrededor de la diosa y el conde y sus vidas, en intercambios de WhatsApp a altas horas de la madrugada y encuentros fugaces de café que se convertirían en conversaciones que duraron por años. Probar que la Venus le perteneció al conde, más allá de cualquier duda, se convirtió en mi primera obsesión. Lo logré. Los documentos estaban allí. Solo tenía que encontrarlos. Más tarde, el conde mismo, con su vida y con su muerte, se convirtió en mi otra obsesión, una que me llevó desde su living en Barrio Parque hasta su tumba. Me fascinaba su riqueza, junto con todo el caos que había creado, con todo ese peculiar elenco de personajes que lo rodeaba con su ascenso y su ruina y su revancha y todo lo que vino después. Pero no se trataba de sus cuentas offshore y todos sus autos y joyas, de sus decenas de miles de hectáreas, sino de su estilo. Era una riqueza hoy en peligro crítico de extinción, propia de un mundo que ya no existe, donde los supermillonarios no eran básicos y aburridos trolls de redes sociales, donde el dinero, todavía, conservaba algo de clase, donde las revistas del corazón escribían historias sórdidas y principescas sobre nobles y polistas y toreros y magnates y supermodelos, intrigas de traiciones y embarazos y matrimonios y grandes vacaciones en yates en la Costa Azul, vistas a decenas de metros de distancia desde el teleobjetivo de un paparazzi, porque ese era la gran fantasía. La riqueza no solo se trataba de ser rico, ser un self made man o un nepo baby burro, monosilábico y cruel, sino de vivir fascinantemente. Y el conde vivió y murió así: fascinantemente. Podría haber sido un hombre famosísimo. Debería haber sido un hombre famosísimo. Pero no lo fue. Su gran triunfo fue mantener en silencio todos sus secretos, aún más allá de su muerte. Y luego, los descubrí. Fue extraño, al final. Siento que me atravesé a mí mismo con mi propia espada. Responder una pregunta, inevitablemente, lleva a otra pregunta, a una nueva habitación en la mansión del conde aún más oscura que la anterior. Esa obsesión, creo, todavía sigue conmigo. La tumba de Zichy Thyssen en el 10° aniversario de su muerte: ni una flor, solo pasto seco
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