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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 29/10/2025 04:41
Una persona mira detrás de un coche quemado durante una operación policial contra el tráfico de drogas en la favela do Penha, en Río de Janeiro (REUTERS/Aline Massuca) En los márgenes de las grandes ciudades brasileñas, donde la topografía se confunde entre el concreto y la favela, se libra una guerra que hace décadas dejó de ser solo una disputa por el comercio de sustancias prohibidas. El enfrentamiento entre el Comando Vermelho (CV) y el Primeiro Comando da Capital (PCC) ha mutado hacia un fenómeno de poder político, territorial y social. Hoy, sus redes penetran en las cárceles, las instituciones estatales y la vida cotidiana de millones de brasileños. La violencia, lejos de ser un efecto colateral, se ha convertido en el lenguaje mismo del orden imperante en vastas regiones donde el Estado apenas se percibe como una sombra. Génesis de la violencia: del encierro a la organización Para comprender la magnitud del conflicto actual es necesario retornar a las cárceles del Brasil de los años setenta. El Comando Vermelho nació en 1979 en el presidio de Ilha Grande, Río de Janeiro. Allí, los presos comunes convivían con militantes políticos detenidos por la dictadura militar; de esa confluencia surgió una idea inédita hasta ese momento en el mundo carcelario carioca, siendo esta la organización colectiva dentro del sistema penitenciario. Los delincuentes aprendieron de estrategia y a moverse con disciplina y solidaridad, herencias ideológicas de la izquierda clandestina. De esa mezcla nacía un nuevo tipo de criminalidad, capaz de articular redes, imponer códigos y resistir al Estado. Un hombre es detenido por agentes de policía durante una operación policial contra el tráfico de drogas en la favela do Penha (REUTERS/Aline Massuca) El lema inicial Paz, justicia y libertad, pronto se convirtió en una ironía. A medida que el narcotráfico internacional se consolidaba en los años ochenta, el Comando Vermelho, lenta pero inexorablemente, se fue apropiando de las favelas, controlando territorios, rutas y poblaciones enteras mediante la violencia y la asistencia social paralela. En esa estructura híbrida, el fusil y el plato de comida convivieron como símbolos de un mismo poder. En el otro extremo del país, en 1993, dentro del Presidio de Taubaté (São Paulo), nacía el Primeiro Comando da Capital (PCC), en respuesta a una de las masacres más brutales de la historia penitenciaria brasileña, la Masacre de Carandiru, en la que 111 presos fueron asesinados por la policía militar. El PCC surgió como una organización de autodefensa carcelaria, pero pronto evolucionó hacia un esquema mafioso de alcance nacional. Su lema —Paz, Justicia y Libertad— encubría una estructura de mando jerárquica, disciplinada y financieramente sólida. Mientras el CV se consolidaba en las favelas del sudeste, el PCC extendía sus tentáculos a todo el país desde las prisiones paulistas. A diferencia de su rival, el CV, adoptó una lógica empresarial y discreta. No buscaba exhibir el poder del fusil, sino garantizar el control del mercado criminal a través del orden interno y la corrupción política. El dominio del encierro: cárceles como Estado paralelo Hoy, el sistema penitenciario brasileño alberga más de 890.000 detenidos, la tercera población carcelaria más grande del mundo, solo superada por Estados Unidos y China. Sin embargo, más del 60% de esas prisiones están controladas, de manera directa o indirecta, por facciones criminales. En los pabellones donde el Estado no consolida la gobernanza criminal, las sintonías del Primeiro Comando da Capital o los frentes del Comando Vermelho regulan la convivencia, aplican justicia interna y cobran impuestos a los reclusos. El PCC es el paradigma del poder carcelario ya que financia defensas judiciales, paga abogados, garantiza protección a las familias y regula las transacciones dentro y fuera de prisión. A través de los llamados debates (asambleas internas), los líderes definen estrategias, sanciones y alianzas. Su estructura piramidal y su código de conducta lo transformaron en una corporación criminal con reglas de gobernanza interna más estables que muchas instituciones públicas. El Comando Vermelho, en cambio, mantiene un modelo más fragmentado y violento. Opera con una lógica territorial, basada en el control visible de zonas urbanas y la dominación a través del miedo. Sus enfrentamientos con fuerzas de seguridad o bandas rivales son frecuentes y brutales, especialmente en Río de Janeiro, donde los tiroteos en las favelas se han vuelto paisaje cotidiano. Los enfrentamientos en las favelas de Río de Janeiro dejaron un saldo de al menos 60 muertos (Foto AP/Silvia Izquierdo) El resultado es un sistema penitenciario que reproduce, amplifica y exporta el crimen. Desde las cárceles, los líderes articulan redes de narcotráfico que atraviesan fronteras, llegando a Paraguay, Bolivia, Colombia y (pasando por África), a Europa. La cárcel en Brasil, a pesar de los denodados esfuerzos puestos de manifiesto por el SENAPPEN (Secretaría Nacional de Políticas Penales), dejó de ser un lugar de control estatal para transformarse en un giga centro de comando logístico criminal. Durante la última década, la disputa entre el PCC y el CV trascendió los perímetros carcelarios. Ambas organizaciones libran una guerra de control sobre rutas estratégicas del narcotráfico; el PCC domina el corredor sur (Paraguay–São Paulo–Santos), mientras el CV controla las rutas del norte (parcialmente Amazonas–Río–Nordeste). Esa competencia ha provocado miles de muertes y el desplazamiento interno de comunidades enteras. El punto de quiebre se dio en 2016, cuando un pacto tácito de no agresión entre ambos grupos colapsó; las matanzas en las cárceles de Manaos, Boa Vista y Natal, con más de 150 muertos, marcaron el inicio de una guerra abierta por el control del mercado de drogas en el norte amazónico. Desde entonces, el país vive una fragmentación criminal, con alianzas cambiantes, subgrupos locales y guerras internas. Las ciudades fronterizas con Paraguay y Bolivia, como Ponta Porã o Corumbá, se convirtieron en epicentros de una economía criminal transnacional, con la lógica propia de un estado ausente. El narco como actor político El poder del PCC y del CV no se limita al crimen organizado: ambos ejercen influencia política directa. En los barrios donde el Estado no llega, las facciones imponen orden, administran justicia y distribuyen recursos, reemplazando a las autoridades formales. En épocas electorales, su peso territorial se traduce en votos y apoyo logístico para candidatos locales. Pueden apreciarse imágenes en las redes sociales, donde el actual presidente de la República Federativa de Brasil efectúa una recorrida de campaña por el Complejo de Alemão en Río de Janeiro (epicentro de la feroz confrontación armada registrada en la fecha). En Río, políticos municipales y concejales fueron denunciados por mantener vínculos con milicias y bandas del CV, mientras en São Paulo, investigaciones federales mostraron la infiltración del PCC en organismos públicos y licitaciones en organismos públicos. En 2023, un informe del Ministerio Público paulista reveló una red de financiamiento político indirecto proveniente del lavado de dinero del narcotráfico. El crimen, lejos de ser un actor clandestino, se ha convertido en una variable estructural del poder brasileño, donde la frontera entre mafia y política se difumina de manera alarmante, perdiendo claramente la referencia de cuál es el límite entre legalidad y delito. El crimen organiza la vida donde el Estado abdica, y la política negocia gobernanza territorial, con la delincuencia, donde la ley no llega. En las favelas cariocas, los jóvenes crecen entre dos opciones, una (lamentablemente la más segura) la muerte temprana o el reclutamiento armado. La economía del narcotráfico sostiene miles de familias que dependen, directa o indirectamente, de la protección de las facciones. Las escuelas son zonas de guerra, las patrullas policiales son recibidas con tiros, y los helicópteros blindados sobrevuelan los morros como el preludio metálico que anuncia, otro día de balas. Sin embargo, reducir la violencia a un problema de delincuencia sería un error. La Policía Civil de Río de Janeiro ingresando a las favelas para detener a miembros del Comando Vermhelo (Photo by Mauro PIMENTEL / AFP) La raíz del conflicto es estructural: desigualdad, exclusión, abandono estatal y un sistema penitenciario que, al igual que lo que acontece en casi toda la Región Latinoamericana, produce más criminalidad que contención, seguridad y de ser posible la reentrada social de aquellos a los que la justicia les privó la libertad. Los barrios más pobres de Brasil se han transformado en laboratorios de control social alternativo, donde el narco sustituye al Estado en la provisión de servicios básicos, seguridad y justicia. En ese contexto, el PCC se presenta como una organización que impone disciplina y justicia, prohibiendo robos locales o abusos dentro de sus comunidades. El CV, más fragmentado, alterna entre la represión violenta y la asistencia social. Ambos son, paradójicamente, formas de gobierno informal en territorios marginados. Brasil, con sus más de 16.000 km de fronteras terrestres, se ha convertido en un país bisagra del narcotráfico sudamericano. El PCC mantiene acuerdos con carteles paraguayos y bolivianos para la compra de cocaína, que luego es enviada a Europa a través del puerto de Santos y otros de menor envergadura, pero de suma importancia estratégica. El CV, por su parte, consolidó su presencia en el norte amazónico, utilizando rutas fluviales hacia Surinam, Guayana y Venezuela. Esta expansión transnacional ha generado una nueva geografía del crimen. Lo que comenzó como rivalidad carcelaria hoy involucra redes de lavado de dinero, contrabando de armas, minería ilegal y tráfico humano. Los expertos en seguridad regional advierten que la guerra PCC–CV tiene un potencial desestabilizador comparable al de los carteles mexicanos, destacando además que ambos estados están fuertemente sospechados de convivir, e incluso negociar, con esos actores. Política penitenciaria y fracaso institucional A pesar de los esfuerzos de distintos gobiernos, la política penitenciaria brasileña sigue atrapada en un círculo vicioso que involucra un estruendoso fracaso por fallas estructurales que van desde el hacinamiento hasta la falta del control criminal. El Plan Nacional de Seguridad Pública, relanzado en 2022, prometía reducir la violencia carcelaria y aumentar el control estatal, pero los informes del Consejo Nacional de Justicia mostraron lo contrario: las facciones siguen operando libremente en más del 70% de los presidios. Las cárceles son centros de extorsión, mercado de drogas y adoctrinamiento criminal. El Estado castiga el delito, pero no destruye la organización que lo sustenta. El PCC, por ejemplo, ha desarrollado incluso un sistema financiero interno con transferencias vía Pix (el servicio digital del Banco Central), y mantiene comunicación encriptada entre líderes mediante aplicaciones controladas desde Paraguay. En las periferias urbanas, el fracaso de la reinserción penal se traduce en una expansión constante del reclutamiento juvenil, lo que deja ver, también a las claras, el fracaso o la inexistencia de políticas públicas destinadas a erradicar este tipo de actividad, de proselitismo criminal. Este martes se llevó a cabo un violento operativo policial contra una de las bandas criminales más importantes de Brasil (REUTERS/Aline Massuca) Cada operativo policial que mata a un adolescente genera dos nuevos candidatos para la facción. El Estado combate la consecuencia, pero ignora la causa. Los hechos registrados a lo largo de la última década, al menos, demuestran que la relación entre crimen y Estado en Brasil no es solo de confrontación, sino que es también de coexistencia funcional. Las policías militares, históricamente denunciadas por ejecuciones extrajudiciales, participan a veces de redes paralelas de extorsión o protección. En Río, las milicias —grupos paramilitares integrados por expolicías— controlan amplias zonas donde el Comando Vermelho también opera. El resultado es un mosaico de soberanías en disputa, donde distintos actores estatales y criminales cohabitan y luchan por el control del mismo territorio. En el Brasil actual, la guerra entre las facciones criminales y el Estado no se libra solo con armas, también se disputa en el plano simbólico y social. El control del territorio es también control de imaginarios, de la noción de justicia, de quién puede ejercer la violencia legítima, de quién detenta el monopolio de la fuerza. En algunas zonas de Manaos o Fortaleza, la autoridad del Estado es nominal; la población obedece las normas impuestas por las facciones, lo cual es equivalente a decir que la sociedad brasileña vive una normalización del miedo. Las masacres carcelarias, los asesinatos por ajuste de cuentas y las balaceras en las favelas ya no generan conmoción, sino resignación. La violencia se ha convertido en un paisaje cultural, una gramática cotidiana del poder. El sistema político, por su parte, se muestra impotente o cómplice. Las reformas carcelarias son periódicamente anunciadas, pero rara vez implementadas. El costo político de enfrentar de raíz el poder criminal es demasiado alto, pues implica desmantelar estructuras de financiamiento ilícito que salpican —cuanto menos colateralmente— a empresarios, jueces, policías y legisladores; en síntesis, la creciente participación de los actores estatales en la empresa criminal ya es un hecho —lamentablemente— consumado. La política del crimen como espejo del Estado Brasil enfrenta un dilema histórico: ¿cómo reconstruir un Estado cuando el crimen ha ocupado sus funciones más básicas? El Comando Vermelho y el PCC (como principales referentes de las más de 54 organizaciones criminales operativas en Brasil) son síntomas, no causas, de un modelo social fragmentado, donde la desigualdad y la impunidad estructural se combinan con una política penal desacertada y ciega. El combate frontal, sin políticas de inclusión y sin reforma penitenciaria profunda, solo multiplica las cárceles y fortalece a las facciones. Humildemente para este servidor, la solución no será militar, sino institucional y social: fortalecer el sistema judicial, garantizar derechos básicos, democratizar el acceso a la justicia y restablecer la confianza ciudadana, son puntos esenciales para recuperar la esencia de un estado presente y garante de la Seguridad Ciudadana. Mientras eso no ocurra, el Estado brasileño seguirá compartiendo su soberanía y entregando la gobernanza criminal a los grupos del crimen organizado, en tanto que como amenaza para nuestra seguridad no podemos dejar de advertir que las dinámicas criminales siguen principios tales como “el efecto cucaracha” o “efecto globo”; en consecuencia, los grupos criminales organizados tienden a desplazarse a espacios donde sus métodos e integrantes son poco conocidos, aprovechando además la permeabilidad de las fronteras y los grandes flujos de personas y mercancías. En consecuencia, se acrecienta la amenaza a la seguridad nacional que supone la presencia de grandes organizaciones criminales como el PCC o el CV en la República Argentina. Si a ello se agrega la proximidad geográfica con los espacios productores de droga y el extenso litoral marítimo, con numerosas terminales portuarias, las motivaciones para una migración criminal aumentan y preocupan, también, notablemente.
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