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Concordia » Tarea Fina
Fecha: 20/10/2025 17:24
*Por Adán Bahl, candidato a senador por Fuerza Entre Ríos. Desde antes de asumir el gobierno, Milei repitió que el problema era el déficit fiscal, más precisamente el gasto, que el Estado debía desaparecer, y para eso tenía la motosierra en la mano, el mercado solo iba a resolverlo todo. Pero los hechos hablan más fuerte que los discursos. Hoy todos los motores de la economía argentina están apagados. Hace poco más de un mes, el Gobierno Nacional presentó el Presupuesto para 2026. El más chico en tres décadas, como celebró orgulloso el Presidente. La gran meta, dijo, es alcanzar el “equilibrio fiscal”. Pero, ¿qué significa realmente eso? Que el Estado no puede gastar más de lo que recauda. El problema es que, cuando la economía está estancada —cuando no hay crecimiento ni consumo—, la recaudación también cae. Y entonces el equilibrio se logra, sí, pero a la fuerza: recortando más, achicando más, apagando aún más los motores del país. Es un círculo vicioso que se retroalimenta: menos gasto, menos actividad, menos ingresos, más ajuste. La obra pública, que genera empleo directo y multiplica la actividad en cada ciudad, está paralizada. Escuelas, rutas, viviendas y hospitales quedaron detenidos a mitad de camino. Pero no se trata solo de cemento o de ladrillos: detrás de cada obra suspendida hay personas, familias y economías locales que se apagan. Hay obreros que quedaron sin ingreso, pequeñas constructoras que cerraron sus puertas, proveedores que no cobran, comercios de barrio que vendían materiales o comidas y hoy no abren porque ya no pasa nadie por la obra. Hay comunidades rurales que esperaban un camino adecuado para sacar su producción y ahora vuelven a quedar aisladas. Hay madres y padres que siguen esperando una escuela nueva para sus hijos, pacientes que ven el hospital prometido convertido en un edificio vacío, familias que soñaban con una vivienda y se quedaron con la platea de hormigón a medio hacer. Cada obra paralizada es un círculo virtuoso que se interrumpe: un empleo que no se paga, una pyme que no vende, una familia que no consume, un pueblo que deja de moverse. La obra pública no es un gasto superfluo: es la forma más concreta de poner en marcha la economía real, la que se ve y la que se siente. El consumo interno, que es el verdadero motor de nuestra economía, se desplomó. Los salarios no alcanzan, las jubilaciones se licuaron, y miles de familias dejaron de comprar lo básico. Una economía donde la mayoría no puede consumir es una economía sin movimiento. Las pymes, que representan cerca del 90% del entramado productivo argentino y sostienen la mayor parte del empleo privado, están asfixiadas. No tienen crédito, no tienen previsibilidad y no tienen un Estado que las acompañe. En lugar de ayudarlas a crecer, este gobierno las castiga con tasas impagables y una demanda que se achica cada día. Y cuando las pymes se apagan, lo hacen también los empleos más frágiles: los de las mujeres y jóvenes, que son las más afectadas por el desempleo y la precarización. Son ellas quienes más dependen del movimiento de la economía local: trabajan en comercios, cooperativas, talleres textiles, emprendimientos familiares, servicios de cuidado. Cuando las persianas bajan y el consumo cae, esas fuentes de ingreso desaparecen primero. Por eso el impacto no es solo económico: es también social y profundamente desigual. Cada pyme que cierra no deja solo una estadística, deja una red de trabajo y de cuidados que se rompe. Y mientras todo eso ocurre, el Presidente se jacta de haber “ordenado las cuentas” a costa de destruir la producción, el empleo y la vida cotidiana de millones. Su única herramienta es la deuda. Pide prestado, promete pagar, vuelve a endeudar al país, y llama a eso estabilidad. Pero no hay estabilidad cuando el precio es el hambre y la desesperanza. El resultado de esta política está a la vista: un país detenido, un pueblo agotado, una economía que solo funciona para unos pocos. Y, sobre todo, un gobierno que nos quiere hacer creer que no hay otro camino. Pero hay otro camino y no es una abstracción o un deseo. Es una realidad. Podemos volver a poner a la Argentina en marcha. No desde el ajuste, sino desde la producción. No desde la resignación, sino desde la esperanza activa. La historia de este país está llena de momentos en los que, frente al abismo, elegimos reconstruir. Y lo hicimos trabajando, apostando a la educación, a la ciencia, a la industria nacional, al campo, a la energía, a la innovación. Hoy, el desafío es volver a encender esos motores: reactivar la obra pública, que no es un gasto sino una inversión en trabajo y futuro. Recuperar el poder de compra de los salarios y jubilaciones, para que el consumo vuelva a mover la rueda económica. Apoyar a las pymes y emprendedores, que son el corazón del desarrollo nacional. Cuidar los recursos estratégicos, para que la riqueza del país no se fugue sino que se quede acá, generando empleo y bienestar. Eso también está en juego en estas elecciones. No se trata solo de frenar a Milei y sus aliados locales en Entre Ríos: se trata de disputar ideas y acciones. Hay que mostrar que se puede apostar a un ciclo donde la política impulse a los que producen, a los que trabajan, a las que cuidan. Donde la palabra “progreso” vuelva a significar algo para la mayoría. El futuro no está escrito. Podemos seguir por el camino del ajuste y la deuda, o podemos elegir reconstruir un país que funcione para todos. El domingo 26 de octubre tenemos la oportunidad de hacerlo. De votar por el trabajo, por la producción, por la dignidad. De votar por la esperanza, pero no una esperanza ingenua: una esperanza que se organiza, que se arremanga y que construye. Porque, aunque quieran convencernos de lo contrario, otro camino siempre es posible. Y empieza cuando decidimos volver a mover el país.
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