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  • César Aira entra al bar: encuentro con el Premio Nobel que (aún) no fue

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/10/2025 04:55

    César Aira es una figura singular en el panorama literario internacional. El escritor de los 125 libros publicados, entre novelas, cuentos, dramaturgia y ensayos; el que nació en un pueblo de 20.000 habitantes llamado Pringles, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en una casa con pocos libros; el que ganó premios prestigiosos como el Roger Caillois y el Formentor; el que casi no se muestra públicamente, y se mantiene sin redes sociales y fuera de los circuitos literarios; el que ha hecho un culto de escribir “media o una paginita por día”, publicando en promedio un libro o más por año, en su mayoría novelas breves, de 100 páginas. Ese escritor que, con 76 años, sigue viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, que va cada tanto a los mismos bares, anuncia un día, con su tono tímido y ensimismado, que ya no tiene ganas de hacerlo. Cincuenta años después de su primera novela, César Aira lentamente está dejando de escribir. *** Entra en el bar Pizza-Pizza de Caballito, en el centro de Buenos Aires, con un bolso que pende del hombro, dando pasos lentos, cortos. Nadie repara en él una vez que se dirige a las mesas con la cabeza gacha, como si estuviera buscando alguna señal en el piso, algo distraído. Es una tarde de marzo de 2025, uno de los días más calurosos del año, con una temperatura que supera los 40 °C. Levanta la vista y sonríe ligeramente. Flaco y de mediana estatura, camisa a cuadros de manga corta, bermuda marrón y zapatillas, pelo corto, anteojos y barba prolija, saluda extendiendo la mano, con un apretón suave y apresurado. La voz es apenas audible entre el barullo del bar y los autos que pasan por la avenida Rivadavia, una de las principales de la ciudad. César Aira ¿está dejando de escribir? (Ale López) —Te traje un libro —dice César Aira, y saca del bolso una edición en miniatura de El infinito, publicado por Urania, que firma rápidamente con una caligrafía nerviosa: “C Aira”. Escrito en 1993, es un breve relato sobre un juego de infancia. El propio Aira se involucra como personaje, como en tantas otras de sus novelas, y también aparece Coronel Pringles, el pueblo donde nació. Minutos antes había enviado un mail: “Si tenés problemas para venir lo postergamos. Hay un caos de tránsito por los cortes de luz”. Parecía atento a los vaivenes del día, pero una vez que se sentó en la mesa y el mozo le preguntó: “¿Un cafecito?”, a lo que correspondió con un guiño cómplice, el escritor argentino admirado por artistas como Patti Smith —que ha dicho: “Aira viene de un lugar donde la música suena siempre y nunca pasa nada, excepto todo. Tiene un ojo cubista que ve las cosas desde muchos ángulos al mismo tiempo”—, escritores como María Moreno —“La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y sin padres, como si por primera vez”—, que recibió elogios de Octavio Paz, Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas y Carlos Fuentes —que lo imaginó ganando el Nobel en una de sus novelas—, traducido a 40 idiomas y editado en más de 30 países, se abstrae en una mirada lánguida que posa sobre las personas que pasan por la vereda. Sus libros, en la Argentina, despiertan interés y polémica, algo que también se refleja en el exterior: en 2020 superó los 100 libros publicados y fue considerado por The New York Times como “uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en lengua española”. “Se está con o contra Aira”, dice la crítica y doctora en Letras Graciela Speranza, en un intercambio por mail. Cree que su literatura, desde siempre, impuso un esfuerzo de imaginación crítica, al ser “desmesurada, desopilante, desatinada”. Basta recorrer el maratónico archivo de reseñas, entrevistas y lecturas analíticas para recomponer el repertorio caleidoscópico que se actualiza en cada nueva novela con un mero cambio de títulos, tramas, escenarios y personajes, desde mediados de los ochenta hasta el presente: Aira, narrador prolífico, productor de un continuo que desdeña la corrección y la perfección de la “obra literaria”; Aira, enemigo del estilo y los escritores profesionales; Aira, cultor de la intrascendencia, la frivolidad, la huida hacia adelante; Aira, alegre desacralizador de los mitos fundacionales de la cultura argentina como civilización o barbarie, la pampa, el gaucho, la Conquista del Desierto; Aira, humorista disparatado y defensor de la escritura automática. “Los mismos tópicos, curiosamente, permiten argumentar el rechazo —escribió Speranza en su artículo “César Aira. Manual de uso”, publicado en la revista Milpalabras en 2001—; con un simple cambio de signo, la proliferación, la imperfección, la intrascendencia y la ironía lo convierten según el caso en genio o farsante”. Fue alguien difícil de asimilar. La revista Punto de Vista, dirigida por Beatriz Sarlo y termómetro de los debates culturales entre 1978 y 2008, colocó a César Aira en el lote de los escritores que eran inmunes a cualquier intento de crítica por su capacidad literaria para hacer cualquier cosa. No pocos investigadores y periodistas piensan que Aira inventó un “verosímil Aira”, como su amigo el escritor Elvio Gandolfo, que postuló la pregunta “¿César Aira es o se hace?”, y se permitió bromear: “Una de las cosas que aprecio en César Aira, justamente, es que es descontroladamente así: ¡saca como 10 libros por año!”. Así, en su obra inagotable y torrencial, ni escritor de ciencia ficción, ni realista, ni fantástico, ni surrealista, ni excéntrico, ni absurdo, ni ensayista, o bien, la suma sui géneris de todos ellos, César Aira nunca dejó de cambiar libro a libro, desconcertando, cansando o hechizando a sus lectores. Puede, en sus novelas, insertar monstruos estrafalarios en lugares insólitos o fantasmas entre albañiles e inquilinos de un edificio en construcción; obsesionarse con ninjas, gimnasios y supermercados chinos; con paisajes y geografías remotos como los que fascinaron al pintor alemán Johann Moritz Rugendas; puede empezar una novela con la frase “Mi historia, la historia de ‘cómo me hice monja’, comenzó muy temprano en mi vida; yo acababa de cumplir seis años”, para luego no saber si el que narra es un niño o una niña; o simplemente haber confesado que con dos palabras, la costurera y el viento, imaginó el título de una novela, ejemplo de sus “juguetes literarios para adultos”, en el que aparece la vida costumbrista de una costurera de pueblo y, en la segunda parte, tras un giro imprevisible, el personaje es el viento; pueden las historias de Aira volverse aún más fantásticas, como cuando gusanos gigantes, entre un ejército de clones de Carlos Fuentes, comienzan a salir de las montañas y amenazan con aplastar un pueblo venezolano en El congreso de literatura (1997), o cuando un escritor de novelas góticas deja todo por el consumo de opio mientras lo acechan sus ghostwriters como criminales sueltos en Buenos Aires en su novela Prins (2018). Él mismo, César Aira, fue alguna vez escritor por encargo, como se reveló con el best seller político La conspiración de los banqueros (1985), de Jorge Garfunkel, un banquero argentino multimillonario. Su amor por Duchamp y los surrealistas franceses, las artes plásticas, la literatura y el lugar del escritor se refleja en un caudal de libros ensayísticos con prosa nítida y ágil como Continuación de ideas diversas (2014), Evasión y otros ensayos (2017) y El crítico. La prosopopeya (2022). Allí, con enorme erudición y la impronta de un artista conceptual, desarma los cánones sin ninguna línea sistemática y clásica, escribiendo aleatoriamente sobre Alejandra Pizarnik, Copi, Edward Lear, Emeterio Cerro, Silvina Ocampo, Norah Lange, pero también sobre John Cage, la juventud de Rubén Darío o los árboles de Buenos Aires. La historia argentina es otro de los temas que recurren en sus novelas. En uno de sus libros más famosos, La liebre (1991) —al cual Aira considera como un “clásico” por sus constantes reediciones—, aparece Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852. Se lo muestra haciendo abdominales mientras, en un monólogo interior, piensa en sus opositores: “Había sido demasiado blando, había sido convencional. Ellos decían que era un monstruo, y él lamentaba haber perdido en algún punto del camino la oportunidad de serlo de veras. Lamentaba no ser su propia oposición, para realizarse por los dos lados, como un bordado bien hecho. Le había faltado imaginación, y sin imaginación la crueldad no se hacía del todo real”. —Todos los que me despreciaron deben tener razón, les agradezco que hayan escrito sobre mí. Ya no me peleo con nadie —se limita a decir Aira en el bar sobre sus críticos. César Aira en 2021 cuando ganó el Premio Formentor. En un congreso literario en la Universidad Nacional de Rosario, en 2007, dijo que valoraba más las críticas negativas que las positivas, y citó la que en su momento escribió María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista sobre su novela Ema, la cautiva. Aira rescató que la investigadora “hacía unas objeciones muy ciertas, y entonces comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida”. Publicada en 1981, la historia de Ema, la cautiva, ocurrida en el siglo xix, arranca con un viaje en el que una comitiva de soldados y oficiales lleva una carga de presos, mujeres y niños hacia el fuerte de Pringles. En el devenir de la trama, Aira distorsiona el tópico del relato de civilización y barbarie latinoamericano, y Ema quiebra el estereotipo de la cautiva: no es blanca ni inocente, no está casada con un hombre blanco, no tiene un final trágico. *** En el bar Pizza-Pizza, agobiado por la humedad porteña del verano, Aira parece ya lejano a lo que se diga sobre él. Ese día de marzo, como todos los días, se levantó temprano, desayunó, revisó el mail. Desde que a su esposa, la poeta Liliana Ponce, se le detectó esclerosis lateral amiotrófica (ela) hace una década, sale a hacer compras y prepara la comida con ayuda de trabajadoras domésticas. Hace años que no da entrevistas en la Argentina y solo unas pocas a medios extranjeros, en ocasión de algún premio o la salida de un nuevo libro. Escritoras como Selva Almada han dicho: “Lo envidio a Aira. Se resiste radicalmente a esa cosa de que los escritores tenemos que exponernos y hablar todo el tiempo. Así hemos perdido el misterio”. Primero aceptó unas preguntas por mail. Luego, volvió sobre sus pasos. Escribió: “Lo estuve pensando y preferiría que escribieras ese artículo sin mi participación, sobre mis libros y no sobre mí, como se ha estado escribiendo últimamente, para mi íntimo bochorno. Además, no querría que me pase lo que a mi tocayo Thomas Randolph, que murió, a los 30 años, por indulging himself too much with the liberal conversation of his admirers”. Con lo de “íntimo bochorno” se refería a una entrevista de la televisión sueca emitida en julio de 2024, en la que Aira abrió las puertas de su casa y repitió algunas de sus máximas: que su escritura es “como el caminar de los niños, a cada momento me estoy desviando”; que no le teme a la página en blanco, sino a “la página llena que hoy son las pantallas”; que nunca hay que escribirlo todo, sino dejar reposar el texto para el día siguiente; que sigue escribiendo a mano “por su devoción a la materialidad” y luego pasa todo a la computadora, y que no hay que esclavizarse con la calidad, pero que sí hay que desconfiar de uno mismo: “Me pasó que obras menores otros las vieron como genialidades y algunas que sentí como una obra maestra todos me dijeron: ‘¡Qué fiasco!’”. Algunos de los muchos libros de César Aira. En esa entrevista puede verse su casa, con pilas de libros y cajas de cartón, una silla de gamer frente a una computadora, lapiceras de colores, complejos vitamínicos y paredes con humedad: una casa austera con muebles viejos, de artistas de clase media. Simpático y ocurrente, se sienta en la cama enseñando manuscritos. En un momento, atiende el teléfono fijo. Es una tía de 90 que lo saluda por su cumpleaños y él la corta amablemente: “Para mí es un día normal. Lo pienso pasar acá, solo”, dice a cámara con mirada pícara. Poco después del reportaje sueco, tuvo un sueño revelador. Así lo contó por mail: “Querido Juan Manuel, creo que después de todo será mejor que no hagamos la entrevista. Me disuadió un sueño que tuve anoche: me salía del cuerpo una sustancia viscosa y putrefacta, que caía sobre una pila de libros que había en el suelo. Yo trataba de salvarlos, aunque sabía que era imposible, esa plasta ya los cubría y se metía entre las hojas. La fragilidad de los libros quedaba claramente expuesta. Interpreté que esa materia destructiva era lo que yo podría decir, mi expresión personal, que iba a corroer la lectura de mis libros, manchándolos sin remedio. Un detalle que me llamó la atención fue que no era un sueño de angustia, aunque lo tenía todo para serlo. Tenía la forma de una pesadilla, y el contenido de una contemplación intelectual, casi de una interpretación o de un mensaje que venía de lejos. Me tranquilizó: bastaba con no hablar para que los libros no se echaran a perder. En fin, sé que harás un gran trabajo. Te mando un saludo. C”. Tras ganar en marzo de 2025 el Premio Finestres de narrativa en castellano, y a casi un año de solicitada la entrevista, accedió a un encuentro: “Hagámoslo la semana que viene. Me acaban de dar un premio en España y tengo que dar un discurso y responder preguntas, me tienen un poco abrumado”. Ahora, en el centro de Buenos Aires, César Aira termina su café y come una galletita de chocolate. —¿Seguís escribiendo en bares? —No. No escribo hace más de un año. Pero sí… cuando lo hago me siento en una mesa, anoto cosas en mi libretita y cada tanto veo a la gente pasar. Es una linda distracción. El resto lo paso encerrado, entre mis papeles y cuadernos, leyendo casi todo el día. Como hice toda mi vida. César Aira no deja a nadie indiferente: se está a favor o en contra. Empezó a publicar en los ochenta, pero la crítica argentina enaltecía a otros escritores como Ricardo Piglia y Juan José Saer. A poco de editar su primera novela, Ema, la cautiva —aunque antes había escrito Moreira, en 1975—, a sus 30 años, César Aira escribió un ensayo en la revista Vigencia, en que dijo que la novela argentina era una “especie raquítica y malograda”, y que Respiración artificial, la novela insignia de Piglia, era “una de las peores novelas de su generación”. No faltaron los dardos contra los “escritores importantes” del boom latinoamericano —Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Juan Rulfo—, y también llegó a decir que “el mejor Cortázar es un muy mal Borges”. La división de aguas entre Aira y Piglia, con ecos del clásico Florida-Boedo de los años veinte y treinta en torno a dos vanguardias que discutían en Buenos Aires cuál debía ser el rol de los escritores, ocupó fervorosamente las aulas académicas. En la sede histórica de la calle Puan de la Facultad de Filosofía y Letras, eran la némesis el uno del otro. Los “aireanos” se enaltecían con declaraciones como las que Aira, en 2000, vertió sobre Piglia, diciendo que “era más profesor que escritor”. Creían que Piglia representaba un escritor profesional, consagrado en las instituciones de la burocracia literaria. Los “piglianos”, en tanto, no se quedaban atrás: creían que los experimentos del nacido en Pringles eran literatura pobre o directamente nula. “Simpático Aira, el típico niño olfa”, lo había definido el autor de Respiración artificial. Parafraseando a Macedonio Fernández sobre Manuel Gálvez, Ricardo Piglia sugería que Aira en verdad no existía y que era el seudónimo con el que firmaba las novelas que le enviaban “los escritores malos de la Argentina”. Ambos, sin embargo, compartían su devoción por Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Duchamp. Con el paso del tiempo, primó cierta indiferencia: la ausencia de Aira, en efecto, quedó evidenciada en los tres volúmenes de los diarios de Piglia. Y en 2021, durante una entrevista en España, el propio Aira pareció cerrar la discusión. Dijo sobre Piglia: “Era una excelente persona. Siempre que nos vimos nos tratamos como distantes caballeros. Era un poco mi contrafigura: era serio, un profesor con mucha responsabilidad con lo que decía, con lo que hacía. No leí ninguno de sus libros, así que no puedo opinar”. (Este artículo fue publicado originalmente en la revista Gatopardo, donde puede leerse su versión completa)

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