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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 17/10/2025 02:37
En esos años hice una excelente carrera como monja de clausura y llegué a ser la directora más joven del convento. Tenía cuarenta años y llevaba más de quince como religiosa (Imagen Ilustrativa Infobae) Estaba harta del amor. Tenía que haber mejores formas de vivir. Nada de lo que me habían enseñado, de lo que yo creía, se cumplía en lo más mínimo. Más allá de lo lindo que es estar enamorada, tarde o temprano todo termina en un mar de peleas, contradicciones, dualidades, tironeos, resignaciones y negociaciones que nada tienen que ver con el amor. Corría 1985 y yo tenía un noviazgo hermoso, que durante tres años fue casi toda felicidad. Pero cuando me faltaba un año para recibirme, habiéndome comprometido con Carlos y fijado fecha de casamiento, el diablo metió la cola. Me enamoré perdidamente de Luis, uno de mis profesores de la facultad que tenía veinte años más que yo, y estaba casado con tres hijos. Durante un tiempo ambos reprimimos eso que estaba mal y no podía ser. ¿Cómo iba a engañar a mi novio, con el que iba a casarme? ¿Cómo podría mirarlo a los ojos después de estar con otro hombre? ¿Cómo iba a hacer sufrir a la esposa de ese profesor? Toda mi larga lista de cuestionamientos quedó sepultada por una avalancha de pasión. Yo, la chica correcta, abanderada, buena persona, la que no tenía fallos, estaba engañando a mi futuro marido, a la mujer de mi profesor, y a mí misma, pasando por encima de todo en lo que siempre había creído. Y aprendí a mirar a los ojos a mi novio aunque todavía tuviera el pelo húmedo por haberme duchado después tener sexo con otro hombre. ¿Qué podía salir de bueno de ese amor prohibido? Aunque fantaseábamos con eso, Luis y yo sabíamos que era muy difícil ser felices si nuestra pareja nacía de tanta destrucción. El tiempo pasaba y las contradicciones me estaban matando. Mi novio parecía no enterarse de nada, como si viviera en Disney. ¿Era la inmadurez propia de la edad o simplemente no sabía cómo reaccionar a algo que sospechaba? Después de recibirme, pude posponer nuestro casamiento con todo tipo de excusas. Que seguir viviendo con nuestros padres un tiempo más nos permitiría ahorrar para comprarnos un departamento, que esperar otro poco era una inversión en nuestro futuro… ¿Cómo iba a casarme en esa situación? La vida me estaba partiendo en dos, como si me hubieran puesto en el potro de las torturas. Todo mi ser quería estar con mi amor oculto, pero mi idea del deber me obligaba a quedarme con Carlos. ¿Cómo iba a abandonarlo, a descartarlo como una botella de plástico? Además, mi amor prohibido era una fuente potencial de conflictos: tres hijos chicos, una ex mujer seguramente despechada… un rosario de complicaciones entre las que difícilmente podría reinar la felicidad. Fueron dos años en los que más allá de las contradicciones y de la culpa que sentía, conocí el paraíso. Aunque también, a medida que íbamos enamorándonos, el sufrimiento se multiplicaba y la felicidad se reducía. Y como en las adicciones, llegó un momento en el que solo había dolor. Entonces tomé la drástica decisión de cortar con todo. Dejé a mi profesor y también a mi novio. Mejor empezar de cero, haciendo las cosas bien desde el principio, como debe ser. Qué ilusa. Después de un tiempo, empecé a salir con Pablo, un chico amoroso, buena persona, trabajador. No estaba muerta de amor por él, pero estábamos bien. Cuando nuestra relación empezaba a afianzarse, le ofrecieron un trabajo a quinientos kilómetros de donde vivíamos. Era una oportunidad profesional para él y un destino que a mí me condenaba. Lo hablamos y decidimos que aceptara y fuera solo, que después de un tiempo evaluaríamos qué hacer. Quizás el trabajo no fuese tan bueno, o quizás sí, y entonces ameritaba que yo dejara mi vida para formar una familia con él en ese pueblito lejos de todo. No teníamos necesidad de apurarnos. Al principio la dinámica funcionó bien. Él venía dos fines de semana al mes y yo iba los otros dos. Pero con el tiempo todo empezó a hacerse cuesta arriba. Hacer mil kilómetros en cuarenta y ocho horas para vernos tan poco se volvió agotador. Sin mencionar lo doloroso y pobre que era no poder compartir nada de nuestra vida diaria de lunes a viernes. En aquellos años no había videollamadas, ni siquiera celulares, y aunque intentábamos hablar casi todos los días, ese llamado que pretendía ser un espacio de encuentro terminó convirtiéndose en una obligación. Hubo un momento en que empecé a sentirlo más distante y a veces incluso no era fácil hablar con él a la noche. ¿Tendría una amante? ¿Otra novia? Pablo decía que no, pero yo tenía dudas. A mí también me pasaban cosas. Estaba freezada físicamente de lunes a viernes. Me sentía sola, frustrada, y desperdiciando mi juventud en una relación a distancia que nunca iba a poder satisfacer mis necesidades y mis ganas de conexión. Como dicen en México, “amor de lejos, amor de pendejos”. Cuando llegó el momento de decidir si me mudaba, esa posibilidad se parecía más a un salto al vacío que a un reencuentro. Los dos nos habíamos enfriado y sin quererlo ni buscarlo, nuestra relación se había deshilachado. Ninguno se animaba a plantearlo porque siempre es difícil enfrentar los problemas propios. Peor si además hacen sufrir a alguien que queremos. Por suerte, la realidad nos llevó puestos. Estando juntos un fin de semana, antes de que yo volviera a casa, las emociones me desbordaron y empecé a llorar sin parar. Él no entendía qué me pasaba, porque parecía demasiado para una despedida de las habituales. Era otro tipo de despedida. Yo no podía ocultar más lo que me pasaba, necesitaba blanquear la situación. Entonces le puse palabras a la realidad, a eso que los dos sabíamos y no podíamos decir. Pablo entendió y quizás hasta se sintió aliviado. Me acompañó a la estación de ómnibus, nos dimos un largo abrazo y nunca volvimos a vernos. En el viaje de regreso empecé a tener un pensamiento obsesivo. ¿Cómo encontrar un amor que no me engañe, que no se vaya, que no me haga sufrir? ¿Qué podía hacer para protegerme de tanto dolor? Mi vida se me había ido de las manos y la realidad se me hacía incontrolable. Después de horas de darle vueltas a esa idea me acordé de Victoria, una monja de clausura a la que mi familia le compraba dulces caseros. Era la imagen de la alegría. Siempre de buen humor, serena, confiada, parecía llevar una muy buena vida. ¿Y si me hiciera monja de clausura como ella? ¿Podría bajarme yo también de la montaña rusa emocional en la que me sentía y vivir en paz de una buena vez? Recordé a otras monjas del colegio de mi infancia. La mayoría de ellas parecían llenas de entusiasmo. Mi religiosidad, que había fluctuado los últimos quince años, de pronto parecía ofrecerme una salida al laberinto en el que estaba atrapada. En pocas semanas la decisión estaba tomada. Me sentía más liviana. Pero cuando se lo conté a mis padres pude ver que para ellos estaba todo mal. —¿Monja de clausura, en serio? Solo tienen dos horas semestrales para ver a familiares y amigos. ¿No habrá algo menos extremo? No me entendían, yo no quería jugar a medias. Necesitaba ir a fondo, tener una vida en paz y llena de sentido. Seis meses después estaba en el convento iniciando un camino que me parecía transcendental. Estaba muy entusiasmada. Quería ser la mejor monja, la más santa. Tardaría años en entender que ciertos anhelos es mejor no buscarlos, o al menos, no de forma directa. Que hay cosas que cuanto más las perseguimos, más se alejan. A la directora del convento le tomó poco tiempo darse cuenta de que mi sensualidad estaba lejos de haberse aplacado. —Menos mal que elegiste ser monja, querida, si no hubieras sido puta. No me ofendí en lo más mínimo. Al contrario, en ese momento lo sentí como un halago: siendo tan sexual, elegía un camino más elevado. Me llevó tiempo darme cuenta del disparate que significaban las palabras de la superiora, y, también, comprender que detrás de mi envidiable anhelo de espiritualidad, pretendía ponerme a salvo, preservarme de la vida. En esos años hice una excelente carrera como monja de clausura y llegué a ser la directora más joven del convento. Tenía cuarenta años y llevaba más de quince como religiosa. Pero a diferencia de lo que yo esperaba, ser directora terminó de confirmarme que había elegido el camino equivocado. Como en geografía, a grandes alturas, grandes abismos. Y cuanto más subía, más oscuro era lo que encontraba. Cada vez entendía más esa escena de El Padrino III en la que Michael Corleone se confiesa con el cardenal que luego sería Papa: “Quería llegar arriba, convencido de que cuanto más alto llegara, más luminoso sería todo. Y ahora descubro que cuanto más arriba llego, más retorcido es todo”. Como directora no solo podía ver las miserias de mis compañeras, sino también las propias. La manipulación emocional, la distorsión de los vínculos, la búsqueda imposible de afecto y proximidad en un sistema tan rígido y cerrado. Todo me parecía tóxico. Empecé a tener la idea de dejar los hábitos, aunque nunca me animé a hablarlo con nadie. Dentro del convento era imposible; sería juzgada aunque no incomprendida. ¿Cómo no iban entenderme mis compañeras si ellas también vivían un pequeño infierno? El problema era que mi eventual partida las interpelaría, y por eso era improbable que me apoyaran. Más bien, iban a despellejarme. Con personas de afuera tampoco podía hablar, porque nuestras interacciones sociales con el exterior estaban acotadas a muy pocas horas al año. Ni hablar de mi confesor, que era un buen hombre, pero era parte del sistema y sin duda iba a resistir cualquier decisión que amenazara la maquinaria y a él mismo. Me tomó quince años madurar la decisión de salir del convento. Necesité bastante tiempo para darme cuenta de que ese no era el lugar que yo buscaba cuando me había ordenado. Para vencer mis miedos y mis prejuicios, y convencerme de que no quería seguir viviendo de esa forma. De que tenía que irme de ahí. Fueron tantas las noches que pasé desvelada, llorando, angustiada, oscilando entre el qué dirán y mis propios miedos. Mis contradicciones no eran producto de la indecisión o la cobardía: simplemente había mucho en juego. Peleaba también con mi orgullo, porque irme del convento implicaba sincerar que mi decisión de convertirme en monja de clausura había sido un error. Y que había perdido quince años de mi vida en tomar la decisión. ¿Pero los perdí, o son los tiempos “normales” de nuestros procesos? Porque en el fondo, no existen atajos para nuestra maduración emocional; solo el camino, con todos sus problemas. Hoy, a los sesenta años, repaso mi vida y me doy cuenta de que no fue un error. Fue una búsqueda que tenía sentido, porque cuando decidí convertirme en monja me estaba escapando de mí. Tenía miedo de mí misma, de mi propia emocionalidad. Como todo ser humano, no quería sufrir, y ya había vivido en carne propia que el amor era algo muy complicado, que me tomaba por completo, que era incontrolable y hasta podía ser doloroso. ¿Convertirme en monja y aislarme del mundo había sido la solución a esa inestabilidad emocional que no lograba entender y no quería para mi vida? Resolver todo entregándome a Jesús, el único que no iba a serme infiel, ni a decepcionarme, ni abandonarme, ni hacerme sentir tan vulnerable, fue mentirosamente fácil. No podemos comparar los amores humanos con el amor divino. Eso queda para Dios, si es que existe, pero en esta vida solo tenemos los amores humanos, los posibles. Esos son los únicos que pueden hacernos felices, aunque también nos hagan doler. Tres años después de dejar el convento me enamoré de un hombre divorciado, de sesenta y dos años, con su propia historia a cuestas. No es lo que había imaginado para mi vida y sin embargo es lo más hermoso que tengo. Un amor imperfecto pero real. Porque lo verdadero nunca es puro, pero es profundo. Y eso alcanza para tocarnos el alma. Como en eses cuento de Las mil y una noches en el que el protagonista viaja hasta a las antípodas de su hogar para recién ahí comprender que el tesoro que tanto buscaba estaba enterrado en el jardín de su casa: anhelamos encontrar ese tesoro enseguida, pero la vida no funciona así. No podemos pretender abrir la puerta de casa, cavar en el jardín y encontrar el tesoro. Necesitamos recorrer un camino largo, incluso llegar al lugar opuesto del mundo, para recién ahí darnos cuenta de que eso que tanto buscábamos y parecía inaccesible estaba al alcance de la mano, en nuestro interior. *Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli
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