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  • La noche de las horcas en Núremberg y el jerarca nazi que negó sus crímenes antes de subir al cadalso: “Alemania, buena suerte”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 16/10/2025 04:45

    Ernst Kaltenbrunner nació en Ried im Innkreis, Austria, el 4 de octubre de 1902, en el seno de una familia anticlerical y nacionalista. En el colegio, se hizo amigo de quien sería uno de sus subordinados: Adolf Eichmann (Grosby) Todo fue muy rápido. Duró menos de dos horas. Empezó a la una y once de la madrugada del 16 de octubre de 1946 y, en ese lapso, fueron ejecutados diez de los doce jerarcas nazis condenados a muerte en el juicio de Núremberg, que pasaría a la historia como una forma de reparación histórica y jurídica al agravio con el que aquellos hombres, en nombre de Alemania, habían violentado a la civilización. Dos de los doce condenados eludieron la horca: Herman Göring, el heredero de Hitler al que Hitler defenestró antes de suicidarse en su bunker de la Cancillería del Reich el 30 de abril de 1945, se había suicidado con cianuro dos horas antes de marchar hacia el cadalso; Martin Bormann, juzgado en ausencia, estaba muerto: había caído a poco de andar fuera del bunker de Hitler en un intento de alcanzar las líneas americanas y de eludir a las tropas rusas, que ya luchaban calle por calle y casa por casa en la capital del Reich. El primero en subir al cadalso, en lugar de Göring, fue Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del nazismo. El último fue Arthur Seyss-Inquart, ex jefe operativo de los territorios ocupados de Austria y Holanda. En el medio, y por orden, pasaron por la horca de Núremberg el mariscal de campo Wilhelm Keitel, jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas alemanas, y responsable de la guerra y de los crímenes de guerra cometidos por los nazis; Ernst Kaltenbrunner, jefe de la policía de seguridad del nazismo, mano derecha de Heinrich Himmler, el jefe de las SS, artífice del Holocausto, responsable de las miles de ejecuciones de civiles y militares cometidas por los Einsatzgruppen, los batallones móviles de asesinos encargados de exterminar a la población de los territorios ocupados y del manejo de los campos de concentración; Wilhelm Frick, ministro del Interior de Hitler; Alfred Rosenberg, ideólogo de la cultura nazi y abanderado del antisemitismo; Hans Frank, gobernador nazi de la Polonia ocupada; Fritz Sauckel, jefe del trabajo esclavo en favor de Alemania que se nutrió de deportados y prisioneros de guerra, el coronel general Alfred Jodl, un criminal de guerra que fue mano derecha del mariscal Keitel; Wilhelm Frank, ministro del interior de Hitler y Julius Streicher, líder de la campana antisemita del Reich. Todos fueron hallados culpables, entre otros cargos, de conspirar para llevar adelante una guerra de agresión contraria a todas las leyes internacionales; conspirar para cometer crímenes de guerra, cometer crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad y de deportar a miles de civiles de los países ocupados para utilizarlos como mano de obra esclava. Al iniciar su alegato acusatorio en Núremberg, el legendario fiscal estadounidense Robert Jackson definió el alma del juicio contra la jerarquía nazi: “Los agravios que tratamos de condenar y castigar han sido tan calculados, tan malignos y tan devastadores, que la civilización no puede tolerar que se los ignore, porque no puede sobrevivir a que se repitan”. Una vista del sitio de los acusados durante los juicios de Núremberg. Ernest Kaltenbrunner es el quinto sentado en la primera fila de los imputados desde la izquierda (Reuters) Es muy difícil establecer un siniestro ranking de crueldad y de perversión entre los asesinos colgados en Núremberg. En cambio sí se puede consagrar a un campeón del cinismo entre aquellos hombres que si en algo destacaron, fue en negar la entidad de los crímenes que habían impulsado y cometido. Uno de ellos fue Ernst Kaltenbrunner, un abogado enrolado desde temprano en las SS que ascendió veloz en la escala de la jerarquía nazi, llegó a ser el jefe de todos los organismos de seguridad del Reich, incluida la Gestapo y fue el número dos de las SS debajo del todopoderoso Heinrich Himmler. Había nacido en Ried im Innkreis, Austria, el 4 de octubre de 1902, en una familia anticlerical y nacionalista, fervorosa defensora de la anexión de Austria a Alemania, que Hitler llevaría adelante en 1938. En la escuela secundaria Kaltenbrunner hizo amistad con otro joven nacionalista que, a la larga, sería uno de sus subordinados: Adolf Eichmann. Kaltenbrunner estudió Ingeniería Química, pero la familia lo convenció para que siguiera la vocación de su padre, la abogacía; se graduó en 1926, cuando el nazismo empezaba apenas a levantar cabeza después del fallido golpe de Estado de Hitler en Múnich, en 1923, conocido como el putsch de la cervecería. Fue líder de agrupaciones nacionalistas y sus camaradas lo recordaron siempre como un tipo desconfiado, muy activo, muy tenaz y un perro de presa para sus enemigos. Medía cerca de dos metros y tenía la cara surcada de cicatrices que él mismo adjudicaría a su pasión por el “mensur”, una modalidad extrema de la esgrima que se practicaba con espadas auténticas. No era verdad: el tipo practicaba sí esgrima con espadas auténticas, pero las cicatrices eran fruto de un accidente que había sufrido con su auto, cuando manejaba borracho. "He amado a mi pueblo alemán y a mi patria con un corazón cálido. He cumplido con mi deber según las leyes de mi pueblo y lamento que mi pueblo haya sido dirigido esta vez por hombres que no eran soldados", dijo en el juicio (Grosby) En octubre de 1930, con Hitler al acecho del poder en Alemania, se afilió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y de inmediato se integró a las SS. Se casó en 1934, ya Hitler era canciller del Reich, con Elisabeth Eder con quien tuvo tres hijos. Años después, con su amante, Gisela Wolf, tuvo gemelos que nacieron en 1945, cundo el Reich se hundía. Luchó con intensidad por la anexión de Austria a la Alemania de Hitler en 1938, junto a otro de sus amigos, Arthur Seyss-Inquart, quien siete años más tarde sería su compañero de cadalso en Núremberg; organizó la Gestapo en su país, fue cabeza de la construcción del campo de concentración de Mauthausen y líder en la persecución de los judíos alemanes. En 1942, el delfín de Hitler, Reinhard Heydrich, el padre de la conferencia de Wannsee donde se decidió la eliminación física de todos los judíos de Europa, once millones de personas, fue asesinado en Praga por un comando checo entrenado en Londres por los británicos. Kaltenbrunner ocupó entonces su lugar como jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA) y del Servicio de Seguridad (SD) del nazismo: fue ascendido a general y se convirtió en la mano derecha de Himmler: ahora, Kaltenbrunner también controlaba la Gestapo y lo campos nazis de concentración esparcidos por toda Europa, en especial en Polonia; a su cargo quedó seguir adelante con la eliminación de los judíos y de los prisioneros de guerra, y con la implementación del terror estatal impuesto por Hitler en Alemania y en la Europa ocupada. Después del atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, la “Operación Valquiria” que ideó el joven coronel Klaus von Stauffenberg y del que Hitler salió vivo por milagro de las ruinas de su bunker en Rastemburgo, Kaltenbrunner acumuló más poder; se encargó de la investigación del intento de asesinar a Hitler y del golpe de Estado que seguiría a la muerte del Führer, detuvo a los culpables y se encargó de las centenares de ejecuciones que castigaron a los cabecillas del golpe, a sus familiares y conocidos, a quienes habían simpatizado con ellos, o eran sospechosos de haber simpatizado con ellos, incluido el jefe del espionaje alemán, almirante Wilhelm Canaris. Por todo eso, y por más, fue condecorado con la Cruz de Caballero con espadas al Mérito de Guerra a modo de “reconocimiento por sus servicios al Reich”. Rudolf Höss fue quien terminó implicando a Kaltenbrunner ante los jueces: dijo que bajo sus órdenes, había enviado a las cámaras de gas a tres millones de seres humanos La gran astucia de Kaltenbrunner fue pasar inadvertido, o al menos de intentarlo, con relativo éxito. Cuando el Reich se derrumbó, se fugó a los Alpes austríacos con un nombre falso. La denuncia de un cazador llevó a las tropas americanas a apresarlo el 15 de mayo de 1945, una semana después del Día de la Victoria. El militar que lo capturó escribió un valioso informe que fue revelado por la CIA recién en 1993. Kaltenbrunner fue hallado en una cabaña junto a su ayudante, Arthur Scheidler y a dos hombres que admitieron ser de las SS pero que no tenían “ninguna conexión con los buscados”. Kaltenbrunner y Scheidler negaron ser quienes eran y presentaron documentación falsa sobre sus identidades. Al oficial americano le costó nada saber que mentían: el jerarca nazi era un gigantón de dos metros y las cicatrices en la cara lo hacían inconfundible. A las once y media de la mañana la patrulla militar aliada y sus prisioneros bajaron al Alt Aussee, un sitio encantador al pie de una montaña y frente a un lago. Allí esperaban, custodiadas por los americanos, dos mujeres, Iris Scheidler y Gisela von Estarp, “la amante de Kaltenbrunner, una bella rubia de veintidós años que trabajaba en la sede de Himmler en Berlín cuando Kaltenbrunner llegó a Viena”, dice el informe militar revelado por la CIA. La muchacha era la madre flamante de dos gemelos de Kaltenbrunner que habían nacido dos meses antes, el 12 de marzo. Narra el informe militar: “Iris y Gisela se separaron de la multitud, corrieron y abrazaron a sus respectivos hombres. Kaltenbrunner y Scheidler tuvieron que quitarse las máscaras”. En Núremberg, Kaltenbrunner fue acusado en concreto de los crímenes cometidos por los organismos de seguridad del Reich lo que equivalía a: asesinato en masa de civiles en los territorios ocupados a manos de los Einsatzgruppen y en los campos de concentración del nazismo; deportación de ciudadanos de los países ocupados para realizar trabajo esclavo en condiciones inhumanas; ejecución sumaria de doce comandos y quince paracaidistas aliados capturados por las tropas alemanas; deportación de civiles de países ocupados a Alemania para ser juzgados en secreto y fusilados: ejecución y confinamiento de personas en campos de concentración por los delitos presuntamente cometidos por sus familiares; incautación y expolio de bienes públicos y privados; asesinato de prisioneros en las cárceles de la Gestapo y de la SD, el servicio de seguridad interna del nazismo. A Ernst Kaltenbrunner lo encontraron con su amante y sus dos hijos pequeños. Por su altura y las marcas en su cara fue de fácil identificación para las tropas aliadas (Grosby) En los interrogatorios previos al juicio en Núremberg, Kaltenbrunner negó su responsabilidad en los crímenes que le adjudicaban; alegó obediencia debida; negó haber tenido algo que ver en las atrocidades cometidas en los campos de concentración y en la destrucción del gueto de Varsovia; desconoció su papel ejecutivo y llegó a afirmar que se había usado, sin su consentimiento, papeles impresos con su nombre para dar valor a las órdenes de ejecuciones en masa y de crímenes de lesa humanidad que él mismo había avalado. Hasta dio una respuesta maliciosa cuando le preguntaron si había leído el breviario político de Hitler, Mi Lucha: “Leí un capítulo, luego otro… Y puede que me saltara alguno…”. Según el historiador Richard Overy: “Kaltenbrunner se enzarzó con sus interrogadores en largas y desesperantes discusiones sobre alcances de sus jurisdicciones, movido por el afán de demostrar que como director general del RSHAA no era responsable de la Gestapo. (…) Mantuvo esa actitud con insistencia, a pesar de todos los esfuerzos de los interrogadores, que le enseñaron organigramas, documentos y declaraciones juradas que demostraban sin lugar a dudas que él era el principal responsable del aparato de terror”. Llegó incluso más lejos: declaró que había protestado con energía ante Hitler y ante Himmler por los crímenes que cometían las tropas del Reich, cuando sus propios camaradas llamaban a Kaltenbrunner “el vasallo de Himmler”. No hacía falta, pero para acusarlo obró muy bien una fotografía presentadas en Núremberg por un testigo español, Francisco Boix, un ex combatiente republicano durante la Guerra Civil, que mostraba a Kaltenbrunner de visita en el campo de concentración de Mauthausen y dejaba en claro hasta qué punto el cínico jerarca SS había estado implicado en el siniestro aparato del nazismo. Su rol había quedado revelado en el juicio por el testimonio del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss que confesó ante los jueces que, bajo las órdenes de Kaltenbrunner, había enviado a las cámaras de gas a tres millones de seres humanos. Heinrich Himmler fue el superior de Ernest Kaltenbrunner en las SS. Se suicidó en mayo de 1945 al morder una cápsula de cianuro Lo condenaron a muerte junto al resto de los jerarcas nazis. Los fiscales de Núremberg habían elegido una lógica simple: muertos por suicidio las figuras principales del nazismo, sus segundos ocuparían su sitial en el banquillo de los acusados: el mariscal Keitel lo hizo en sustitución del propio Hitler; Hans Fritzche, uno de los jefes del Ministerio de Propaganda reemplazó a Joseph Goebbels (fue condenado a nueve años de cárcel) y Kaltenbrunner reemplazó a Himmler, que se suicidó a poco de ser capturado por los británicos. El fiscal Jackson, su voz todavía resuena desde el fondo de la historia a modo de advertencia, fue en su acusación incluso más allá de los horribles crímenes cometidos por el nazismo: “Le quitaron al pueblo alemán –dijo de sus acusados– todas esas dignidades y libertades que consideramos derechos naturales e inalienables en todo ser humano. (…) Contra sus oponentes, incluidos los judíos, los católicos y los trabajadores libres, los nazis dirigieron una campaña de arrogancia, brutalidad y aniquilación como el mundo no había presenciado desde las épocas precristianas. Excitaron la ambición alemana de ser una “raza superior”, lo que por supuesto implica servidumbre para los demás. Condujeron a su pueblo a una loca apuesta por la dominación. Desviaron energías y recursos sociales a la creación de lo que creían que era una máquina de guerra invencible. Invadieron a sus vecinos. Para sostener a la “raza superior” en sus guerras, esclavizaron a millones de seres humanos y los llevaron a Alemania, donde estas desventuradas criaturas ahora vagan como personas desplazadas. Al final, la bestialidad y la mala fe alcanzaron tal exceso que despertaron la fuerza dormida de la Civilización en peligro. Sus esfuerzos unidos han hecho trizas la máquina de guerra alemana. Pero la lucha ha dejado a Europa como una tierra liberada pero postrada donde una sociedad desmoralizada lucha por sobrevivir. Estos son los frutos de las fuerzas siniestras que se sientan junto a estos acusados en el banquillo de los acusados”. Los cadalsos de Núremberg se alzaron en el gimnasio de la prisión del Palacio de Justicia, de diez metros de ancho por veinticuatro metros de largo: ese escenario de muerte había servido, tres días antes, para que los guardias estadounidenses jugaran un partido de básquet. Ahora se alzaban allí tres andamios pintados de negro, cada uno con una horca: se iba a usar dos para colgar a los sentenciados de uno en uno; la horca número tres se usaría en caso de emergencia. Foto de archivo, tomada el 20 de noviembre de 1945, en el primer día de los juicios de Nuremberg contra los principales dirigentes del Partido Nacionalsocialista alemán por crímenes contra la humanidad (EFE/Archivo) La madrugada del 16 de octubre de 1946 los condenados subieron a su turno trece escalones de madera hasta una plataforma de dos metros y medio de altura, que medía dos metros cuadrados. Las sogas colgaban de una viga transversal sostenida por dos postes; los aliados habían decidido usar una cuerda para cada condenado, que debía pararse sobre una trampa que se abría hacia el vacío; cuando el verdugo la activaba, la trampa se abría bajo los pies del condenado que caía al interior del andamio y se perdía de la vista de los espectadores porque la base de toda la estructura estaba tapiada con madera y cubierta con una lona oscura. Los verdugos eran el sargento mayor del ejército de Estados Unidos, John C. Woods, y su ayudante, el policía militar Joseph Malta. Una controversia desatada después de las ejecuciones afirmaba que los dos hombres habían calculado mal la longitud de las cuerdas, de manera que algunos de los condenados no murieron por una fractura de cuello, sino estrangulados con exasperante lentitud. Algunas ejecuciones tomaron entre catorce y veintiocho minutos. El Ejército estadounidense negó esas acusaciones. Es difícil pensar en un involuntario error de cálculo de los verdugos, dado que entre los jerarcas nazis a ser ejecutados figuraba Göring, un hombre visiblemente obeso. Las críticas también señalaron que la trampa por la que caían los cuerpos era demasiado chica, por lo que varios condenados sufrieron serias lesiones en la cabeza al golpear los costados de la trampa cuando caían al vacío. Los cadáveres del mariscal Wilhelm Keitel y de Wilhelm Frick muestran lesiones en la cabeza compatibles con esa hipótesis. La que sigue es parte de la crónica que escribió sobre las ejecuciones Kinsgbury Smith, que pertenecía entonces al Servicio Internacional de Noticias. “(…) Otro coronel salió por la puerta y se dirigió al bloque de condenados a buscar al siguiente hombre. Era Ernst Kaltenbrunner. Entró en la cámara de ejecución a la 1:36 AM, con un suéter debajo de su abrigo azul cruzado. Con su rostro delgado y demacrado, surcado por antiguas cicatrices de duelos, este terrible sucesor de Reinhard Heydrich tenía un aspecto aterrador al observar la sala. Se humedeció los labios, aparentemente nervioso, pero caminaba con paso firme. Respondió a su nombre en voz baja y tranquila. Al girarse en la plataforma de la horca, se encontró con un capellán católico del Ejército de los Estados Unidos, vestido con hábito franciscano. Cuando Kaltenbrunner fue invitado a dar una última declaración, dijo: ‘He amado a mi pueblo alemán y a mi patria con un corazón cálido. He cumplido con mi deber según las leyes de mi pueblo y lamento que mi pueblo haya sido dirigido esta vez por hombres que no eran soldados y que se hayan cometido crímenes de los que yo no tenía conocimiento’. Mientras le levantaban la capucha negra, Kaltenbrunner, aun hablando en voz baja, pronunció una frase en alemán que significa ‘Alemania, buena suerte’”. El verdugo accionó la palanca y la trampa se abrió a los pies de Kaltenbrunner a la 1.39 de la madrugada.

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