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  • Un doctorado y un mensaje a los periodistas

    Parana » AnalisisDigital

    Fecha: 15/10/2025 19:16

    Excelentísimas autoridades de la Universidad Maimónides, distinguidos miembros del claustro, colegas periodistas, amigos, familia: Recibir este Doctorado Honoris Causa conlleva una alegría inmensa… y, al mismo tiempo, una gran responsabilidad.Agradezco de corazón a la Universidad por esta distinción, que asumo no como un reconocimiento personal, sino como un respaldo al periodismo de tantos y tantas colegas que todavía creen en el método, el rigor y la ética de ese oficio que Gabo García Márquez definió como “el mejor oficio del mundo”. El título que elegí para esta breve disertación —“Los desafíos de ser periodista en tiempos de mandriles, carpinchos e IA”— suena peculiar, lo sé. Incluso poco serio. Pero refleja, en realidad, la complejidad —y la urgencia— de la encrucijada que atraviesa nuestro oficio. Porque las fake news y la inteligencia artificial son apenas dos de los muchos desafíos que nos obligan a repensar qué significa hoy informar. ¿Sueno ahora muy solemne? Hagamos un pequeño experimento. Levanten la mano quienes sepan quién es Wanda Nara.O de qué hablamos cuando hablamos de “carpinchos de Nordelta”.O de “mandriles”. Bien. Ahora… levanten la mano quienes sepan cuál es el impacto en el PBI del Estado nacional argentino del aumento presupuestario para el Hospital Garrahan que discuten el Congreso y la Casa Rosada. ¿Qué dice eso sobre nosotros? Y, más importante aún, ¿qué dice sobre la calidad y relevancia de los temas que difundimos los periodistas? El periodismo atraviesa un momento complicado. Demasiadas veces hemos cedido a la tentación de priorizar lo que “mide”, lo que “funciona”: las celebridades, el escándalo, el ruido… por encima de lo esencial, que es informar. Así, terminamos normalizando el infotainment —esa mezcla de información y entretenimiento— y el clickbait como herramientas dominantes. Priorizamos lo que genera clics… y dejamos de lado lo que aporta valor público. Todo eso —sumado a otros males, como la corrupción rampante, los conflictos de interés o la autocensura— ha contribuido a una profunda desconfianza ciudadana. Porque sí: buena parte de la desconfianza hacia el periodismo nace de nuestras propias fallas.No solo de los ataques externos. Esos ataques existen, por supuesto. Afrontamos Presiones políticas. Censura. Espionaje. Cibervigilancia. Campañas de hostigamiento. Y mucho más. Déjenme contarles un ejemplo reciente de todo esto. El 25 de mayo este año difundimos el Plan de Inteligencia Nacional, un documento secreto que entreabre la puerta al gobierno para tareas de espionaje ilegal sobre periodistas, políticos, movimientos sociales, economistas. Y decidimos publicarlo sabiendo que estábamos afrontando el riesgo de vulnerar la seguridad nacional, porque consideramos que el interés público era superior. Las consecuencias de esto fueron 10 intentos de hackeo a mi WhatsApp, dos intentos de hackeo de mi correo electrónico, dos intentos de hackeo de mi cuenta en X, además de registrarme en páginas de traders financieros y comerciales, con lo cual puede que aparezcan en el Veraz dentro de tres meses habiendo comprado algo que no compré. Y además, me inscribieron en páginas porno. Mis amigos felices, me piden la clave. Hasta que comprendieron que en realidad el riesgo era que dentro de esta noche o dentro de 10 años alguien suba un video de un pederasta con mi nombre. Ahí es donde radiqué la denuncia penal, que después se combinó con amenazas de muerte desde cuatro teléfonos celulares distintos en un espacio de diez minutos por reloj. Eso es parte de nuestro trabajo. La cocina de ese texto conllevó un largo ida y vuelta con fuentes durante semanas, para luego interactuar con editores, con el secretario general de redacción, con el director, con abogados internos y externos del diario, redactar varias versiones del mismo texto para potenciarlo y, luego, bailar al son de una melodía que combina estrés, adrenalina e interés público. Pero lejos de ser un hecho aislado, lo ocurrido es una realidad permanente en nuestro oficio. En mi caso, todos los presidentes, desde Carlos Menem en adelante, pidieron mi cabeza al diario u orillaron el pedido. Plantearon que soy un “pluma negra”, un “desestabilizador”, “un facho”, “un esbirro”, un “retardado” y mucho más. En este clima, sin embargo, uno de los tantos riesgos que afrontamos es responder a la provocación. Subirnos al ring. O caer en la polarización y la partidización, que nos debilitan todavía más. Demasiadas veces no somos vistos ya como profesionales independientes, sino como parte de una facción. Y eso, en lugar de enriquecer el debate público, lo empobrece. La mercantilización de la atención —esa lógica de medir todo por clics, likes o reproducciones— también condiciona nuestro trabajo diario. Y, sin darnos cuenta, terminamos adaptando la agenda pública a la agenda de un algoritmo que ya ha dado sobradas muestras de cuán pernicioso puede ser… A todo eso, por si fuera poco, se suman los desafíos tecnológicos. Los modelos de negocio de los medios tradicionales de comunicación se erosionan, mientras la información falsa se multiplica. Pero —y esto es importante— este mismo escenario también nos ofrece una oportunidad: el periodismo puede, y debe, ser el que aporte luz en la confusión.El que separe lo verdadero de lo falso. Sí, el panorama frente a las fake news es complejo. Pero también es muy fértil para el buen periodismo. Tenemos motivos para la esperanza: porque abundan los hombres y mujeres que honran el oficio, en redacciones grandes y pequeñas, en Buenos Aires y en los rincones más lejanos del país. Gente que prioriza el interés público por encima, incluso, de su seguridad laboral o física. Daniel Enz, en Entre Ríos, Irene Benito en Tucumán, Germán de los Santos, son apenas tres colegas, entre muchos, que quiero destacar. Porque marcan huella. Por eso, viéndolos trabajar a ellos, la respuesta a los desafíos que afrontemos quizá esté frente a nuestras narices. Quizá la salida no sea tan enigmática. Consista en recuperar nuestra esencia. Volver a lo básico. ¿Qué quiero decir? Uno: volvamos a preguntar y verificar. Siempre. Volvamos a las cinco “W”: quién, qué, cómo, cuándo y por qué. Volvamos a apoyarnos en datos sólidos, no en opiniones vacías. Dos: elevemos los estándares y la transparencia. Ser rigurosos, honestos. Verificar fuentes, reconocer errores y preservar nuestra independencia frente a cualquier poder: no solo el político; también el empresarial, sindical o de cualquier otro tipo. ¡Vamos! ¡Que el presidente de la AFA, por ejemplo, tiene hoy y desde hace décadas más poder que muchos gobernadores y hasta presidentes! Tres: practicar la templanza, el sentido común y el escepticismo sin cinismo. Porque como escribió el profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid, Diego Garrocho Salcedo, en El País: “el gusto por desafiar las propias certezas es un reflejo imprescindible para ejercer tanto la filosofía como el periodismo”. Cuatro: fortalecer el periodismo de profundidad, sea o no de investigación, pero sí de calidad. A pesar de los riesgos, seguimos siendo esenciales para fiscalizar al poder y revelar lo que otros quieren callar u ocultar, sabiendo que nuestro oficio es como correr una maratón, no una carrera de 100 metros llanos. Es intentarlo cada mañana, sabiendo que lo más probable es que nos vaya mal, que no accedamos a ese documento clave o la fuente decisiva, pero intentarlo igual. Porque a veces, se da. Porque no, cuando ocurre, no es por magia. Es por método. Es por constancia. Lejos de la visión romántica que muchos tienen de nuestro trabajo, que tiene más de picar piedra que de reuniones a las 3 de la mañana, en el subsuelo oscuro de un estacionamiento, como muchos creen. Por último, el quinto punto que quiero remarcar o, mejor, recordarnos, es que el periodismo es un servicio público. Informar no solo transmite hechos: ayuda a comprender qué significan y cómo nos afectan esos hechos. No basta con transmitir “qué pasó”; debemos explicar “por qué importa”. Así, pues, la recuperación de la confianza social requiere de nosotros más rigor, ética y transparencia. Promover la escucha activa, el intercambio de ideas y el pluralismo —palabra tan mancillada en estos días—, y resistirnos a la polarización extrema. Sólo así estaremos a la altura de la máxima que trazó A.G. Sulzberger, director de The New York Times, en un discurso que dio este año en la Universidad de Notre Dame: “Un pueblo libre debe tener una prensa libre”, dijo. Y agrego: “Cuando se coarta la capacidad del periodismo de informar sobre los manejos del poder, actuar con impunidad se vuelve cada vez más fácil.” Porque una democracia saludable necesita una prensa independiente. Y una prensa independiente solo es posible en una democracia saludable. Eso sí, informar sobre los manejos del poder conlleva otro desafío: hacerlo con claridad. Sin chabacanerías… pero tampoco con palabras estrambóticas.Si queremos comunicar, ¡comuniquemos! Y en esto me sobran los ejemplos. A menudo, he aprendido en carne propia, cuanto más sencilla y clara la información, más potencia tiene. Con esto no quiero decir, tampoco, que abogue en contra de los textos sesudos, precisos, plenos de datos y hasta complejos. Pero sí debemos, insisto, comunicar mejor para transmitir mejor. Hace ya muchos años, cuando estudiaba en la Universidad de Navarra y flirteaba con el doctorado, dediqué meses a estudiar el contrapunto legendario que protagonizaron dos gigantes a comienzos del siglo XX: John Dewey y Walter Lippmann. Fue uno de los debates más influyentes sobre democracia, opinión pública y el rol de los medios de los que se tenga memoria. Ocurrió en los años veinte, y giró en torno a una pregunta central: ¿es posible una democracia realmente informada en una sociedad de masas, mediada por la prensa y los expertos? Lippmann sostenía que la democracia moderna era una ficción optimista. Que el ciudadano común vive rodeado de una “pseudo-realidad” creada por los medios, sin tiempo ni herramientas para comprender lo que sucede. El ciudadano, dijo, es como el espectador que llega tarde al teatro, no sabe de qué va la obra, se marcha antes de que caiga el talón y opina luego si fue buena o mala. Dewey coincidió en parte con el diagnóstico, pero rechazó su pesimismo inherente. Dijo que la solución no pasaba por reducir la participación del público, sino por reconstruirla sobre nuevas bases: educación, deliberación, cooperación. Para él, la democracia no era solo un sistema político, sino una forma de vida colectiva. Y en esa forma de vida, los periodistas tenemos un rol decisivo: informar. O, corrigiendo la metáfora de Lippman, explicarle al espectador a qué hora debe llegar al teatro, anticiparle de qué va la obra, y aportarle ideas e insumos para que pueda disfrutarla más y analizarla mejor, para que luego, sí, pueda emitir una opinión más sólida sobre lo ocurrido. Hoy, un siglo después de aquella controversia entre gigantes, seguimos enfrentando el mismo dilema: cómo colaboramos con la formación de ciudadanos mejor informados, en medio del ruido, para que tomemos las mejores decisiones posibles –no solo al votar- para nuestras comunidades. Que así sea. Permítanme cerrar con agradecimientos. A mis maestros y mentores —tantos y tan generosos— que me enseñaron más de lo que ellos creen. Soy tan afortunado que son demasiados para mencionarlos a todos por sus nombres. A los colegas y amigos de El Día, The Washington Post, The New York Times, El País, el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, la Fundación Gabo, la Academia Nacional de Periodismo y, por supuesto, de mi amado diario LA NACION. Gracias a todos ustedes, este recorrido vital ha sido —y sigue siendo— mucho más nutritivo, vibrante, hermoso, estresante y, sí, divertido de lo que jamás imaginé. Gracias, de corazón. He dejado para el final lo esencial. Porque sé que me voy a emocionar. Agradezco a mi familia. A mis padres, a mis suegros, a mis hijos. Estoy aquí por ustedes… y gracias a ustedes. Y a vos, Beta, por ser mi motor y mi freno. Ayer, hoy y siempre. Gracias, por último, a la Universidad Maimónides por recordarnos que, incluso en tiempos de Wandas, carpinchos, fake news e inteligencia artificial, los periodistas seguimos teniendo una misión irrenunciable: servir a la verdad y al bien común. Buenas noches. Y muchas gracias. (*) Disertación del académico y periodista al recibir el doctorado honoris causa de la Universidad Maimónides. Publicado en academiaperiodismo.org.ar

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