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» Elterritorio
Fecha: 15/10/2025 09:23
miércoles 15 de octubre de 2025 | 6:00hs. En zonas rurales de las provincias de Misiones y de Corrientes donde los jesuitas tuvieron gran influencia, todavía perduran ecos de la última batalla de la guerra guaranítica librada en Caibaté, contra el ejército unido de España y Portugal. Más de un avá en su puesto de lucha habrá pensado que la época de los jesuitas fue de dicha sin igual. Tiempo en que felices sembraban y cosechaban, reían y lloraban, guardaban y desechaban como estaba escrito en Eclesiastés. Donde el que nacía moría por mandato divino, no como ahora, aña memby, donde eran obligados a matar o morir por la decisión de hombres poderosos. Ya en el puesto de batalla el Mburuvichá, jefe de jefes de la tropa misionera, antes de sucumbir en lucha tan desigual lanzó su maldición que, según la tradición, perdura hasta nuestros días. “¡Escuchen, malditos portugueses y españoles! Hasta ayer, enemigos; hoy se unen para destruir y hacer el mal a gente humilde y sin maldad, que viven en libertad por la gracia de Dios.” “Nos echan de nuestras tierras que supimos labrar con dignidad, constituida sobre la base de una comunidad cristiana, y que ustedes unidos la están destruyendo. ¡Por esto, malditos, los maldigo, y a todos aquellos que nos hagan daño!”. En Génesis se dio la primera maldición cuando Dios maldijo a Adán y a Eva por comer el fruto prohibido del bien y del mal: “La tierra por tu causa será maldita y comerás el pan hasta que vuelvas a ella”. Después, las maldiciones pertenecerían al nimbo esotérico de brujos y chamanes. En 1904 llegó a Misiones, contratado por el Gobierno de Julio Argentino Roca, el brillante escritor Leopoldo Lugones acompañado de un joven fotógrafo, Horacio Quiroga, con el objetivo manifiesto de hacer un estudio de las Ruinas Jesuitas. El resultado de su investigación lo plasmó en el libro “El Imperio Jesuítico”, donde expone crítica atroz y despiadada contra la República Jesuita y por supuesto contra los curas jesuitas. Y recordando aquella vieja maldición: ¡Por esto, malditos, los maldigo, y a todos aquellos que nos hagan daño! Pareciera que aquel viejo anatema impregnó en la vida de estos insignes hombres de letras, pues ambos se suicidaron de igual forma bebiendo cianuro. Lugones lo hizo en febrero de 1938 y nadie lo recordó. Quiroga, en igual mes un año antes, perpetuado por la dulce Alfonsina Storni en una poesía: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como siempre en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria”. Leopoldo Lugones trocó su condición de socialista revolucionario, (idealizó con José Ingenieros el periódico La Montaña, expresando: “El Estado es el resultado de la propiedad privada y debe exigirse su abolición”) al de militante fascista, de tal manera que escribió la asonada “Ha llegado la hora de las armas”, argumento que sirviera a las fuerzas armadas para derrocar gobiernos democráticos. Ya entrado en años se enamoró de una jovencita y descubierto por su hijo Polo, quien amenazara con hacer público el romance, dio término a la relación, pero no el amor ardiente que sentía y se dedicó a escribir en soledad. Solitario y repudiado por la gente que no le perdonaba su fascismo intelectual, decidió acabar con su vida bebiendo whisky con cianuro en una lejana posada del Tigre. Tenía 62 años y su deseo de ser enterrado sin cajón y sin epitafio no fue cumplido Distanciado de su padre a quien odiaba, Leopoldo Lugones hijo fue nombrado por el presidente de facto José Félix Uriburu en un alto cargo en la policía. Venía con el antecedente de ser un tipo sádico, por emplear suplicios corporales cuando fuera director del antiguo reformatorio de menores ubicado en el Partido de Luján. Como si fuera su personal oblea, Igual método de torturas aplicó en la desaparecida cárcel de Las Heras (hoy Parque Las Heras), pero esta vez sumando la picana eléctrica, método de tortura aplicado por primera vez en la Argentina. Polo Lugones, acuciado por su conciencia, terminó con su vida pegándose un tiro en el cuello. La paradoja de la historia relatará que una de sus hijas, de nombre Carmen y apodada Pirí, se hizo guerrillera de las FARC en los años 70. Detenida tras el golpe militar que derrocó a Isabel Martínez de Perón en 1976, fue torturada con igual picana que usaba su padre Polo Lugones y, hasta hoy día, Pirí sigue desaparecida. También aquel fotógrafo que acompañara a Leopoldo Lugones, después brillante cuentista, tal vez el más grande de esta parte del continente de nombre Horacio Quiroga, se quitaría la vida la vida un año antes con igual brebaje. Designio no feliz que marcaría la vida de este hombre nacido en Salto del Uruguay, pues su padre se pegaría un tiro en la cabeza en un accidente de caza. Y su padrastro -su madre viuda volvió a casarse-, tras sufrir un derrame cerebral que le impedía hablar, se descerrajó un tiro sin más ni más. Imitando amargos finales, Horacio Quiroga se suicida en la más absoluta miseria y sin dejar mensaje alguno; su amigo el escritor Ezequiel Martínez Estrada expresó: “Su muerte ha sido, sin ninguna duda, la más dramática y tremenda de sus obras”. Según cuentan, Quiroga decidió venir a vivir a la Argentina cuando su amigo Federico Ferrando, limpiando un arma frente a él, se le escapó un tiro directo a la cabeza muriendo en el acto. En 1908 decide mudarse a la selva misionera trayendo a su adolescente esposa Ana María Cires, quien fuera su alumna. De la unión nacieron Eglé y Darío, a quienes educa y enseña cómo sobrevivir en ese medio. Pero la desgracia golpea el hogar cuando Ana María decide quitarse la vida cuando sólo tenía 25 años de edad. Luego Quiroga se casaría con la que sería su segunda esposa, María Elena Bravo, de ella tuvo una hija conocida como Pitoca. El final de esos tres hijos sería fatal: porque un año después del suicidio de Horacio Quiroga, su hija mayor, Eglé, se quitaría la vida. En 1952 lo hizo Darío, su único hijo varón, y el 13 de enero de 1988, Pitoca se tiró desde el noveno piso de un hotel porteño sobre la calle Maipú a los 60 años. Alguien dijo de Horacio Quiroga: “No fue un escritor maldito. Más bien maldecido”.
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