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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 13/10/2025 06:42
La reedición de Cartas a su madre (Blatt & Ríos), de Charles Baudelaire recupera una faceta íntima y poco explorada del célebre poeta francés. Cartas a su madre Por Charles Baudelaire eBook $ 8,99 USD Comprar Reconocido como uno de los grandes poetas franceses del siglo XIX, Charles Pierre Baudelaire (París, 1821-1867) fue también ensayista, crítico de arte y traductor. Paul Verlaine lo incluyó entre los poetas malditos de Francia, en alusión a su vida bohemia, sus excesos y la visión del mal que impregna su obra. Su influencia fue determinante en el desarrollo del simbolismo francés. Entre sus títulos más relevantes figuran Las flores del mal (1857), Los paraísos artificiales (1860), Spleen de París (1862) y Los despojos (1866). En el caso de Cartas a su madre, la obra reúne una selección de las misivas más significativas que Baudelaire dirigió a su madre a lo largo de tres décadas, permitiendo observar la complejidad de un vínculo marcado por la pérdida, el resentimiento y la dependencia económica. El contenido de estas cartas revela la huella que dejó en Baudelaire la muerte prematura de su padre y la posterior decisión de su madre de contraer nuevas nupcias, hecho que el poeta vivió como una traición. Fabre Museum La relación se tornó aún más tensa cuando ella dispuso que un tutor administrara los recursos de su hijo, en respuesta a los gastos desmedidos que caracterizaban la vida bohemia del escritor. Este conflicto económico, sumado a las heridas emocionales, atraviesa la correspondencia y otorga a las cartas un tono de sinceridad y desgarro. Las cartas seleccionadas no solo documentan los avatares personales de Baudelaire, sino que también constituyen un testimonio de su labor intelectual y de sus reflexiones sobre el valor de los textos que publicaba en diarios y revistas durante una época de esplendor del periodismo. El resultado es un conjunto de escritos que, según la editorial, resultan admirables, conmovedores y también divertidos de leer. Infobae Cultura publica el prólogo, realizado por el poeta, profesor y traductor argentino Walter Romero, quien además estuvo al frente de una nueva traducción, para una obra que se inscribe en la colección de clásicos modernos de la editural, cuyo arte de tapa fue realizado por la artista argentina Isol. Prólogo de Walter Romero Baudelaire se dirige a su madre entre el ruego y el reproche. Lo íntimo reverbera en un pliegue donde también se oyen ternuras, pero no exentas de oquedades. Dos subjetividades se imbrican para construir —en este conjunto impar de cartas malsanas— un rosario de equívocos entre un hijo que profiere y una madre que escucha, pero no asiente. “¿Cómo es posible que sea algo tan difícil escribirle a la madre de uno y que se haga tan raramente?”. Baudelaire le exige a este vínculo la totalidad del amor, que es siempre torsión de desvelos y tribulaciones. La madre inefable se vuelve un destinatario extrañado. Si bien no conocemos sus respuestas (acaso desechadas por ella misma tras la muerte del poeta), intuimos sus dudas y descreimientos fragantes. La relación parece sujeta a presupuestos que no lo son del todo, a caricias que se transmutan en desdenes, a lealtades repudiadas. “Evidentemente estamos destinados a querernos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestras vidas lo más honesta y dulcemente que sea posible. Y, sin embargo, en las terribles circunstancias en que me hallo, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente”. Baudelaire intenta rescatar la voz entrañable de una madre que, en la actualidad de estas cartas, le resulta distante. Sus gestos de acercamiento —sus deseos de verla, de cuidarla— buscan restaurar la época dorada de un interregno feliz: cuando paseaban unidos y hasta galantes por Versalles o se encontraban en secreto, a resguardo del invierno parisino, en el Salón Carré del Louvre. Su intención es restituir ese tiempo compartido en la rústica casita de verano en Neuilly y proyectarlo hacia un futuro ideal en la soñada casa de Honfleur, al borde de un acantilado. Todo su deseo pivotea entre esos dos paraísos: uno perdido, el otro nunca del todo alcanzado. Como una suerte de esfinge, la madre es figura paradojal que, imbuida de las componendas de la vida, será también la perpetradora de un crimen emocional. “Cometiste una imprudencia descomunal en tu juventud”. Baudelaire no olvida que esa madre, que fue el primado de su amor de niño, lo desplazó de su corazón tras la muerte de su padre, preceptor al servicio del duque de Choiseul-Praslin y pintor aficionado. Hijo tardío del capricho sensual de un sexagenario y una mujer de veintisiete años, es, ahora, el hombre adulto quien le habla como si nunca hubiese dejado de ser ese infante traicionado, obsesionado por la idea de que, al casarse con el apuesto general Aupick, veinte meses después de enviudar, su madre lo abandonaba por otro. Entre la perfidia materna y la ferocidad de un padrastro rival y ladrón, el niño se insubordina y se vuelve hipersensible. Como un nuevo Orestes, esta criatura rara no dejará nunca de vengar en su madre la memoria del padre. “Cuando se tiene un hijo como yo, uno no vuelve a casarse”. Baudelaire, meses antes de su muerte (Foto: Wikipedia) Baudelaire parece sentir aversión por el género epistolar, ambiguo y convenido, que escribe con dificultad, sin lograr concluir cartas que lo derrotan. Se queja de emprender una escritura trabajosa, donde más que comunicar garabatea una necesidad imperiosa de pedir y suplicar. Al destilar su veneno, rico en acusaciones y paranoias, estas cartas exudan epifanías de la negatividad. En el desolado teatro parental por fuera de la madre, se entrecruzan —como en una coreografía de la desafección— su padrastro, su medio hermano, y, pronto también, las viscosas adherencias de su tutor y sus acreedores, en una danza de sorna e incomprensión. Nadie se pone de su lado. “Lo propio de los verdaderos poetas —perdóname este pequeño arranque de orgullo, acaso el único que me fuese permitido— es salirse de sí mismos y ponerse en la piel de una naturaleza del todo distinta”. Baudelaire manifiesta, en estas cartas, un respeto irrestricto por sus principios estéticos (“extraer belleza del mal”) y una conciencia pasmosa de su valor como poeta. El gran escritor de la modernidad crea obra en medio de las más crueles contingencias, incluida su lucha contra una acedia feroz, esa otra forma silente del mal. “Entérate de una vez por todas de algo de lo que no te haces cargo nunca: verdaderamente y para mi desgracia, no estoy hecho como los demás hombres”. Baudelaire le dedica a su madre las bravatas furiosas de un despechado. Nada nos interesa de ella más que lo que se infiere o se conjetura en estas cartas, que no la absuelven. (La memoria de estas madres de literatos, ya sea la de Baudelaire o la de Rimbaud, nunca será zanjada). Nunca sabremos de Mme. Aupick más que lo que se adivina en estas páginas, donde se la injuria mucho, pero también se la ama locamente: con el amor caprichoso y ciego de un niño, para quien la madre será, por décadas, la amante supliciada. “¿Qué madre le regalaría a sus hijos Las flores del mal?”. Baudelaire fue un bohemio pródigo y estrafalario. En 1844, su madre, Caroline Aupick, le impuso una tutela judicial para frenar una ruina inminente. Creyendo salvarlo, lo condenó. Théodore de Banville, que lo conoció en su juventud, sostenía que “se había vuelto pobre después de haber sido muy rico”. La apropiación predatoria de una fortuna destinada al derroche y al goce es también un gesto poético. “¿Cómo es posible que nunca te hayas planteado en tu fuero íntimo la siguiente idea: ‘Es posible que mi hijo no llegue nunca a conducirse en la vida como yo, pero también puede ocurrir que llegue a ser un hombre notable en otros aspectos’?”. Baudelaire queda en manos del notario Ancelle, burgués honesto y acaudalado, quien le paga puntualmente una mensualidad siempre insuficiente y que, con el paso del tiempo, intentará descifrar con qué clase de naturaleza humana estuvo tratando. A la poética del gasto —que en Baudelaire incluyó trajes costosos, perfumes caros, abyecciones lúbricas, estimulantes y dandismos— se opone un funambulismo mendicante que signa una vida ejemplar de poeta encarnado. Verlaine dijo que la existencia ruinosa de Baudelaire nos recuerda la desgracia de no conseguir nunca esos cincuenta francos que siempre nos faltan para ser felices. “Me creo inmortal, y espero serlo”. Baudelaire multiplica las intrigas en este epistolario lacerante: la intriga sobre su tutela, sobre la publicación o no de sus libros, sobre el juicio por ultraje a la moral pública que provocó Las flores del mal, sobre sus mudanzas y la incertidumbre de su residencia (en muchos casos, para despistar a sus fiadores), sobre las traducciones de Edgar Allan Poe, sobre sus correcciones incesantes que volvían toda galerada un manuscrito siempre imposible, sobre su frustrado ingreso a la Academia, sobre su fidelidad a Jeanne Duval y sus reclamos pecuniarios, sobre el “terror supersticioso” que le provoca la salud de su madre, sobre su propia estabilidad mental y sus intentos de suicidio, reales o simulados, y sobre sus infaustos días en Bélgica. Intrigas como si fuesen novelas a la carta, repletas de ardides, boicots, trastadas, supersticiones, embrollos, miserabilidades, fanfarronadas. “No disimulo mis heridas”. Baudelaire se mueve entre desembolsos, adelantos y préstamos, mientras se reviste del traje de los guillotinados. En el goteo mezquino de un dinero que reclama, estas cartas devienen un compendio crematístico de sus vaivenes por subsistir. Un vocabulario crediticio y especulativo infecta estas páginas. Es un hombre mórbido y afligido quien relata, no sin conmoción, su estado financiero, para recordarnos también de qué modo la literatura —en la primera oleada de una modernidad que él inaugura— se vuelve capital: cuánto vale un poema, qué interés genera una crítica, cuánto cotiza una traducción, cuánto se puede recibir en paga por una conferencia, por qué el teatro es tan redituable y banal. “¿Quién sabe si no estarás un día feliz reuniendo todo lo que he hecho?”. Baudelaire pivotea entre sueños satánicos y un deseo de gloria. Su desesperanza se funda en el desbalance entre las injusticias padecidas y la magnitud de su labor poética, ese “trabajo científico”. “Porque yo sigo creyendo que la posteridad me concierne”.
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