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  • El hijo del comisario asesinado que buscó comprender la violencia

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 09/10/2025 02:40

    Cuando el terrorismo es una cuestión personal. El impacto de dos disparos en la mañana del 17 de mayo de 1972 no solo truncó la vida del comisario Luigi Calabresi, sino que también marcó el inicio de una de las etapas más sombrías de la historia reciente de Italia: los llamados años de plomo. Aquella jornada, el asesinato del comisario, perpetrado por la espalda, alteró de manera irreversible el destino político del país y sumió a una familia en una tragedia de dimensiones nacionales. En su libro Salir de noche, el periodista Mario Calabresi, hijo del comisario asesinado, reconstruye los hechos que rodearon la muerte de su padre y examina las consecuencias personales y colectivas de aquel crimen. La obra, que ha alcanzado la cifra de cientos de miles de ejemplares vendidos en Italia, se distingue por su tono sincero y su capacidad para conmover al lector. A través de una investigación exhaustiva, el autor se adentra en los años marcados por la violencia política, un periodo en el que la sociedad italiana se vio sacudida por el terrorismo y la polarización. El asesinato de Luigi Calabresi. (Il Superuvo). El relato de Calabresi no se limita a la crónica policial. El periodista indaga en la campaña de acoso que sufrió su padre, quien fue falsamente acusado de haber arrojado desde su despacho en la comisaría de Milán al anarquista Giuseppe Pinelli. Esta acusación infundada no solo contribuyó a la estigmatización pública del comisario, sino que también lo convirtió en blanco de una presión social y mediática que precedió a su asesinato. El libro explora con lucidez el modo en que la violencia política de aquellos años dejó cicatrices profundas en las víctimas y sus familias. Mario Calabresi rememora el impacto devastador que el asesinato tuvo en su madre y en sus tres hermanos pequeños, quienes debieron afrontar en la intimidad una pérdida que, en realidad, afectaba a toda la sociedad italiana. Mario Calabresi La narración entrelaza la experiencia personal del autor con la de otras víctimas del terrorismo, mostrando cómo la tragedia individual se convierte en un reflejo de una catástrofe colectiva. Considerada una obra imprescindible para comprender las heridas que el terrorismo inflige en la sociedad, el libro de Calabresi ofrece una mirada honesta y profunda sobre las consecuencias de la violencia política, tanto en el ámbito privado como en el tejido social de Italia. Infobae Cultura publica el prólogo de Enric González: “Salir de la noche” El 12 de diciembre de 1969, a las 16.37, estalló una bomba en la sede milanesa de la Banca Nazionale dell’Agricoltura, situada en la plaza Fontana. Murieron 17 personas. Otras 88 sufrieron heridas. La policía centró inmediatamente sus investigaciones en varios grupos anarquistas, uno de cuyos miembros, el ferroviario Giu seppe Pinelli, antiguo partisano y conocido pacifista, fue detenido horas después del atentado. Muy pocos sabían entonces (lo sabía, sin duda, el Go ierno italiano) que la matanza en Milán, la llamada «strage di piazza Fontana»), había sido cometida por neofascistas, asesorados y amparados por los servicios secretos. Muy pocos sabían entonces que estaba fundán dose una organización clandestina de izquierda revolu cionaria llamada Brigadas Rojas, con la violencia como instrumento y con una doble misión: acabar con la mo deración y el reformismo del Partido Comunista, por un lado, y, por otro, evitar un golpe de Estado del ejército y la ultraderecha similar al de Grecia en 1967. Italia empezaba a precipitarse en unos largos y oscuros años de terror, los años de plomo. Tres días después de la explosión en el banco milanés, el 15 de diciembre, el anarquista Giuseppe Pinelli cayó desde un cuarto piso mientras era interrogado. Nunca se aclaró cómo se produjo la caída mortal de Pinelli. La ventana desde la que se estrelló contra el patio de las dependencias policiales correspondía a la oficina del comisario Luigi Calabresi. Tanto la prensa de izquierda como la mayor parte de la opinión pública atribuyeron a Calabresi la responsabilidad de lo que parecía un asesinato. El asesinato del comisario Calabresi sigue siendo motivo de debate en Italia tras 50 años de ocurridos los hechos. (Il Punto Quotidiano). El dramaturgo Dario Fo, que ganaría en 1997 el Pre mio Nobel de Literatura, estrenó en 1970 una sátira divertidísima sobre aquel asunto siniestro: Muerte acci dental de un anarquista. Entre risas, se demostraba al público que la policía (es decir, Calabresi) había defenes trado al detenido. Lotta Continua, el periódico de una recién creada organización de extrema izquierda con el mismo nombre, insistía en cada ejemplar: Calabresi era culpable. No se descubrió hasta muchos años más tarde, porque la policía obstruyó cualquier investigación seria (la ver sión oficial consistía en que Pinelli se había caído por la ventana a causa de un mareo), que Calabresi estaba pro bablemente fuera de su oficina cuando se produjo la caída. El temor de la extrema izquierda a una desestabiliza ción del sistema democrático (a la que ella misma con tribuía) no carecía de fundamento. En diciembre de 1970 se registró un fallido intento de golpe dirigido por el militar y aristócrata fascista Junio Valerio Borghese; tras fracasar la intentona, Borghese se refugió en la España franquista. Tanto él como sus colaboradores fueron absueltos por la justicia italiana. El entonces mi nistro de Defensa, Giulio Andreotti, encubrió a los implicados en el golpe y ocultó a los tribunales los datos más incriminatorios. Luigi Calabresi era un hombre sin esperanza. Sabía que un día u otro alguien se encargaría de acabar con el «Comisario Ventana», como le llamaban. El día llegó el 17 de mayo de 1972. Al salir de su casa le dispararon por la espalda y lo remataron con un tiro en la nuca. Su cuerpo quedó tendido entre dos coches. Solo tenía treinta y cuatro años. Dejaba viuda y tres hijos. El mayor, Mario, tenía tres años. El menor no llegó a conocer a su padre. Dario Fo y su esposa, la actriz Franca Rame, estaban en el punto de mira de la ultraderecha desde el estreno de Muerte accidental de un anarquista. En 1973, Franca Rame fue secuestrada, torturada y violada repetidamen te por un comando fascista. El caso del comisario Luigi Calabresi, más de 50 años después. (Agenzia Fobis). En Italia, inmersa en los años de plomo, todo era mie do, violencia y confusión. En realidad, esa era la idea desde el principio: sembrar el miedo, la violencia y la confusión. En un momento crítico de la guerra fría (la Unión Soviética había inva dido Checoslovaquia en 1968, Estados Unidos estaba perdiendo la guerra de Vietnam), la otan (a través de la estructura secreta Gladio), la cia y los principales servi cios secretos europeos habían decidido iniciar en Italia, considerada un eslabón débil en la cadena de la defensa occidental por la pujanza de su Partido Comunista, lo que con el tiempo se llamaría «estrategia de la tensión». El plan consistía en aterrorizar a los italianos y, con brutales atentados atribuidos a la extrema izquierda y cometidos en realidad por la extrema derecha, empujarlos hacia posiciones atlantistas y anticomunistas. Las Brigadas Rojas, nombre con el que suele denominarse genéricamente a la propia organización y a una conste lación de pequeños grupos revolucionarios (varios de ellos afiliados a Lotta Continua), respondieron con su propio terror. Durante los años de plomo, los que van de 1969 a 1980 (aunque la violencia política prosiguió hasta entrado el siglo xxi), Italia y sus instituciones vivieron al borde del colapso. El 31 de mayo de 1972, dos semanas después del ase sinato del comisario Calabresi, una trampa con explo sivos mató a tres policías e hirió a otros dos en Peteano, al noreste de Italia. Como en la plaza Fontana, la policía culpó a la extrema izquierda. Incluso inventó pistas fal sas. Uno de los autores del crimen, Vincenzo Vincigue rra, militante de la organización neofascista Orden Nue vo, confesó en 1982 que Giorgio Almirante, fundador y líder del Movimiento Social Italiano (el mismo partido, rebautizado como Hermanos de Italia, al que pertenece la primera ministra Giorgia Meloni), había pagado 35.000 dólares al comando terrorista para que se refu giara en España. Días antes del atentado de Peteano, el 14 de marzo de 1972, había muerto Giangiacomo Feltrinelli, fundador y propietario de una de las editoriales más importantes del país y héroe de la libertad de expresión desde que, en 1956, logró sacar de la Unión Soviética el manuscrito de Doctor Zhivago, la novela prohibida de Borís Pas ternak. Feltrinelli murió manipulando una bomba. Así se descubrió que llevaba una doble vida y que, además de editor, era el camarada «Orlando», jefe de los Grupos de Acción Partisana, un grupúsculo en la órbita de las Brigadas Rojas. Todo suena a locura. Lo era. En 1975, la logia masó nica secreta Propaganda Due (P2), dirigida por el fascis ta Licio Gelli y con miembros en todas las esferas del poder (entre los afiliados de menor rango figuraba el constructor Silvio Berlusconi), se hizo con el control del grupo Rizzoli, propietario del Corriere della Sera, el diario más importante de Italia. Gelli era uno de los organizadores de la estrategia de la tensión y contaba con el respaldo financiero del Banco Ambrosiano, que manejaba los fondos del Vaticano. El presidente del Ban co Ambrosiano, Roberto Calvi, miembro de la P2, se suicidó en Londres en 1982; numerosos indicios apuntan a que en realidad se trató de un asesinato. "Salir de la noche", el libro de Calabresi hijo. Muertes y más muertes. El 2 de noviembre de 1975 fue asesinado el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, que dejó incompleto un libro laberíntico, titulado Petróleo, con el que quería denunciar los crímenes de Estado. El único condenado fue el joven Pino Pelosi, amante pasajero de Pasolini. Pocos creyeron entonces que Pelosi fue ra culpable, o que fuera el único culpable; casi nadie lo cree ya. Pelosi murió de cáncer en 2017, proclamando su inocencia. Otro misterio más. En una década oscura, el momento más negro fue la primavera de 1978. Aldo Moro, presidente de la Demo cracia Cristiana, acababa de lograr un acuerdo entre su partido y los comunistas (el llamado «compromiso his tórico») para hacer frente de forma conjunta a la graví sima crisis política y económica. El 16 de marzo, un comando de las Brigadas Rojas secuestró a Moro y ase sinó a sus cinco escoltas. Durante semanas, Aldo Moro envió numerosas cartas a sus amigos en el poder rogando al Gobierno que nego ciara con los terroristas y lograra su liberación. Pero Washington y Moscú se opusieron a las negociaciones y, lógicamente, también lo hicieron la Democracia Cris tiana y el Partido Comunista. El libro El caso Moro, de Leonardo Sciascia, ofrece un relato estremecedor de aquel secuestro a través de unas cartas cada vez más tristes y desesperadas. Nunca se sabrá cómo consiguió la policía no localizar a tiempo el piso donde mantenían encarcelado a Moro: estaba en Roma, en la calle Camillo Montalcini, y era propiedad de Anna Laura Braghetti, militante de las Bri gadas Rojas. Al menos un vecino hizo llegar a la policía su sospecha de que la vivienda podía ser un «piso fran co» de los terroristas, pero no se investigó nada hasta meses después. Aldo Moro fue asesinado el 9 de mayo de 1978. Su cadáver fue abandonado, dentro del maletero de un automóvil, en la céntrica calle Michelangelo Caetani, muy cercana a las sedes de la Democracia Cristiana y del Partido Comunista. Por entonces ya todo estaba podrido. No quedaba una institución sólida. La estrategia de la tensión había fun cionado. El crescendo del terror alcanzó su clímax el sábado, 2 de agosto de 1980, a las 10.25 de la mañana. Una bomba mató a 85 personas e hirió a más de 200 en la Estación de Bolonia, abarrotada por el inicio de las vacaciones. No hubo ambulancias suficientes y los moribun dos fueron trasladados al hospital en autobús. Años más tarde, dos militantes fascistas fueron condenados a prisión perpetua como autores materiales del atentado. También fueron encarcelados el general Pietro Musumeci, subdirector de los servicios secretos italianos y miembro de la logia P2, y dos de sus colaboradores más directos, por fabricar pistas falsas y obstaculizar la investigación. La tensión empezó a relajarse tras la matanza de Bo lonia. Ronald Reagan, nuevo presidente de Estados Unidos, liberalizó los mercados financieros e impulsó un boom económico en Occidente que decantó definitivamente la guerra fría: la Unión Soviética no podía seguir compitiendo. La llegada de Mijaíl Gorbachov al Kremlin en 1985, la caída del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la Unión Soviética a partir de 1990 hicieron innecesaria la estrategia de la tensión. No hubo más atentados de la extrema derecha y los servicios secretos italianos dejaron poco a poco de conspirar. Las Brigadas Rojas siguieron matando, pero la deten ción del líder, Renato Curcio, en 1976, y la del sucesor, Mario Moretti, en 1981, condujeron gradualmente a su desarticulación. Las llamadas Nuevas Brigadas Rojas cometieron asesinatos hasta entrado el siglo xxi, pero el ambiente político era otro. El Partido Comunista Italia no y la Democracia Cristiana habían dejado de existir, arrastrados por una marea de corrupción a la que no fueron ajenos los años de plomo. Lo que comenzó con las revueltas de mayo de 1968 y las huelgas masivas de 1969 se había anudado en la trá gica historia del policía Calabresi y el anarquista Pinelli. Ambos se conocían bien. Calabresi estaba encargado de investigar los movimientos políticos de izquierda; Pine lli acudía con frecuencia al comisariado para obtener la autorización previa que requerían las manifestaciones. De hecho, aquel fatídico 12 de diciembre de 1969 fue el propio Pinelli quien acudió al despacho de Calabresi para aclarar las cosas, porque se fiaba de él. Incluso habían intercambiado libros. Me crucé en varias ocasiones con Mario, el hijo del comisario. Trabajaba en la Repubblica, el diario donde yo tenía mi oficina como corresponsal de El País. Nun ca hablamos de su padre ni de los años de plomo, aun que era notorio el esfuerzo de Mario Calabresi por contribuir a la reconciliación de una Italia resquebrajada. De hecho, la Repubblica (que Mario llegó a dirigir) per tenecía al mismo grupo editorial de la revista L’Espresso, uno de los medios más feroces en la campaña de prensa contra el «Comisario Ventana». Sí conversé en diversas ocasiones con Adriana Faran da, miembro del comando que secuestró y asesinó a Aldo Moro. Adriana había cumplido dieciséis años de cárcel, había hecho todo lo posible para «disociar» (ese era el término que se empleaba) de la lucha armada a sus antiguos compañeros y había vendido su piso para entregar el dinero a Cáritas, que se encargó de distribuir lo entre víctimas del terrorismo. Adriana Faranda me habló de los antiguos brigadistas refugiados en Francia, de los reinsertados tras cumplir condena (Curcio ingresó en una cooperativa de apoyo a los marginados, Moretti obtuvo un empleo como informático en el gobierno regional de Lombardía), y de quie nes no habían cedido ni un milímetro en sus posiciones. También me habló de su amiga María Fida, hija de Aldo Moro, el hombre al que Adriana contribuyó a secuestrar y asesinar. Y me contó algo que nunca olvidaré. Adriana Faranda, siciliana, hija de buena familia, joven y con un aspecto nada sospechoso, fue la encargada de vigilar durante semanas los movimientos de Aldo Moro. Un día, uno de los dos policías que custodiaban el domicilio de Moro alzó la vista y señaló al cielo; el otro miró y ambos sonrieron. Volaba sobre Roma una nube de golondrinas, anuncio de la primavera. Adriana pensó que esos dos policías quizá no llegarían a verla. Y sintió el aguijona zo de la duda. Pero siguió con su misión. Si hubiera reflexionado un poco en el momento de las golondrinas, me dijo, su fe en la violencia se habría venido abajo. Enric González

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