05/10/2025 17:42
05/10/2025 17:42
05/10/2025 17:42
05/10/2025 17:42
05/10/2025 17:41
05/10/2025 17:40
05/10/2025 17:39
05/10/2025 17:38
05/10/2025 17:36
05/10/2025 17:36
Parana » AnalisisDigital
Fecha: 05/10/2025 15:42
Desde hace décadas, los presidentes argentinos repiten la promesa del diálogo. Una vez en el poder, lo desprecian. Javier Milei no fue la excepción. El resultado del 26 de octubre será decisivo para conocer su reacción. Por más que proclamen sus virtudes, el diálogo es despreciado en los hechos por los políticos argentinos. Es cierto que no por todos, pero evidentemente sí por los que llegan al poder. Sobre todo, los presidentes padecen una suerte de síndrome He-Man, que refiere al personaje de la serie animada de los años 80 que se transformaba en el ser más poderoso del universo al grito de “¡Tengo el poder!”. El problema es que la realidad -signada por los graves desafíos que desde hace décadas afronta el país- les termina demostrando que solos no pueden para sacar a la Argentina adelante. Claro que cuando se dan cuenta de que hacen falta acuerdos, ya es tarde. O porque la crisis les estalló de la peor forma o porque se encaminan irremediablemente a una derrota electoral al haber fracasado. Desde el tristemente famoso “Rodrigazo” -el primer gran estallido inflacionario ocurrido en 1975 durante la presidencia de Isabel Perón- la sociedad vivió de sobresalto en sobresalto económico. Peor aún: los sucesivos traspiés de los gobiernos profundizaron el deterioro social. El dato es elocuente: en el último medio siglo, la pobreza -con oscilaciones- pasó del 5 % a más del 50 %. Las crisis económicas estuvieron inevitablemente conectadas con crisis políticas. Es verdad que la derrota en la guerra de Malvinas derivó en la vuelta a la democracia, pero enmarcada en un estrepitoso fracaso económico; la hiperinflación de la última parte del gobierno de Raúl Alfonsín desembocó en su salida anticipada; y el colapso de 2001 provocó la caída de Fernando De la Rúa. En paralelo, la Iglesia católica, después de un deslucido papel durante la dictadura -salvo honrosas excepciones-, difundió en 1981 un histórico documento titulado “Iglesia y Comunidad Nacional” que rescataba los valores cívicos y al año siguiente, después de la guerra de Malvinas, implementó una ronda de contactos con todos los sectores para facilitar la vuelta a la democracia. Aquel denominado “Servicio de Reconciliación” -por primera vez entró a la sede del Episcopado el partido comunista- fue el inicio de una prédica acompañada de gestos en favor del diálogo y los consensos de la Iglesia que, con altibajos, siguió a partir de la vuelta a la democracia y alcanzó su máxima expresión en la Mesa de Diálogo que tendió ante la crisis de 2001. Si bien el también llamado, con el tiempo, Diálogo Argentino resultó socialmente muy contenedor en momentos de gran zozobra -el Plan Jefas y Jefes financiado por las instauradas retenciones al campo que surgió de los debates fue clave- muchas otras propuestas como una reforma política cayeron en saco roto. Pero el abismo tan temido quedó atrás. Más allá de las críticas políticas y económicas que se le pueden hacer, no fue menor el hecho de que, como presidente designado, Eduardo Duhalde -con el acuerdo de Raúl Alfonsín- haya llevado adelante un gobierno de coalición con ministros tanto del justicialismo como del radicalismo que resultó una fórmula efectiva para superar la debacle. Pero con su llegada a la presidencia, Néstor Kirchner fue tomando distancia de toda actitud conciliadora y pronto empezó a exhibir un estilo muy confrontativo, llegando con su esposa, Cristina Fernández, a instaurar durante el conflicto con el campo una grieta que los sucesivos gobiernos, unos más, otros menos, siguieron cavando. Si bien permitía ganar elecciones, la grieta no servía para llevar a los gobiernos a buen puerto. Las peleas de los políticos como perros y gatos agravaron los problemas del país. El clima de creciente tensión verbal escaló hacia manifestaciones violentas motorizadas por sectores del peronismo y la izquierda y la consecuente represión. No obstante, la mayoría de los políticos en campaña decía que si ganaba las elecciones iba a convocar al diálogo, pero eso finalmente no terminaba pasando. Los triunfadores decían que, enfrente, tenían corruptos con los cuales no se podían sentar, pero sobre todo consideraban toda actitud de apertura como un signo de debilidad. Con antecedentes de panelista por momentos desorbitado y declaraciones en campaña muy agresivas, Javier Milei no parecía contar con las condiciones para ser él, si llegaba a la presidencia, quien sí buscara un diálogo. Así fue: no solo no lo buscó, sino que maltrató a los políticos que querían ayudarlo y, en fin, profundizó la grieta. Hasta que la paliza electoral del mes pasado en la provincia de Buenos Aires -sumado a otras advertencias como los comicios en Corrientes- comenzó a hacerlo recapacitar. Si bien fue el reclamo de procurar gobernabilidad de los Estados Unidos -que salió a auxiliarlo ante los temblores financieros- lo que lo llevó a reconsiderar su actitud. A la vez que empezó a bajar el tono de sus discursos y declaraciones, lo primero que hizo fue reanudar el contacto con Mauricio Macri, el líder del PRO, su aliado en el balotaje que le ayudó a ganar y que, con sus legisladores, le dio en el primer año de gobierno un apoyo clave para la aprobación de leyes que tanto decía necesitar. En paralelo, su esforzado jefe de Gabinete, Guillermo Francos, procura persuadir a los gobernadores que en algún momento también apoyaron iniciativas del gobierno para que vuelvan a hacerlo después de las elecciones de fin de mes, pese al ninguneo económico que sufrieron de parte de Luis Caputo y electoral de Karina Milei. Así las cosas, Milei empieza a abrirse al diálogo -al menos con sus potenciales aliados-, pero no por virtud, sino por necesidad. No obstante, hay muchas dudas acerca de sí efectivamente avanzará por ese camino o si su personalidad disruptiva terminará prevaleciendo. Es una pregunta psicológica, no política. Con todo, puede ocurrir que, por aquello de que la necesidad tiene cara de hereje, aflore un Milei político por encima del Milei económico. Claro que el resultado electoral del 26 será clave de cara a su reacción. ¿Obtendrá una buena victoria? ¿El resultado será ajustado? ¿Sufrirá una dura derrota? De todas maneras, Milei comenzó a “abrir el paraguas”. La pregunta es si no llega tarde a una actitud conciliadora en cuanto a que los dos años que le restan puedan ser un calvario para él, su gobierno y, sobre todo, para los argentinos. Será el tiempo de que, lejos de actitudes destituyentes, la dirigencia política muestre responsabilidad cívica. Dañar la calidad institucional tiene un alto costo. No deberían olvidar que por arriba de todo está la Argentina. (*): publicado este domingo en TN.
Ver noticia original