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» Comercio y Justicia
Fecha: 03/10/2025 16:56
La dictadura iletrada de los “famosos” Por Lorenzo Bernaldo de Quirós* Para Vozpópuli (España) En la era de la hiperconexión y de la idiotez programada se asiste al ascenso de una casta particularmente irritante: la de los famosos que, embriagados por el único y, sin duda, valioso talento que poseen (patear un balón, memorizar un guion, entonar una canción, cocinar bien en televisión), se sienten ungidos para pontificar sobre cualquiera de los grandes temas de la agenda nacional e internacional. Nadie discute su derecho constitucional a expresarse con libertad. Faltaría más. Ese no es el problema, sino su deslumbrante arrogancia para sentar cátedra sobre temas que desconocen y, peor, la devota audiencia de millones de personas a sus pronunciamientos. Estas admirables personas cuyo prestigio tiene muy poco que ver con el intelecto en sentido amplio y restringido se arrogan la potestad de dictar sentencia sobre temas que requieren un cierto estudio, una razonable formación y una considerable prudencia para ser liquidada en un tuit o en una declaración testosterónica, Y, ¡oh, sorpresa!, sus opiniones siempre caen del lado de la izquierda, ya quisiera caviar aunque les de el presupuesto, para formular un guión basado en una falsa superioridad moral que les garantiza el aplauso de su secta. Ante este panorama conviene recordar una obviedad a menudo olvidada: ser excepcional en algo no te convierte en profeta en todo. Que el cineasta Pedro Almodóvar sepa rodar con extraordinaria competencia un travelling dramático no le otorga el título de analista económico. Que el cantautor Ismael Serrano llene auditorios no lo habilita como experto en Derecho Constitucional. Y, para añadir injuria a la lesión, que un chef mediático sepa emplatar un bogavante no lo transforma en un sociólogo de la pobreza. Sin embargo, toda o, para ser precisos, una parte significativa de esta singular fauna se empeña en subirse a un púlpito para vomitar consignas que, en el mejor de los casos, son simplonas; en el peor, son un ejemplo proteico de desinformación y, en la mayoría, no tienen ni idea de su significado real. Su pretensión de auctoritas es cómico-patética. Equivale en términos intelectuales a la decisión de un futbolista, basada en su maestría del balón, de acometer una operación a corazón abierto. Pero, al tratarse de la cultura, de la economía, de la política, se pide a la ciudadanía que trague cualquier patochada envuelta en el brillo de un Premio Goya o un contrato millonario. En un movimiento puramente postmoderno, estos famosos aspiran a ejercer como intelectuales orgánicos de las clases populares, pero solo son los clones cosméticos de una corrección política de gauche que además son incapaces de comprender. El sesgo ideológico de las proclamas realizadas por la mayor parte del famoseo estas no es solo esperpéntica, sino es la cúspide del cinismo. Se emiten desde un manual de clichés del buen progre que exige la denuncia del “sistema” y la defensa de causas nobles, pero siempre sin poner en riesgo la cuenta corriente alimentada por el sistema que denuncian. Y aquí es interesante poner de relieve algunos interesantes ejemplos. El caso del actor Javier Bardem es paradigmático. Se pronuncia de manera habitual y con vehemencia sobre ecologismo o la justicia social, pero es incapaz de articular esos mensajes con un mínimo rigor y coherencia. Además, sus contradicciones no son ya obscenas, sino hilarantes: se auto proclama “rojo”, abanderado de la lucha contra la desigualdad, mientras vive al estilo de la alta burguesía que dice despreciar. Son los marxistas los defensores del proletariado que evitan la Hacienda española con la misma destreza con la que eluden cualquier auto-crítica. Pero la hipocresía pijo progre de estos famosos alcanza su clímax cuando defienden y santifican a las dictaduras de izquierdas y a modelos político-económicos totalitarios; es decir, sistemas colectivistas -donde la creatividad es purgada y la riqueza personal es anatema- en los que jamás habrían obtenido los ingresos que les proporcionan las odiosas sociedades capitalistas y en donde no tendrían libertad para protestar. Se alzan como iconos de la rebeldía capitalista, defendiendo ideologías que, de aplicarse, les confiscarían sus mansiones, les censurarían sus guiones y les obligarían a cantar himnos al líder, salvo que se pudieran a su servicio lo que sería bastante probable. Otros muchos representantes de esta fauna realizan pronunciamientos emocionales, superficiales y sesgados. Nunca apelan a la razón, sino a los instintos mas primarios de los individuos. La cosa no pasaría de la anécdota si no fuera porque su influencia es descomunal, y moldea las percepciones públicas. Los pijo-progres de la fama no plantean un debate cívico y racional porque ni quieren ni, por supuesto, pueden. Son, como diría Vargas Llosa, el triunfo de la sociedad del espectáculo, donde el simulacro de la protesta reemplaza a la discusión real y la indignación desinformada se convierte en un producto de consumo más. De este equipo forman parte la plaga de los influencers y celebrities de todo pelo. La streamer de éxito o la modelo reconvertida en activista opina sobre impuestos, sanidad o inteligencia artificial. Su única credencial es el número de seguidores. Cuando una celebrity con millones de fans sentencia que “el sistema es injusto”, sin entender la diferencia entre un bono y una acción, está sin duda alguna realizando una valiosa aportación; un impecable ejercicio de ignorancia y fluidez. Lo más exasperante de este fenómeno es la aceptación entusiasta o resignada de la doble moral. Estos famosos se permiten opinar sobre todo, sin preparación alguna, ejerciendo su indiscutible libertad de expresión. Pero ¡ay de quien cuestione su autoridad o señale la evidente contradicción entre su discurso anticapitalista y su vida-hacienda! Si un economista intentara dirigir una película, sería ridiculizado y expulsado del set. Pero cuando un actor de prestigio opina sobre la fiscalidad se le aplaude. La fama no es un cheque en blanco para la ignorancia, ha de exigirse a un mínimo de rigor a quienes tienen el poder de influir en millones y debe ponerse de manifiesto cuando eso no ocurre. No se trata de silenciar a nadie, pues tienen derecho a opinar hasta de la composición del agua en Marte. Se trata de demandar que, quien decide entrar en el debate público, lo haga con responsabilidad proporcional a su altavoz. Si van a hablar de política, que estudien. Si van a abogar por una causa, que se informen. Y si no están dispuestos a hacer ese mínimo esfuerzo, que se limiten a lo que saben hacer: entretener, cocinar o salir bien en la foto. La humildad de reconocer los límites de su conocimiento sería, con diferencia, el gesto más revolucionario que podrían ofrecer. En última instancia, el problema no es que estos famosos hablen de lo que no saben, sino que la sociedad los escuche con una reverencia que no se han ganado. La fama no equivale a sabiduría. Mientras se siga confundiendo popularidad con competencia, estaremos condenados a un debate público dominado por el ruido del famoseo en lugar de la razón. Es hora de bajar a estas estrellas del pedestal y exigirles lo mismo que a cualquier otro: que sus opiniones estén respaldadas por algo más que un reflector y la hipocresía bien pensante. Es hora de releer La conjura de los necios. (*) Presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España. Académico asociado del Cato Institute.
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