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  • Claves para comprender cómo la violencia circula en la sociedad desde ámbitos privados hasta el espacio público

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 02/10/2025 03:15

    La violencia cotidiana puede iniciar con gestos sutiles y replicarse en distintos ámbitos de la vida social (Imagen Ilustrativa Infobae) El 2 de octubre de cada año se conmemora el Día Internacional de la No Violencia, en homenaje al nacimiento de Mahatma Gandhi quien fuera el líder del movimiento de independencia de la India y símbolo de la resistencia pacífica. Las Naciones Unidas eligió esta fecha, para hacernos recordar que existen otras formas de enfrentar los conflictos. Observarlo desde la perspectiva de la no violencia nos da una mirada que permite ver cómo la violencia se reproduce en múltiples ámbitos como son la familia, escuela, redes, medios y así entender que todas forman parte de una misma matriz social. Esta mirada nos saca de la repetición de una narrativa confortable en su etiquetado y enfrenta a un hecho que incómoda: la violencia no aparece de golpe, sino que se propaga de un ámbito a otro y a veces de manera imperceptible y sigilosa. Esto da una paradoja: mientras repudiamos los hechos extremos, toleramos a diario expresiones de violencia que permanecen ocultas. Hablar de violencia suele remitir de inmediato a un hecho policial: un femicidio, una pelea callejera, un ataque escolar, pero lo que sucede en el hogar, en la escuela, en las calles o en las redes forma parte de una misma matriz social, pero solo logra ser visto, visibilizado, en la medida que alcance características de tragedia mediatizada. Al mismo tiempo, ver el elemento aislado, extraordinario, impide entender y aceptar el fenómeno. Episodios que conmueven, se consumen como noticia urgente y luego quedan atrás. Pero la violencia no es un accidente aislado: es un sistema que se retroalimenta. En realidad es un sistema interrelacionado de vasos comunicantes. Aunque se presenten como fenómenos distintos, todos responden a una misma matriz cultural: la aceptación de que la violencia es una forma válida de resolver conflictos, imponer poder o canalizar frustraciones. Esa normalización convierte al maltrato verbal en antesala del golpe, al insulto digital en invitación a la agresión física, o al abuso emocional solapado de broma en precursor de la discriminación. Decidirse por la no violencia es una actitud activa y transformadora en cualquier contexto (Imagen ilustrativa Infobae) Cada vez que un hecho extremo ocupa la agenda, el riesgo es quedarse en el etiquetado y la condena inmediata, buscar respuestas descontextualizadas sin atender a los vasos comunicantes que lo sostienen. La no violencia implica mucho más que rechazar la agresión física: exige revisar cómo hablamos, cómo educamos, cómo reaccionamos y especialmente como nos posicionamos frente al conflicto. Esos vasos comunicantes se ejemplifican en la violencia que se naturaliza y que de un ámbito fluye hacia otro. Lo que un niño aprende al presenciar maltrato en su casa puede transformarse en acoso escolar. Ese mismo adolescente, en la adultez, puede replicar la lógica de la agresión en su pareja o en la calle. La agresión expuesta y representada en medios es imitada en infinidad de áreas. Finalmente, lo que circula en los vínculos privados se proyecta también en lo público: en las redes sociales, en la política, en las instituciones. Las bases neurobiológicas de la violencia o del altruismo nos muestran como lo incorporado en etapas tempranas de la vida dará forma al futuro ser y sus comportamientos. La violencia no se reduce al crimen más brutal. Es un fenómeno que circula, entre esos vasos comunicantes, entre distintos ámbitos de la vida social. Lo que ocurre en una familia se filtra en la escuela, lo que circula en las calles se amplifica en los medios, y lo que se dice en las redes digitales se multiplica sin frenos inhibitorios. La violencia se manifiesta de formas diversas y circula entre ámbitos privados y públicos, alimentando un sistema social que la legitima y la perpetúa si no se enfrenta desde la raíz (Imagen Ilustrativa Infobae) En el hogar, la violencia puede empezar con un grito y terminar en un golpe. En la escuela, el bullying deja huellas emocionales que marcan la adultez. En la calle, la intolerancia convierte discusiones mínimas en peleas que terminan en tragedia o accidentes de tránsito de extraña gestión si no se entiende el sistema de uno contra otro, como medio de supervivencia. Y en las instituciones, la violencia adopta la forma del maltrato burocrático, la desidia o la corrupción. Todos estos son piezas de un mismo engranaje cultural, de vasos que se comunican entre sí. Los medios de comunicación cumplen un rol clave, positivo o lo contrario, en esta dinámica. No solo porque informan sobre la violencia, y generar conductas de imitación, sino porque también pueden reproducirla y multiplicarla. La mediatización morbosa de los casos más crudos, la búsqueda del rating a partir de escenas de sufrimiento o el discurso que señala culpables fáciles son formas de violencia simbólica. El recorte de la información o el uso tendencioso del mismo genera espirales de violencia. Cuando un crimen se convierte en un show televisivo, se pierde de vista el contexto social que lo origina y se alimenta el morbo colectivo. El linchamiento mediático puede ser tan dañino como el físico: expone, condena y destruye sin ofrecer soluciones, y desde ya sin buscar verdades, solo golpes, sí, de golpes se trata, de efecto, pero que anticipan otros golpes más concretos. El lenguaje de los medios moldea percepciones: cada vez que se etiqueta a una víctima o se estigmatiza a un grupo social, se refuerza un círculo en el que se excluye o se estigmatiza al otro. El bullying escolar deja huellas emocionales profundas que influyen en la adultez (Imagen Ilustrativa Infobae) Otro espacio donde la violencia se expande sin límites es el digital. Las redes sociales se han convertido en un campo de batalla donde insultos, amenazas y campañas de odio se multiplican a velocidad vertiginosa. Lo que en otro tiempo quedaba en una discusión privada, hoy se expone ante miles de ojos, con efectos devastadores. Las estadísticas confirman esta tendencia. Según la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema, en 2024 se registraron más de 250 femicidios en el país. Un informe del Ministerio Público Tutelar de la Ciudad de Buenos Aires mostró que un 66,2 % de los menores de entre 12 y 18 años fue víctima o conoce casos de bullying, y que el 37,8 % de esos episodios ocurrieron en redes sociales. La ONG Bullying sin Fronteras estima que cerca del 70 % de los niños y adolescentes en Argentina sufren algún tipo de acoso escolar o ciberacoso. Los adultos tampoco están protegidos. Un informe reciente mostró que los insultos y agresiones en redes se duplicaron en Argentina entre 2023 y mediados de 2025, alcanzando un promedio mensual de más de 1,3 millones de mensajes agresivos. En este escenario de lo virtual, el anonimato y la falta de consecuencias, la falta de reprimenda legal o moral siquiera, funciona como incentivo, quienes obtienen más “likes” suelen ser quienes aun con perfiles anónimos denostan a alguien con una reputación constatada. Es cierto que las redes no inventaron la violencia de este tipo, pero sí la potenciaron. Lo que antes se decía a media voz, ahora se “grita” en mayúsculas, con un alcance global y si necesidad de prueba. La normalización del maltrato familiar repercute en la escuela, la calle y las instituciones (Imagen Ilustrativa Infobae) Aunque se manifiesten en distintos planos, todas estas expresiones de violencia comparten una raíz cultural: la normalización del maltrato como forma de relación. El insulto cotidiano, el chiste discriminatorio, etc, funcionan como precursores de hechos más graves. Por eso, hablar de no violencia no es ingenuidad ni utopía idealista. Es reconocer las raíces profundas del mal de la violencia, donde sabemos que cada gesto cuenta: desde como educamos a los niños hasta la forma en que debatimos en redes, desde el trato en cualquier instancia hacia el otro, hasta el lenguaje de un noticiero en horario central. El 2 de octubre no es solo una fecha para recordar a Gandhi, sino para preguntarnos qué responsabilidad asumimos en esta trama. En lugar de “luchar contra la violencia” tenemos que ser testimonio de la no violencia en todos los ámbitos de nuestra actuación. La violencia no se corta de raíz con una ley ni con un operativo policial: se desarma desmontando la cultura que la sostiene. Entender esa matriz cultural es fundamental y por ello las medidas represivas funcionan en el episodio emergente, aislado y aun así eventualmente, pero no en esa matriz que se comunica entre sí, que es la cultura. Y eso comienza en lo cotidiano, en lo que decimos y hacemos cada día. La no violencia no es pasividad, sino decisión activa de frenar la cadena de agresión. Implica transformar la indignación en construcción, el enojo en diálogo, y agradecer a la diferencia que nos habilita el aprendizaje. La educación con enfoque de respeto resulta fundamental para cortar la cadena de maltrato (Imagen Ilustrativa Infobae) El desafío está en no esperar al próximo titular o “caso aberrante”, sino empezar hoy a romper los vasos comunicantes de la violencia. Porque si todo está conectado, también lo está la posibilidad de un cambio. * El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista

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