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Gualeguaychu » El Dia
Fecha: 28/09/2025 12:59
En 2018, la Argentina dio un paso fundamental en materia de derechos con la sanción de la Ley Micaela, una norma que establece la capacitación obligatoria en perspectiva de género para quienes trabajan en los tres poderes del Estado. La ley nació como respuesta al femicidio de Micaela García, una joven militante social de 21 años, asesinada en abril de 2017 por un hombre que debía estar preso, pero no lo estaba. Su caso expuso con crudeza cómo la falta de formación en género por parte de operadores del Estado puede costar vidas. De hecho, se celebrará un nuevo juicio contra Néstor Pavón, cuya primera condena fue injusta. En esta ocasión se lo juzgará como coautor del femicidio. Desde entonces, en todo el país hemos trabajado para promover la implementación de la ley. Y en ese camino, lo que hemos visto de manera sistemática es resistencia. No solo a la formación, sino a reconocer que la violencia por motivos de género no es una anécdota, ni un error, ni una fatalidad: es una estructura. Y para transformarla, necesitamos un cambio cultural que involucre a toda la sociedad, no solo al Estado. El femicidio, la forma más extrema de violencia por motivos de género, no es un hecho aislado ni el resultado de la locura de un “monstruo”. Es el último eslabón de una cadena de violencias naturalizadas, minimizadas y, muchas veces, legitimadas. Por eso hablamos de violencia estructural y simbólica. Porque antes del golpe, del abuso, de la muerte, existe una cultura que avala –por acción u omisión– que eso ocurra. Una metáfora que usamos mucho en las capacitaciones de la Ley Micaela es la del iceberg: lo visible es la violencia física, los golpes, las violaciones, los femicidios. Pero debajo de la superficie hay una estructura enorme de violencias simbólicas y culturales que hacen posible esa punta del iceberg. Chistes, estereotipos, publicidades, expresiones que cosifican o degradan, prácticas cotidianas que reproducen la idea de que las mujeres valen menos o están para servir. Un ejemplo reciente fue un spot publicitario de una estación de servicio en Crespo, Entre Ríos. En el video, una trabajadora "molesta" para el equipo es metida en una bolsa de consorcio y desaparecida en una camioneta blanca, como si eso fuera un chiste. ¿Cómo nadie, en ninguna etapa de ese proceso, pensó que eso podía ser violento? ¿Qué dice de nosotros como sociedad que a tantas personas les parezca gracioso representar una escena que remite directamente al modo en que muchas mujeres han sido secuestradas y asesinadas? Lo que desde el feminismo proponemos no es censura, ni caza de brujas. Es una mirada crítica, empática y pedagógica. Porque no se trata solo de lo legal, sino de lo cultural. No todo debe ser penalizado, pero sí todo puede y debe ser problematizado. La violencia simbólica, como lo define la Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, reproduce mensajes que inferiorizan a las mujeres, que las deshumanizan, y que por tanto allanan el camino a otras violencias más explícitas. En nuestro país, el Código Penal contempla distintas agravantes para el homicidio. Solo uno de ellos se refiere a la violencia de género. Y no todo homicidio de una mujer a manos de un varón es femicidio. Pero hay casos, como el reciente triple femicidio que nos conmociona, que claramente se inscriben en esta figura. Y duele ver que, en lugar de centrar el análisis en la responsabilidad de los agresores o en las condiciones estructurales que habilitan estos crímenes, el foco vuelva a ponerse en las víctimas: en su vida, su ropa, su edad, su trabajo. ¿Por qué siempre cuestionamos más a las mujeres que a quienes las violentan? ¿Por qué preguntamos por qué una chica de 15 años estaba en situación de prostitución y no nos preguntamos por qué había hombres adultos dispuestos a pagar por el cuerpo de una adolescente? Esa doble moral atraviesa a nuestra sociedad y deja en evidencia que todavía hay un largo camino por recorrer. Rita Segato, antropóloga argentina referente en estos temas, lo dijo con claridad: la violencia de género tiene una dimensión performativa, discursiva. No se trata solo de lo que le hacen a las mujeres, sino del mensaje que esa violencia transmite a la sociedad. Los femicidios, sobre todo los más cruentos, son también una forma de disciplinamiento, de control sobre los cuerpos, de reafirmación del poder. Y, como decía Segato al investigar los crímenes en Ciudad Juárez, esta violencia ocurre muchas veces en contextos de vulnerabilidad y exclusión económica, donde los cuerpos de las mujeres se convierten en territorio de disputa y de demostración de poder. Por eso, la perspectiva de género no es un capricho ideológico ni una moda. Es una herramienta de análisis, de comprensión y de transformación. No jerarquiza el dolor ni niega otras formas de violencia. Las nombra. Las visibiliza. Las contextualiza. Porque si no somos capaces de ver cómo una publicidad banaliza el secuestro de una mujer, difícilmente podamos comprender por qué seguimos llorando víctimas como Micaela. El desafío que tenemos como sociedad no es solo que no haya más femicidios, sino que no haya más condiciones que los permitan. Que la igualdad no sea una aspiración, sino una práctica cotidiana. Que la libertad de expresión no se use como escudo para justificar la humillación del otro. Que el humor no se construya sobre la herida de quienes ya han sufrido demasiado. Y que, finalmente, podamos construir una cultura del cuidado, de la empatía, de la dignidad para todas las personas, sin excepción.
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