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» El Ciudadano
Fecha: 22/09/2025 15:03
Robert Redford era un tipo que actuaba bien, pero en una lista con buenos actores, difícilmente figuraría en los primeros puestos. En todo caso, su estatura en el mundo del cine, se debe más al aura de leyenda que consiguió con la interpretación en un par de roles que podrían ser Butch Cassidy (George Roy Hill, 1970) y Todos los hombres del presidente, (Alan J. Pakula, 1975), aunque seguramente algunos podrían mencionar otro par; también con la fundación de uno de los festivales más importantes de cine independiente, Sundance (llamado así por el nombre de ficción que llevó en Butch Cassidy), proveedor de realizadores en por lo menos las últimas dos décadas para la alicaída industria norteamericana, y con su consecuente militancia medioambiental y su tenaz oposición a Donald Trump, desde que era candidato, su primera presidencia y hasta la actual. No hace mucho señaló que “Estados Unidos tuvo malos presidentes pero el desalmado actual (Trump) se lleva todos los laureles”. Ya un par de veces había sido tentado por el sector demócrata para que fuera candidato a congresal, algo que, había dicho, no haría nunca porque no estaba del todo de acuerdo con muchas de las políticas implementadas por ese sector político y prefería poder criticarlas no teniendo que obedecer partidariamente. Redford tampoco estuvo muy convencido de dedicarse solo al cine; le gustaba mucho pintar y tempranamente, en 1966, se mudó a Málaga, España, con una valija llena de lienzos para dedicarse a esa actividad plástica. Esto ocurrió cuando ya tenía cuatro películas en su haber (La rebelde, Robert Mulligan, 1965, donde compartió cartel con Natalie Wood; La jauría humana, Arthur Penn, 1966, cuyo principal protagonista era Marlon Brando; Situación desesperada, Gottfried Reinhardt, 1965, cuyo elenco encabezaba Alec Guinness, y Propiedad condenada, Sydney Pollack, 1966, donde vuelve a coprotagonizar con Natalie Wood) y su nombre sonaba en Broadway. “Yo quería ser pintor. Cuando me ofrecieron trabajar en Descalzos en el parque (Gene Saks, 1967, una adaptación de una obra de teatro en la que Redford había trabajado a principios de los 60, dirigido por el después director de cine Mike Nichols), lo pensé un poco, pero luego acepté. Después me llevó un tiempo aceptar que esa pasión se convertiría en mi hobby y la interpretación pasaría a primer plano”, confesó en una entrevista de 2018. Apegado a lo que significaba el relato en cada una de las películas en las que trabajó, esa misma elección fue la que puso en práctica cuando comenzó a dirigir. “Siempre me interesó qué historia contaban los guiones que me alcanzaban, sobre todo el grado de emoción que podían transmitir y si el que estaba tras las cámaras podía hacer que funcionara; luego, cómo habían construido mi personaje, medía si podía enriquecerlo y con cuáles de mis recursos. Me parece que ahí es cuando el cine exhibe su espesor estético, los efectos especiales muchas veces reemplazan alguna de estas cosas, pero entonces ya no es lo mismo”, había dicho a la revista Variety apenas comenzada la década del noventa, cuando el dispositivo de los efectos especiales tomaba una preponderancia inusitada. Más allá de su convocatoria de público o del peso específico de la historia contada, sus films como director se rigen a través de esas manifiestas intenciones creativas. Es que Redford pudo olfatear muy rápido de qué se trataba Hollywood, incluso cuando su fama le llegó de forma inesperada y comenzó a ser requerido. “A veces me ofrecían papeles solo por mi apariencia, entonces se descubre que a uno lo tratan como un objeto, el problema es cuando comenzás a comportarte como el objeto que quieren que seas, ahí estás realmente perdido y conocía a actores a los que le pasó eso y ni siquiera lo advirtieron, y ahí están, solo haciendo dinero y no preocupándose por crecer con eso que decían amar. Hollywood no tiene nada de mágico, solo es bueno para los negocios”, dijo sin empacho en un programa de la televisión inglesa luego del estreno de Gente como uno (1980), su primera película como realizador. Personajes idealistas Luego de Descalzos en el parque, que funcionó muy bien en la taquilla y lo puso en la mira de algunos realizadores, su agente le confió que George Roy Hill lo quería para interpretar a uno de los legendarios bandidos norteamericanos del siglo XIX, que llegaron huyendo hasta Argentina, el conocido como Sundance Kid, quien junto a Butch Cassidy –que encarnaría Paul Newman– (sus nombres reales eran Robert Leroy Parker y Harry Longabaugh, que vivieron en la Patagonia y asaltaron un banco en Río Gallegos), dieron algunos de los golpes más notorios a los trenes que transportaban divisas y a bancos en Estados Unidos. El film es un western un poco estetizado, aunque Hill sostiene la historia con un guion certero, un magnífico muestrario de acciones en exteriores, una fotografía que sustenta esa intención, una banda sonora destacable y, por supuesto, las precisas actuaciones de Newman y Redford. Por su inversión inicial Butch Cassidy fue económicamente súper rentable y consiguió cuatro Oscars, que no cayeron ni en el director ni en los actores. A partir de este trabajo conjunto, Newman y Redford tejieron una amistad que duraría para siempre. Ambos volverían a actuar a las órdenes de Hill en El golpe (1973), por la cual George Roy Hill obtendría un Oscar como mejor director, que quizás mejor hubiera merecido por su exquisita dirección de Matadero 5, basada en la novela homónima de Kurt Vonnegut. Durante los setenta, a Redford le llovieron los papeles y actuó en El valle del fugitivo (Abraham Polonsky, 1970); Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack, 1972); El candidato (Michael Ritchie, 1972), Nuestros años felices (Sydney Pollack, 1973); El gran Gatsby (Jack Clayton, 1974), adaptación de la novela de Francis S. Fitzgerald, El carnaval de las águilas (G.R.Hill, 1975); Los tres días del Cóndor (Sydney Pollack, 1975); la mencionada Todos los hombres del presidente, con protagónico de Dustin Hoffman animando a los dos reporteros del The Washington Post que revelan lo que se conoció como el escándalo Watergate, que sepultaría la carrera del presidente republicano Richard Nixon; El jinete eléctrico (1979), también de Pollack, uno de los directores con los que más trabajó, aquí junto a Jane Fonda, con quien mantendría una amistad basada principalmente en asuntos de activismo social y medioambiental, y Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980). En la mayoría de estas películas sus personajes solían ser poco menos que idealistas que intentaban cambiar un sistema injusto y restaurar algo de dignidad para los eternos perdedores, por lo que podría decirse que, a su modo, contaban con un marcado cariz político. Por algunos de estos protagónicos fue candidato al Oscar como mejor actor, pero nunca obtuvo ninguno. Contra Trumpo y a favor de la vida y la naturaleza En esos años, se acentúa su activismo social y ecológico; a principios de los ochenta lideró una campaña contra una central eléctrica que quería apropiarse de un área protegida en Utah (Redford vivía en una zona montañosa de ese estado, en Nuevo Méjico, y en 1970 se había opuesto a la construcción de una autopista que atravesaba un cañón y atentaba con la vida de las especies de la zona). Su activismo era dinámico y se hizo experto en organizar grupos que no solo demandaban a las corporaciones sino que desplegaban acciones físicas acampando en los lugares en conflicto o impidiendo que comiencen las ejecuciones. “Nos expandimos y generamos riqueza, pero ¿qué nos va a quedar si continuamos a este ritmo? El futuro no tiene que estar solo orientado al desarrollo, sino a la conservación si buscamos la supervivencia de nuestra especie. En caso contrario, ¿para qué tener hijos? Por eso decidí dedicar mis esfuerzos al medio ambiente”, había declarado en una entrevista durante una visita a España para presentar The Outlaw Trail, un libro escrito por él donde denuncia la expansión hacia el oeste de los gobiernos estadounidenses sin respetar a los pueblos originarios ni la vida animal ni las especies vegetales. En los ochenta comenzó su senda detrás de las cámaras y su debut, la citada Gente como uno, le deparó en 1981 un Oscar a la mejor dirección y buena recepción de crítica y público y en ese mismo año fundaría el Instituto Sundance, que ofrecía aprendizajes para la realización cinematográfica y en profesiones conexas, y que luego, en 1984, tendría su propio festival que adquiriría una superlativa importancia y un status de culto en los años siguientes, más que nada porque funcionó como un refugio para historias que desafiaban e incomodaban al status quo norteamericano. “El festival y el instituto eran la forma de ofrecer esas oportunidades a otros. La primera idea fue la de que hubiera un espacio donde los autores pudieran conocer la obra de otros realizadores. Porque su trabajo estaba siendo ignorado. Para lo que no estábamos preparados era para la energía que esto creó a su alrededor, el número de personas que se interesaron fue creciendo sin parar”, confió en 2015, cuando algunos de los directores más singulares del cine estadounidense habían estrenado allí su primera obra. Redford también produjo Diarios de Motocicleta (Walter Salles, 2004), la película que narra los viajes juveniles del «Che» Guevara; lo hizo, como reconoció públicamente, por la admiración que le había despertado el revolucionario argentino y por encarnar el alma liberadora de América Latina. De este modo, Cuba fue un punto de referencia inevitable e hizo varias visitas a La Habana, donde se reunió con Fidel Castro en el histórico Hotel Nacional, para conversar sobre política y cultura y enterarse de cómo se había hecho y cómo se había sostenido la revolución. Ese vínculo con Castro no pasó desapercibido y tras su primera visita en 1988, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos abrió una investigación para determinar si Redford había violado las restricciones del embargo al viajar a Cuba. El actor alegó que su viaje tenía fines culturales y evitó hacer declaraciones públicas sobre el contenido de su reunión con Castro. Como realizador, tal vez Quiz Show (1994, también se la conoció como El dilema) sea uno de sus títulos mejor logrados; allí devela la farsa de los concursos televisivos en la década del 50, que movían millones de dólares estafando a la gente. No estuvieron nada mal La conspiración (2010), sobre una mujer acusada de complotar para asesinar al presidente Abraham Lincoln, y Causas y consecuencias (2010), donde recrea parte de la vida de Jim Grant, un veterano activista de un grupo radical –que el mismo encarna– que logró zafar de la justicia y vivía de forma anónima con su hija en los alrededores de Nueva York. En 2017, furioso con los ataques de Trump a los medios de comunicación en su primera presidencia, publicó una nota de opinión titulada 45 años después del Watergate, la verdad está otra vez en peligro, en el mismísimo The Washington Post, donde apuntaba que el presidente recreaba los engaños y mentiras que una vez usó Nixon para atacar a la prensa opositora a sus atentados contra la democracia en ese país. “El periodismo honesto defiende nuestra democracia. Es una de las armas más efectivas que tenemos para restringir la rapiña de los sectores de poder. Siempre he dicho que Todos los hombres del presidente era una película violenta, porque aunque no había disparos, las palabras se utilizaban como armas”, dijo en declaraciones públicas. Redford murió, a los 89 años, hace unos días en la casa de Utah que habitaba desde hace mucho tiempo. Sin ninguna duda fue un actor y director que hizo su propio camino esquivándole a la industria y sus opciones trituradoras y, al mismo tiempo, sostuvo una militancia por aquello en que creía que debía defenderse para conservar la vida y la naturaleza. No fue poco.
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