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» LaVozdeMisiones
Fecha: 22/09/2025 05:00
Corría el año tanto 1981, Juan Carlos Rodríguez cumplía 18 y debía empezar la colimba. Hasta allí, una habitabilidad para la época, pero lo singular iba a ser su destino: Ushuaia. Pero no solo eso. Su nuevo domicilio por los próximos meses iba a ser la mismísima cárcel del fin del mundo, que a comienzos del siglo XX también supo albergar a míticos criminales argentinos como el Petiso Orejudo. Con la mayoría de edad recién cumplida, Rodríguez debió dejar su Apóstoles natal y embarcarse en un viaje de 4.000 kilómetros, cambiando el calor misionero por el frío el austral, la tierra colorada por los campos de hielo y la habitación de su casa por una antigua celda de apenas 2 x 1,50 metros a compartir con otro conscripto al servicio militar obligatorio. “Primero hicimos la revisión médica para ver si éramos apto o no. Yo tenía sorteo alto, así que me convocaron. Tuvimos una etapa de instrucción que duró un mes en Bahía Blanca y una vez instruidos con lo básico te derivaban a los puntos donde la Armada tenía sus bases. A mí me tocó el sur, me tocó Ushuaia. Éramos seis soldados y pertenecíamos a la Agrupación Lanchas Rápidas. Me acuerdo que nos costó llegar porque el avión no podía aterrizar. Fue difícil durante los primeros tiempos, pero dentro de todos nos adaptamos”, contó Rodríguez para La Voz de Misiones. Presidio Nacional Apenas aterrizado en la ciudad más austral del mundo, su primer destino fue el antiguo Presidio Nacional, cárcel que en 1902 fue construida para albergar a los presos más peligrosos del país y que en 1947 fue cerrada por disposición del presidente Juan Domingo Perón, tras lo cual el predio pasó a manos de la Armada. El complejo era una impresionante mole de piedra con cinco pabellones de 75 metros de largo, emplazados en forma radial y que convergían en un recinto poligonal. Cada módulo, a su vez, tenía 76 celdas. La edificación fue dirigida por el ingeniero Catello Muratgia, que convirtió a los penados en albañiles y a los guardias en capataces de obra. El lugar también fue bautizado como “la siberia criolla” y el objetivo de la construcción era eliminar delincuentes considerados de máxima peligrosidad, confinándolos en un lugar remoto, sometiéndolos a condiciones infrahumanas y a castigos extremos. Fuera del penal los internos además eran utilizados para trabajos como la construcción de calles, puentes, edificios y la explotación de los bosques. Por esas celdas pasaron el infanticida y asesino en serie Cayetano Santos Godino, más conocido como El Petiso Orejudo; el primer homicida múltiple de la época Mateo Banks, alias “El Mististico”; y el anarquista ruso Simón Radowitzky o Radovitsky; entre otros 600 reclusos. Y en esas mismas celdas durmió el misionero Rodríguez durante los 45 días de servicio que debió cumplir en el presidio, previo a ser derivado a otro destino aún más remoto. “Sabíamos de los personajes como el Petiso Orejudo, pero por aquel entonces nosotros no conocíamos mucho la historia de la cárcel, no había todos los medios que hay ahora. Es más, creo que la mayoría ni tenía conocimiento de esa cárcel, pero el lugar estaba casi en las mismas condiciones en la que había dejado de funcionar”, contó Rodríguez. Con la memoria casi intacta de aquellos tiempos describió que “nos tocaba dos por celda. La nuestra era de 2×1,50 metros y ahí entraban dos camas tipo cuchetas. Siempre nos despertábamos del frío que hacía. En la escalera donde se subía al segundo piso, en el fondo, generalmente había hielo porque la humedad se llegaba a congelar. En los pasillos había techos de vidrio que le faltaban partes y se generaban hilos de agua congelada”. Isla de los Estados Pero habría un contexto aún más gélido donde cumplir servicios: la Isla de los Estados, ubicado en el extremo oriental de Tierra del Fuego, unos 30 kilómetros mar adentro. Para llegar hasta allí había que navegar durante quince horas, atravesando el Canal de Beagle y el Estrecho de Le Maire, una ruta con condiciones climáticas extremas, corrientes de hasta 10 nudos en temporadas de tormenta y mareas de varios metros de alto. El traslado se hacía en el buque ARA Alférez Sobral, que fue transferido a la Armada Argentina desde Estados Unidos después de combatir en la Segunda Guerra Mundial y que más tarde también luchó en la Guerra de Malvinas. La nave fue retirada en 2018 y hundida en mayo de este año. “Después de la cárcel nos trasladaron a la Isla de los Estados, donde había una base de la Armada. Nos llevaron en el Sobral. Salimos a la tarde y llegamos al otro día. La ida fue más o menos buena, pero el regreso fue con olas de 3 o 4 metros, que para el que no está habituado era para pasarla mal. Yo pasé abrazado a un poste en la popa del barco, con náuseas, vómitos y más de noche, que no se veía nada”, recordó. Una vez llegados se instalaron en la base que consistía en tres casillas de fibra de vidrio de 3×3 metros, separada una de la otra. “En ese lugar éramos tres: un buzo de Mar del Plata, un jujeño y yo. Ahí estuvimos con temperaturas de 15 grados bajo cero durante unos 45 días en pleno julio. Sin estufa era inhabitable. Ahí teníamos que cumplir función. Nos movilizábamos muy poco porque era todo hielo, recorríamos una parte, hasta donde se podía caminar y sino teníamos un bote para andar por la costa. En ese tiempo el inconveniente era con los chilenos, no con los ingleses todavía”, explicó. El regreso Cuatro décadas después de esa experiencia, Rodríguez volvió a recorrer esos mismos paisajes, pero en un viaje que realizó mano a mano con uno de sus hijos, el influencer, blogger y comunicador Octavio, Estandap3r en las redes. “Volver a Ushuaia era un viaje que tenía postergado. Tenía los medios, pero faltaba animarse. Fue muy emocionante regresar 43 años después y reencontrarse con parte de la historia de mi vida. Siempre fue un sueño volver y ahora se dio la oportunidad con Octavio, que es viaje y está más habituado. La verdad que pasamos muy bien y volvimos muy contentos”, contó. Junto a Octavio volvió a ingresar a la cárcel del fin del mundo, hoy convertida en museo y al recorrer sus pasillos encontró la misma celda que fue su habitación. “Yo identifiqué mi celda porque me acuerdo que cuando entrábamos por el pasillo lo hacíamos a los trotes y ante el primer cruce de una baranda a la otra, a la derecha era mi habitación, por eso lo tenía bien memorizado”, detalló. De aquellos días también recuerda a sus compañeros, puntualmente a uno, a otro misionero, Juan Ramón Toledo, de quién nunca más supo a pesar de haberlo buscado en tiempos modernos. “Nos dieron de baja en febrero o marzo del 82. Éramos dos de Misiones, nos volvimos en tren desde Buenos Aires y ahí no más lo perdí. Lo busqué y nunca más”, cerró.
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