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  • Es madre de dos hijas, perdió la visión a los 19 años y cuestiona la mirada social sobre los ciegos: “Pobrecita nada”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 20/09/2025 04:46

    Es madre de dos hijas, perdió la visión a los 19 años y cuestiona la mirada social sobre los ciegos: “Pobrecita nada” “Soy Vanina, tengo 33 años y a los 19 me quedé ciega. Hoy soy mamá de dos hijas. Y quería contar un poco sobre lo que es la maternidad a ciegas”. Lo que contará Vanina Chayo es eso y mucho más. Hablará de cómo era su vida cuando el mundo resplandecía ante sus ojos. Y explicará cómo, de un momento a otro, se apagó. Y entones vinieron las lágrimas de su papá. Y la desorientación, el no entender. También la búsqueda de respuestas a preguntas que ni siquiera tuvo tiempo de hacerse: todo fue tan repentino... Y vino el enojo. Comenzó un camino más largo, hasta empezar a comprender que lo que se apagaba no era el mundo, sino su imagen. Y que aún sumergida en las sombras, su vida no se ensombrecía. Porque el brillo seguía ahí: adentro suyo. No. Claro que no. Por supuesto que no: no fue fácil. Quizás nunca lo será: Vanina habla de que surgen nuevos desafíos de manera permanente. Pero también habla de amor, de maternidad. Del orgullo propio y de la mirada ajena. De su familia incondicional y de los prejuicios. Y de seguir adelante. Porque puede que al final, Vanina perciba cosas que otros no ven. La entrevista completa de Vanina Chayo con Tatiana Schapiro en Infobae —¿Cómo era la vida hasta tus 19 años? —Completamente normal, por así decirlo. Tenía amigas que hasta el día de hoy me siguen apoyando, salía a bailar, manejaba, estudiaba Comunicación en la universidad. Pero a fines de diciembre empecé con muchos dolores de cabeza, el cuello se me ponía duro, veía medio borroso, raro. Fuimos con mi papá al oftalmólogo, de ahí nos mandaron al neurólogo. Me hicieron una resonancia y una tomografía, y el oftolmólogo me dijo que tenía una hipertensión intercraneana o un pseudotumor cerebral. —¿Qué es eso? —La hipertensión intercraneana es una acumulación de líquido en el cerebro. Te lo digo con mis palabras: no saben si es porque yo acumulo mucho líquido o porque no lo puedo drenar bien. Eso hizo que se me atrofiaran los nervios ópticos. —Cuando te dieron el diagnóstico, ¿qué interpretaste? —Yo no entendía nada. Nunca creí que me iba a quedar ciega. El neurólogo me dice: “Tengo que hacer punciones lumbares”, que es sacarme el líquido cerca de la médula. Y me dijo: “Quedate tranquila, te voy a dar diurético a nivel cerebral y con dos o tres punciones lumbares, todo va a salir bien”. El diagnóstico de hipertensión intracraneana cambió la vida de Vanina y su familia —Había un diagnóstico, pero también un tratamiento. ¿Te hablaron de algún riesgo, de algo que podía pasar? —No. El doctor nunca me dijo: “Podés llegar a quedar ciega”. Me dijo: “Hacé lo que tenés que hacer, que vas a estar bien”. Y a los dos días o tres días me hicieron la punción. —¿Alivió? —Sí. Pero no recuperaba la vista. Me volvieron a hacer otra punción. Seguí sin recuperar la vista. Y literalmente, un 3 de enero me desperté y ya no veía las caras cuando un día antes veía, aunque sea medio borroso, como si estuviera debajo del agua. Y ese día, no. No sé cómo explicarlo no me di cuenta cómo de un día para otro perdí tanto la vista. —¿Y qué pasó ahí, Vani? —Yo no entendía nada. Si hubiera entendido, no estaría donde estoy... Fuimos a ver a un neurocirujano, que dijo que no era necesario operar porque el daño ya estaba hecho. Y ahí fue la primera vez que vi llorar a mi papá. Su llanto… (se quiebra). Si cierro los ojos, escucho el llanto de mi papá. Él lloraba porque eso fue lo más leve que me pudo pasar: el líquido atrofió el nervio óptico, pero podría haber atrofiado cualquier parte del cerebro. El líquido había drenado, pero por el nervio óptico, ya no podían hacer nada. Y al escuchar a mi papá, ahí dije: “Como sea, voy a salir”. Obviamente, me costó. Fue muy difícil al principio: me llevaba todo puesto, no sabía lo que era ser ciega. El apoyo familiar y la resiliencia fueron claves para que Vanina superara el impacto de la discapacidad visual —¿La vista quedó como estaba en ese momento o continuó deteriorándose? —No, la vista estaba. Ese día que me di cuenta de que no distinguía las caras: yo veía todo blanco, no veía negro. —¿Y ahora, ves blanco? —Ahora veo casi todo blanco. Pero por ejemplo, puedo reconocer la luz: alguna que otra sombra, la veo. —¿Los dolores de cabeza cesaron? —Sí, cesaron. —¿Los recuerdos de esos 19 años, cuando vos veías, cómo aparecen, Vani? —Súper nítidos. Y los sueños, también: yo en mis sueños veo. —Qué fuerte eso. —Muy... Sí, sí, es muy fuerte. —¿En algún momento te deprimiste? —Sí. Pero más que deprimida, hoy siento que estuve en shock. Como que no entendí. Y hasta el día de hoy a veces me pregunto y digo cómo pasó que de un día para el otro dejé de ver. —¿Y cómo pasó? ¿Tuve que ver con algo genético? —No. Esta enfermedad es idiopática, o sea, no saben por qué viene. —¿Entendiste rápido que esto era para siempre? —Siempre tengo la esperanza de poder recuperar la vista, de que salga algo, de que haya algún tratamiento. De hecho, el año pasado estuve en un tratamiento, pero no funcionó. —¿Cómo siguió la vida a partir de ese diagnóstico? —Mi vida de nena de 19 años que quería salir, que quería estar con sus amigas, se pausó. Todo eso lo dejé pausado. Dejé de ir a la Facultad. A lo único que me dediqué fue a ir a los doctores. —¿Y cómo fue para tu familia? —Todos estábamos destrozados, pero mi familia siempre fue mi mayor apoyo. Y fueron aprendiendo conmigo lo que es esta discapacidad, aprendimos juntos a vivir con esta nueva condición que yo tenía. Y sí, se nos movió mucho la vida. De hecho, vivíamos en México y a partir de que yo me quedo así, mi papá se vino mucho abajo. Mi hermano también: ya no quiso estudiar más. Fue muy difícil para toda mi familia. Cuando nació su primera hija Vanina sintió mucha felicidad y también miedo de no poder cuidarla —¿Y qué fue lo que cambió para que decidas activar de otra forma, para decir: “Tengo que hacer algo con esta realidad”? —Tuve que aprender todo desde cero: se me caía la comida, caminaba y me iba de costado. Con 19 años, aprendí a caminar y a comer otra vez. Pero no había manera de que yo me quede en mi cama. Cuando vi llorar así a mi papá y vi lo que mi familia sufrió por mí, dije: “Yo no quiero quedarme en la cama”. Me costó, y me costó mucho, pero yo no quería eso para mí. A los 19 y hasta el día de hoy tengo sueños y los quiero cumplir. Mi ceguera no me lo va a impedir. —¿Cómo fue ese proceso de reaprendizaje, con el bastón? —Estuve en una escuela para ciegos donde intenté aprender a usar el bastón. Los profesores me explicaban que el que nació sin visión no tiene sentido de lo que es adelante, atrás, porque nunca tuvieron un punto fijo donde mirar. Obviamente, caminan y van adelante, pero no tienen sentido, en perspectiva, de lo que es el adelante, el atrás, el arriba, el abajo. O sea, vos mirás para arriba y sabés que está el cielo porque lo estás viendo, ¿me entendés? —¿Sentís que por haber visto 19 años hay cosas que se hacen más fáciles? —Sí, sí. Ir a una tienda, preguntar de qué color es tal remera y saber que el rojo es rojo, me ayuda un montón. Sí, claro. —Me imagino que en esta escuela charlaste con muchos jóvenes que estaban en la misma situación que vos. ¿Qué diferencias encontrabas en quienes nacieron sin ver o con patologías desde muy bebés, y vos? —Notaba esto de los sueños. Pero también notaba que a ellos se les hacía mucho más fácil la vida sin ver. Fui a la escuela recién cuando tuve a mi segunda hija porque me resistía a ir. Y veía que a ellos se les hacía fácil usar un bastón: nacieron con eso, y a mí, todo eso me costó mucho. —¿En algún momento sentiste que no ibas a poder desarrollarte en tu vida adulta, formar una familia? —Al principio tenía mucho miedo. Cuando me quedé ciega, lloraba. Pero no lloraba porque me quedé ciega sino porque tenía miedo de que nadie me quiera así, como soy. Que nadie me iba a querer a nivel amoroso, que no iba a poder formar mi familia, que nadie me iba a tomar en cuenta. O sea, ¿quién se va a fijar en una ciega? —Pero sí... —Sí. Mi marido, Lionel, me demostró que sí. —¿Y pudiste volver a estudiar? —Sí. Estudié organización de eventos. Tuve un mini emprendimiento de viandas, pero después me casé, empecé con las nenas y ya lo dejé. Vanina Chayo: "Cuando me quedé ciega, lloraba. Pero no lloraba porque me quedé ciega sino porque tenía miedo de que nadie me quiera así" —¿Cómo se conocieron con tu marido? —Empecé a trabajar como telefonista en una institución y él estaba en el área administrativa, en la misma oficina. Yo tenía 23 años. Empezamos a charlar, fuimos a tomar un café y así empezó. Pero antes de él tuve diez pretendientes más que al final me decían: “No, yo con lo tuyo no voy a poder”. Y me partía el alma: me estás diciendo que yo puedo ser lo más lindo, lo más bueno, lo más amoroso, pero soy ciega, ¿entonces ya para vos, no valgo? ¿O vos no vas a poder con esto? A la vez lo entiendo: sé que no es fácil lidiar con esto todos los días. Pero bueno, fue muy difícil. —¿Se desarrollaron otros sentidos, como a veces nos dicen? —Sí. Para empezar, mis manos las uso como mis ojos: el tacto se me desarrolló de tal manera que toco algo y sé perfecto lo que es; la tela, por ejemplo. El tacto es algo impresionante. —¿Con el tacto, podés de alguna manera construir una cara? —Trato de hacer eso mucho con mis hijas: voy tocando sus ojos, su boquita y su nariz, y me las voy imaginando. —¿Te imaginabas que ibas a ser mamá? —Nunca. No me lo imaginaba porque no sabía cómo iba a ser mi futuro. Sabía que iba a salir adelante, pero no sabía qué iba a ser de mi futuro. Me casé y a los dos meses quedé embarazada de mi primera hija. —¿Por tu enfermedad, podías transitar un embarazo o era una situación de riesgo? —No tuve ninguna situación de riesgo. Sí me recomendaron ir directo a cesárea porque como cuando una puja hace mucha fuerza con la cabeza, yo no lo podía hacer por mi tema neurológico. Esa fue la única recomendación que me dieron. Gracias a Dios, tuve un lindo embarazo. "Al principio yo no la quería ni tocar: me daba tanto miedo hacerle algo, meterle una mano donde no tenía que meterle", recuerda hoy Vanina a la distancia —¿Cómo fue el nacimiento de tu primera hija? —Muy emocionante. Sentí mucho miedo. Sé que todas las mamás primerizas sienten miedo, pero lo mío era algo más allá: me daba mucho miedo que se me ponga morada y no darme cuenta. Yo iba a la cuna cien veces al día para ver si respiraba o no. Fue muy difícil. —¿Podías quedarte sola con tu beba? —Al principio me daba mucho miedo y no lo hacía: siempre tenía a mi mamá, a mi hermana, a alguien de confianza conmigo. Mi marido, cuando llegaba de trabajar. Eso fue hasta perder el miedo y saber que realmente sí podía. —¿Tus miedos tenían que ver con que a ella le pasara algo y no darte cuenta? —Sí. Apenas yo estaba empezando a hacer mi vida, tratando de hacer cosas sola, y me había casado y tenía mi casa, de repente me cae una nena y yo no sabía qué hacer con ella. No puedo ni con mi vida: entro a una bañadera y me cuesta saber cuál es el shampoo, ¿cómo lo iba a hacer con mi hija? —Te quiero decir que todas las mamás nos sentimos inseguras: la vulnerabilidad de un recién nacido, que otro ser dependa ciento por ciento de nosotros. Ahora, por supuesto, agregarle a eso la falta de uno de los sentidos debe dar pánico. —Es que me daba pánico... Al principio yo no la quería ni tocar: me daba tanto miedo hacerle algo, meterle una mano donde no tenía que meterle. Por ejemplo, con los días fui aprendiendo: antes de darle la mamadera le tocaba la boquita para enganchar la tetina. Después, cuando estuve un poco más segura, ya me quedaba sola con ella. Lo que nunca pude hacer, que siempre me dio cosa, fue limpiarle los pañales. Eso sí que no. Me daba miedo que le meta la caca en alguna zona y que se infecte. Y mi marido ahí salía como papá luchón que es, y me reayudaba en eso. —Y sí: paternaba. —Sí, paternaba. —¿Cuándo empezaron a ceder los miedos? —A partir de que ella fue un poco más grandecita, empezó a comer, a caminar, y después, a entender que yo no veía. Eso fue cediendo mucho. —¿Cuántos años tiene hoy? —Tiene 7 años. Se llama Lili. —¿Cómo es contarle a una hija que ella ve, pero su mamá no? —Es que yo nunca se lo conté: ella se fue dando cuenta. Creció con una mamá que no ve, y de a poquito se fue dando cuenta sola. Hoy en día le digo: “¿Sabés que mamá no ve?”, y me dice: “Sí, má, ya lo sé”. O sea, su realidad es esta. Ella no sabe lo que es tener una mamá que ve. Vanina Chayo: "Yo soy ciega, pero soy como vos y como cualquiera: me gusta verme linda, hacerme las manos, comprarme linda ropa, salir a tomar algo. Tengo una vida muy feliz" —¿Qué no pudiste enseñarle a tu hija vos por no ver? —Muchas cosas: no le puedo enseñar ni a leer ni a escribir, a andar en bici. —Pero pudiste acompañarla con sus primeros pasos, encontraste siempre la forma de estar. —Sí, sí, la pude acompañar. La acompaño en todo, a mi manera, como puedo, aunque a veces hago mucho más de lo que puede hacer. Que yo no vea no significa que no esté al lado de ella y no me ocupe. —Y en algún momento llegó la segunda. —Sí. De sorpresa, en plena pandemia: cuarentena en marzo, y en abril me quedé embarazada. La segunda fue mucho más difícil que la primera. —¿En serio? Pensé que me ibas a decir al revés. —No, fue mucho más difícil. No sé si fue la pandemia o qué, pero prácticamente lloré todo el embarazo. Si ya con una me costaba, no sabía cómo lo iba a hacer con la otra. O sea, iba a tener dos nenas... —¿Y el nacimiento? —El nacimiento de Charlotte fue muy lindo. Era muy llorona, pero buena. La más grande también es muy buena nena: las dos me ayudaron mucho. Las tenés que ver, estamos en la calle y ellas me agarran de la mano, me dicen: “Mamá, escalón”; “Mamá, cuidado, hay caca”. O Lili me dice: “Má, Charlotte tiene la remera sucia”. Me ayudan tanto todos los días que hasta me da esa sensación de que ellas no tendrían que hacer esto por mí. Son realmente muy chiquitas... —¿Vos entendés todo lo que pudiste? —Sí. Hoy estoy orgullosa. —¿Cuándo te sentiste por primera vez orgullosa de vos? —Con la maternidad. Cuando pasaron un par de meses y supe que podía. Ahí dije: “Ya está. Si puedo hacer esto, puedo hacer cualquier cosa“. Y es eso: todo se puede. Hay veces que las cosas cuestan más, pero si uno quiere puede. Y yo pude. Mis dos hijas son muy buenas, tienen mucha empatía, y eso es lo que yo les quiero transmitir: que sean buenas. Que por más que la vida se ponga dura, porque se pone dura, tenemos que salir adelante. Que todo se puede. Y que sepan que por más que mamá está así, mamá va a hacer hasta lo imposible porque a ellas no les falte nada. Y va a ser así: a ellas no les va a faltar nada. —Esa empatía y esa bondad también tienen que ver con su mamá, que podría estar enojada con la vida por esta situación y transmitirles a ellas su enojo. —Es que yo ya estuve enojada: con la vida, con Dios y con el mundo. Hasta que llegó un punto en que dije: “Ya está, o sea, no sirve de nada el enojo”. Hoy no estoy enojada. Hoy estoy muy feliz. —¿Cómo sentís la mirada social? —Creo que la gente al discapacitado lo ve como: “Ay, pobrecito, no ve”, “Pobrecito, no escucha”. Y no somos pobrecitos. No sé si es lástima o es empatía, pero a mí me hace sentir feo que alguien diga: “Pobrecita Vanina porque no ve”. Creo que es desconocimiento, si bien la mayoría de la gente es muy amable conmigo, siempre me ayudan. Entro a un almacén, saben que no veo, me dicen: “¿En qué te ayudo?”. Pero también siento que está esa mirada como decir: “Bueno, pobrecita, tiene dos hijas, ¿cómo hace?”. O voy a la farmacia, que está a tres pasos de mi casa, y me aplauden: “Ay, qué bueno que pudiste venir sola”. ¿Y por qué no? ¿Porque no veo no puedo ser independiente, no puedo bajar a una farmacia, no puedo tener hijos, no puedo trabajar, no me puedo casar? —¿Alguna vez a alguien le dijiste: “Pobrecita nada”? —Sí, a varios. Te dicen: “Ay, pobrecita, qué lástima que me das”. "¿Lástima qué?“. O sea, yo no doy lástima. Sí, tengo mi condición. Sí, no veo. Sí, me encantaría poder ver la cara de mis hijas y me encantaría ser una persona totalmente independiente, que por ahora no lo puedo ser. Pero de ahí a que me tengan lástima... ¿Por qué? Todo lo puedo hacer. Me va a costar un poquito más que a cualquiera persona que ve, pero de ahí a que no lo pueda hacer... —Al final, no usás bastón. —Lo tengo, pero lo uso poco. No me siento cómoda usándolo. —¿Por qué? —Por la mirada de la gente. Si voy por la calle de la mano de mi mamá o de mi marido, la gente no se da cuenta de que no veo. No me molesta decir que no veo. Al revés, me da orgullo no ver y hacer todo lo que yo hago. Pero ya cuando la gente me ve y me dice “pobrecita”, ahí ya no me gusta. Entonces no lo uso. —¿Leés braille? —No. No aprendí. No quise. —¿Por qué? —Porque al principio me daba mucha vergüenza ser ciega. —¿Y extrañás leer un libro? —Mucho. A veces leo los audiobooks, pero no es lo mismo. —¿Y series en la tele, escuchás? —Me veo todas. Me veo... escucho todas. Amo. Y sí, las voy escuchando. —¿Y cómo hacés? ¿La vas construyendo en tu imaginación? —Sí, literal. Es eso: construyo en mi imaginación. A veces veo algún programa con las nenas y me dicen: “Má, la protagonista tiene el pelo de colores”. Y bueno, me lo voy imaginando. —¿Cómo te arreglás con la comida? —Me encanta cocinar. Aprendí a cortar y prender el fuego sin ver. Obviamente, tengo mis tácticas: prendo una hornalla y automáticamente pongo la mano un poquito arriba para sentir el calor y saber si está prendida. —Siempre deben aparecer nuevos desafíos. —Siempre aparecen. Siempre. Por ejemplo, la semana pasada a mi hija la molestaron porque su mamá no ve. Y fue un desafío que se me abrió nuevo. —¿Quién la molestó? —Tres de sus amiguitas, de sus compañeritas. —¿Y qué te pasó con eso, Vani? —Primero, lloré un día seguido. Lloré tanto... Después me senté con ella, le expliqué varias cosas. Hablé con el colegio, con las mamás, y parece que se resolvió. Pero esos son los desafíos que me van a empezar a pasar, y veremos cómo resolver. —¿Ella te lo pudo contar? —Sí. Me dijo: “Má, ¿sabés que muchas de mis amigas dicen que sos un amor?”. “¿Por?”, le digo. “No, porque otras dijeron que no sos tan buena porque no ves”. Y ahí fue cuando me senté con ella y me contó. —¿Qué te dijeron las mamás? —Me pidieron disculpas, me dijeron que iban a hablar con sus hijas. En el colegio me abrieron un espacio para ver lo que estaba pasando con mis hijas y sus amigas, y estamos en charlas. Me da tanta impotencia... Pero bueno, ahí está un desafío nuevo que tengo que saber resolver. —¿Las soñás a las chicas? —Me las imagino mucho. Y me dicen mucho que una se parece a mí. Eso es lo que más me duele de hecho: no verlas me mata. —¿Hay algo de lo que no hayamos hablado, Vani, que te parezca importante transmitir? —Vine acá por esto: para decir que todo en la vida se puede. Uno tiene que tener ganas para hacerlo, nadie va a venir de la mano a decirte: “Vení, hacé esto”. A uno le tiene que nacer. Y yo soy ciega, pero soy como vos y como cualquiera: me gusta verme linda, hacerme las manos, comprarme linda ropa, salir a tomar algo. Soy una persona común y corriente. Y tengo una vida muy feliz. A pesar de mi discapacidad, tengo una vida muy feliz.

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