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  • El Congreso, aparentemente dispuesto a defender sus potestades constitucionales

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 17/09/2025 12:57

    La sesión en la Cámara de Diputados por el DNU relacionado al acuerdo con el FMI (REUTERS/Matias Baglietto) Hace algunos días, el Senado dio media sanción a un proyecto de ley que modifica la reglamentación de los conocidos Decretos de Necesidad y Urgencia. Por lo tanto, es útil ilustrar a la gente acerca de qué es de lo que hablamos, cuando nos referimos a los DNU. Desde su sanción, el 1° de mayo de 1853, la Constitución Nacional prevé la existencia de un sistema republicano de gobierno, siendo una de sus principales características, la llamada división de poderes, en la que cada órgano tiene determinadas atribuciones asignadas por la Ley Fundamental, no correspondiendo que uno de ellos avance sobre las que le corresponden al otro. Sin embargo, en la reforma constitucional de 1994, no sólo se le permitió al Congreso delegar sus facultades al presidente de la Nación, sino que también se le permitió a éste, apropiarse de las de aquel sin que exista previamente una autorización o delegación. Cuando esto último ocurre, para ejercer esas potestades “sustraídas” al Congreso, el primer mandatario dicta los referidos “decretos de necesidad y urgencia”. Pero más allá de esta introducción, es fundamental que se entienda lo siguiente: un decreto de necesidad y urgencia, es sinónimo de “ejercicio presidencial de facultades que pertenecen constitucionalmente al Congreso”. Dicho de otro modo, cada vez que el primer mandatario dicta uno, no está ejerciendo sus propias atribuciones, sino que le está hurtando una o varias al Parlamento. Si tomamos conciencia de este concepto, necesariamente entenderemos que un DNU, como instrumento institucional, es republicanamente perverso. El problema es que, en nuestro país, desde la reforma constitucional de 1994, esa práctica institucional antirrepublicana está avalada, inexplicablemente, por la misma Ley Suprema. Ahora bien, para que el primer mandatario pueda ejercer esas potestades, deben cumplirse tres requisitos: que todos los ministros estampen su firma; que no sean temas penales, tributarios, electorales o de partidos políticos; y que existan circunstancias excepcionales que le impidan al presidente esperar el complejo trámite para la sanción de la ley. Además, posteriormente, el Congreso de la Nación debe analizar el decreto de necesidad y urgencia dictado por el primer mandatario para el ejercicio de esas potestades, y aprobarlo o rechazarlo. ¿Constituyen, estos requisitos, frenos o condicionamientos para que el presidente pueda dictar estos instrumentos tan cuestionados? Ciertamente no. La necesidad que firmen los ministros no es un límite, porque son funcionarios a los que el mismo presidente designa y remueve. Difícilmente se nieguen a firmar un decreto cuando el “jefe” se los pide. Los cuatro temas respecto de los cuales el primer mandatario no puede dictar DNU constituyen apenas el 6% del total de atribuciones que tiene el Parlamento. Significa que, al 94% restante, el Jefe de Estado puede ejercerlas a través de los citados instrumentos. El meollo de la cuestión, a la hora de evaluar la constitucionalidad de un DNU, es definir si se presentan las referidas e indispensables “circunstancias excepcionales” necesarias para que sean válidos. Y aquí es cuando ingresamos en un terreno farragoso, porque el constituyente no las ha definido, quedando, por lo tanto, a criterio del presidente, definir si existen tales “circunstancias”. Para la Corte Suprema de Justicia de la Nación, sólo las hay cuando se producen desastres naturales o hechos de guerra que le impidan al presidente esperar el trámite de sanción de una ley; pero para los primeros mandatarios, la necesidad de correr un feriado es lo suficientemente excepcional como para dictar un DNU. Por otra parte, y tal como la anticipé, cuando el presidente dicta uno de estos decretos, debe intervenir el Congreso, aprobándolo. Pero esta intervención del Congreso, prevista en la reforma constitucional que contempló este nefasto instrumento legal, según el mismo constituyente debe ser regulada por aquel. Y es por ello que, en el año 2006, se sancionó, para ello, la ley 26.122. Se hubiera esperado que el legislador, al sancionar esta ley, defienda sus propias potestades, haciéndole difícil al presidente el ejercicio de las mismas. Pues no fue así. Todo lo contrario. Oportunamente, la autoría del proyecto convertido en ley con el número señalado, fue de Cristina Fernández, cuando siendo senadora nacional, su marido era Jefe de Estado. El objetivo era facilitarle el ejercicio de facultades legislativas. Todo se cocinaba en familia. La ley referida agrava la perversidad institucional de los DNU, por cuanto establece que los legisladores, a la hora de analizar si lo aprueban o no, “deben circunscribirse a la aceptación o rechazo” del mismo en su conjunto, aun cuando el contenido del mismo sea muy extenso. También establece que el DNU, entra en vigencia desde su publicación en el Boletín Oficial, aún antes que el Congreso lo apruebe. Y por último, lo más grave, es que, según la ley comentada, y vigente, el Congreso no tiene plazo para aprobarlo o rechazarlo, y que es suficiente que una sola cámara lo valide, para que el DNU viva eternamente. Entre la reforma constitucional de 1994, y la ley reglamentaria vigente (ley 26.122) la señal republicana del país ha disminuido notablemente, y con ello la seguridad jurídica. Resulta, pues indispensable, que se sancione el proyecto de ley que cuenta, ahora, con media sanción en el Senado, ya que allí se le impide al presidente presentar decretos de necesidad y urgencia con diversidad de temas; se le fija un plazo al Congreso de noventa días para que los apruebe; y se dispone que, se considera aprobado un DNU cuando ambas cámaras se pronuncian a favor del mismo. Lo ideal sería eliminar la existencia de estos instrumentos, pero para ello es necesario modificar a la Ley Suprema, lo cual, se sabe, requiere transitar por un camino complejo. Pues por lo menos, que el Parlamento, a la hora de reglamentar su propia intervención en el proceso de validación de los mismos, defienda sus potestades constitucionales. Ello es institucionalmente justo y republicanamente necesario.

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