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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/09/2025 04:44
Nacho con Gabriel, su papá, cuando ya era campeón entrerriano de básquet u13, unos meses antes de que le descubrieran el aneurisma gigante de aorta oftálmica Nacho Guzmán era un chico feliz: con 12 años había sido elegido para ir a jugar, con la selección de básquet de menores de Entre Ríos, a la provincia de La Rioja. Estaba con la nariz muy tapada. No se sentía mal pero, otra vez, aparecía la repetida sinusitis. Fue por eso que, dos días antes de viajar, sus padres lo llevaron al médico. Querían ver si había alguna forma de despejarle las vías aéreas y que pudiera jugar más cómodo. El profesional, pensando que a lo mejor podría precisar un antibiótico, le mandó a hacer una tomografía. Era solo un estudio para ver cómo tratarlo. Lo llevó su padre Gabriel, se la hicieron y volvieron a casa. Al rato, sonó el teléfono de Gabriel. Era el especialista en imágenes que los había atendido poco antes. Le pidió que volviera con su hijo a la clínica: “Mirá, me gustaría que te acerques por acá porque lo que vemos no nos gusta”. Sorprendido por la manera en que habían podido localizarlo y por la frase, pensó que Nacho se habría movido durante el estudio y que se lo tendrían que volver a realizar. Pero no. Esa tarde, la vida de toda la familia Guzmán dio una vuelta de carnero y ya nada sería como antes. El deporte y un diagnóstico angustiante Es imposible entender a los Guzmán si no se los mira como un equipo organizado. Desde siempre fue una familia volcada a los deportes. Sus nuevos integrantes fueron creciendo a la sombra veloz de los pases y del rebote de las pelotas naranjas del básquet. Gabriel Guzmán (51, abogado y dirigente de básquet) y su mujer Emilia (también 51 y maestra de primaria) son ambos de Paraná, Entre Ríos. Tuvieron cuatro hijos: Ignacio “Nacho” (26 y protagonista de esta historia), Valentina (20), Tomás (19) y Nicolás (18). Club, canchas, silbatos y tribuna dijeron presente cada fin de semana familiar desde que los chicos empezaron a caminar. A los 6 años Nacho arrancó con dos deportes: básquet y fútbol al mismo tiempo. Unos dos años después, un día llegó con la idea de que quería jugar solamente al básquet. En fútbol lo habían escupido en la cancha y no le había gustado nada la actitud. Así de clara la tenía desde tan chico. “Nos pareció bien su elección y arrancó con sus primos en el club Paracao donde, enseguida, demostró ser muy bueno. Eso lo llevó a ser citado para la selección de menores de Entre Ríos. Estaba en el momento más feliz de su vida cuando justo, en agosto del 2012, nos dieron ese diagnóstico fatal”. Nacho, un año antes de saber que tenía un aneurisma gigante de aorta oftálmica que sería un tremendo escollo en su carrera soñada Esa misma tarde en que Gabriel volvió con su hijo a la clínica pensando que era una pavada que les tomaría un rato, los médicos les dieron un diagnóstico tan alarmante como aterrador: aneurisma gigante de carótida oftálmica izquierda. No entendía qué le decían. Resulta que un aneurisma de la arteria oftálmica es una dilatación grave y muy poco frecuente: si esa pared debilitada se rompe, corre riesgo la vida del paciente. Los médicos querían confirmarlo con más estudios. “Me dijeron que había que corroborar lo que estaban viendo en esa imagen con una resonancia magnética con contraste. Consulté, de inmediato, a un neurólogo amigo que intentó tranquilizarme y que me dijo que podría ser que no fuera nada, que estuviera mal la imagen…”, cuenta Gabriel. Sin entender bien todavía de qué le hablaban, porque su hijo no tenía un solo síntoma de nada, llamó a su mujer e intentó explicarle la repentina situación. El universo se les había congelado. “Emilia salió de su trabajo para venir a la clínica, pero era tal el shock en el que estaba que se perdió varias veces. Es una ciudad chica, en la que vivimos desde toda la vida, la conoce de memoria, pero estaba tan mal que no podía llegar. Quedó varada en una esquina sin poder reaccionar. Llamó a su hermana que la fue a buscar y la llevó a donde estábamos”. Gabriel no podía dejar de pensar que en pocos días sería el partido de la selección que tenía que jugar Nacho. Ni pensarlo, le dijeron los profesionales. Fueron clarísimos: no querían que Nacho hiciera el más mínimo esfuerzo. Nada de nada. “Esto había sido un hallazgo. Ya no importaba la sinusitis ni nada. Si el médico le hubiese recetado un antibiótico, sin ningún tipo de estudio, capaz que no nos hubiéramos enterado nunca de lo que tenía. Claro, eso si no le pasaba nada jugando en la cancha. Porque podría haber ocurrido cualquier cosa”, reconoce. Ahora ya sabían que Nacho tenía algo grave en su cabeza y necesitaban hacer, de inmediato, una resonancia magnética con contraste. Nacho y Valentina su hermana en 2011. Ella luego de lo que ocurrió decidió estudiar medicina y hacer la especialidad de neurología 24 horas de locura A 48 horas de su partida hacia el torneo, esa posibilidad había quedado en el pasado, descartada. Tenían un diagnóstico que sonaba muy riesgoso, ningún síntoma y un miedo mortal: “Estábamos, literalmente, aterrados. Uno de los médicos nos había dicho textual, y perdón por la palabra: ‘No puede ni tirarse un pedo fuerte porque es peligrosísimo’”, cuenta su padre. El tema era que la resonancia no se la podían hacer con los brackets de la ortodoncia puestos. Debían conseguir un atajo. Llamaron a una dentista, que era la mamá de un rival de básquet de Nacho, quien les dijo que fueran directo a su consultorio: ella se los quitaría para que pudiera entrar en el resonador. A las 17 le sacó las bandas de metal y, un poco más tarde, le hicieron la resonancia. Este estudio reconfirmó el primero: efectivamente, Nacho tenía una tremenda deformación en esa arteria. Les repitieron que cualquier golpe podría hacerla estallar, inundar su cerebro de sangre y matarlo. Coincidían en que era algo congénito, pero estaba clarísimo el peligro latente. Y debían hacer otro estudio más específico para analizar la forma del aneurisma: una angiografía. “Se lo hicieron con un viejo angiógrafo, de antigua tecnología. Era lo que había”, recuerda Gabriel. A las 23 horas terminaron de realizarlo y esperaron el informe sentados en el pasillo. Nacho veía el revuelo que se había armado con sus estudios y, también, la preocupación reflejada en las caras de sus padres. Se animó y preguntó: “Papá, ¿yo me voy a morir?”. Gabriel juntó valentía y le aseguró que no: “Le dije que no, pero no estaba convencido de que fuera así. No lo sabía. Tenía un miedo indescriptible, pero en esas situaciones sacás fuerzas de donde no sabés que las tenés”. Un neurólogo y cirujano de Paraná les informó al día siguiente, luego de ver los exámenes médicos, que él no podía hacer nada. No era algo que se pudiera solucionar abriendo la cabeza. Los derivó, entonces, a un cirujano endovascular. Les recomendó uno en Rosario. Gabriel estaba decidido a moverse a la velocidad de un rayo. Cada segundo contaba y, a la par, la angustia de todos iba en aumento. La familia Guzmán en pleno. Unidos en las buenas y en las malas aún con distintas visiones sobre cómo salir del problema Dos muestras inesperadas de humanidad “Era tal el shock que esa primera noche no pudimos dormir. Justo yo había cobrado un juicio que me había pegado un empujón y soñaba con destinar ese dinero a unas vacaciones en familia. Pero en una de las salidas de los estudios de la clínica, con tantas malas noticias, al pasar por un negocio enorme, compré un plasma gigante y la última play que había. Si Nacho no podía hacer deporte, por lo menos estaría entretenido. ¡Ya veía que iba a ser como un león enjaulado mirando a sus padres asustados!”, reflexiona. “Fue en este momento que ocurrió algo que me reconcilió con la especie humana. Cuando llamamos al neurólogo de Rosario, el doctor Sergio Petrochelli, aunque era fin de semana, nos citó en su casa. Entendió la angustia. Llegamos, miró los estudios y ratificó una vez más el diagnóstico. Dijo que Nacho no podía hacer ningún deporte porque no podía sufrir golpes de ningún tipo. Fue él quien nos contó que había un tratamiento posible. Algo que se podía intentar. Se llama embolización endovascular del aneurisma. Nos explicó que entraban por la ingle y llevaban con un catéter un stent hasta ese lugar. El stent, de alguna manera, terminaría haciendo de pared de la arteria, como que bloquearía parte del flujo sanguíneo para evitar que se rompiera. Pero enseguida nos aclaró algo: ese stent era carísimo. Más de lo que podía valer un auto, especificó. Mi obra social no trabajaba con este neurólogo. Ya eran las seis de la tarde, pero nos fuimos directo a la ortopedia que queda frente a la aduana de Rosario. Cuando la chica que nos atendió nos dijo el precio del stent, sonó algo tan inalcanzable que mi mujer se desmayó. ¡Costaba 170 mil dólares! Emilia cayó al piso redonda. Y ahí me pasó que de nuevo sentí la humanidad de alguien muy presente: esa joven salió de detrás del mostrador, la abrazó y le dijo a mi mujer: 'Tu hijo ya tiene el stent, después vemos cómo lo pagás. Quedate tranquila’”. Gabriel continúa con el relato de acciones empáticas inesperadas: “En el medio hubo otro gesto de generosa contención: Petrochelli habló con la obra social y me dijo que después se vería cómo le íbamos a pagar a él y al Instituto Cardiovascular de Rosario. Nosotros habíamos elegido Rosario, a pesar de que por la obra social podíamos ir a Buenos Aires, por su ubicación más cercana a nuestra casa y para la logística familiar con cuatro chicos”, relata. Gabriel se animó a preguntarle a ese médico que les tendía su mano: “Te voy a hacer una pregunta con toda humildad y con la desesperación de un padre que pone en tus manos la vida de su hijo: ¿Hay alguien mejor que vos adonde yo debería ir con Nacho? Él, con total aplomo y tranquilidad, me respondió: ‘No, no hay mejor que yo. Hay lugares con mejor tecnología, en Brasil o en Israel’”. Los Guzmán quedaron convencidos, seguirían ese camino. Nacho Guzmán internado con la camiseta firmada que le regaló el jugador profesional Carlos Delfino La cirugía frustrada y la exitosa Con el diagnóstico aterrador de aneurisma fusiforme de carótida oftálmica izquierda llegó el día de la intervención de Nacho. Fue el lunes 3 de septiembre de 2012. A las 11 de la mañana entró a quirófano en el Instituto Cardiovascular de Rosario. La espera fue angustiante para Emilia y Gabriel. Pasaron hora tras hora, minuto tras minuto, intentando distraer sus mentes. A las 15 salió del quirófano el cirujano Petrochelli para darles una mala noticia: “No pudimos hacer nada. El aneurisma es mucho más grande que lo que se veía en ese viejo aparato. En este 3D se vio enorme. El stent es corto. Necesitamos otro y, además, precisamos un diversor de flujo sanguíneo”. Agregó que volverían a intentarlo al día siguiente. Quedaron perplejos con lo que el médico les dijo. ¿Nacho estaría bien? ¿Quién pagaría todo eso? Era mucho más dinero del que jamás podrían pagar. Otra vez todo fluyó y la ortopedia mandó lo necesario. El martes 4 de septiembre Nacho entró nuevamente a quirófano donde los cirujanos Petrochelli y Juan Godes le colocaron lo que había faltado el día anterior. Después de siete horas salieron a comunicar el resultado: habían podido hacerlo, ya estaba todo colocado. Emilia, otra vez, se desmayó. Nacho pasó diez días internado. En ese lapso le llegó un regalo especial: una camiseta de básquet firmada por la estrella Carlos Delfino. Luego de salir del sanatorio, comenzó otra etapa. La más difícil: la vida sin deportes. Dice Gabriel de ese tiempo: “Teníamos que esperar que el stent no se moviera, que se adhiriera, que el diversor funcionara correctamente. Nacho tenía que estar en reposo, con cero actividad física. Muy cuidado. Así fue que llegamos a diciembre. ¡Era desesperante verlo quieto!”. El día de la graduación de Valentina. De izquierda a dererecha: Nacho, Vale, Toto (parado) y Nicolás Noticias buenas, noticias malas En diciembre de ese año hubo un milagro en la vida de Nacho. A una buena noticia la precedió una mala. Tocaba la angiografía de control de la operación de septiembre. Mientras hacían el estudio la cara preocupada del doctor Petrochelli parecía preanunciar que algo andaba pésimo. Al concluir, se los explicó de la manera más sencilla posible: el stent había generado una estenosis total de la arteria y, como consecuencia, dicha arteria había colapsado. Ya no existía. Por lo tanto, la sangre ya no fluía por allí. Era algo no buscado ni deseado. “Un bloqueo general de la arteria podría haberle generado un ACV y haber sido fatal para Nacho”, revela Gabriel. “Pero había al mismo tiempo una buena noticia que el doctor nos dio: en una acción espontánea de la naturaleza humana, Nacho había generado una circulación sanguínea extra por el Polígono de Willis (un anillo de arterias en la base del cerebro que actúa como un reaseguro del flujo sanguíneo). En síntesis: se había vascularizado por otro lado. El cuerpo había inventado otra vía alternativa. Era un milagro. ¡Ahora ya no explotaría el aneurisma porque ya no existía!”, relata con emoción Gabriel. “Ahí Petrochelli nos dijo que de todas formas no recomendaba que jugara al básquet ni se golpeara haciendo deporte. Porque él tenía una sola canilla de irrigación al cerebro y, por eso, su sangre debía estar lo más liviana posible. Los codazos y los golpes en la cabeza, estando fuertemente anticoagulado, no eran una alternativa”. Ese mismo día Gabriel realizó una promesa y dejó de fumar. Le regaló el paquete que llevaba en el bolsillo al médico residente y nunca más volvió a encender un cigarrillo. Volvieron a casa y, en familia, le comunicaron a Nacho que el básquet se había acabado. Nacho en primer plano cuando salieron campeones provinciales por primera vez en la historia. Su hermano Tomás de espaldas con la camiseta 11 consuela al padre de ambos, que no puede creerlo Desafiar las prohibiciones Gabriel cuenta que ver a su hijo sentado frente a la televisión sin hacer deporte, día tras día, era en extremo frustrante. “Era como verlo morirse de a poquito, jugando a la Play. No podía mirarlo en ese estado, deprimido frente a una pantalla. También me deshacía anímicamente observarlo desde lejos, tirando al aro solo porque no podía jugar un partido con sus compañeros. ¡Era como un diabético mirando desesperado un alfajor con cara de tristeza! Se me desarmaba el alma. Empecé a pensar distinto y a preguntarme si no tendría que jugar a pesar de todo, con algunos cuidados extra. Al final, me dije que pasara lo que pasara, las cosas tenían que ser en el modo que él quisiera que fuesen”, explica Gabriel. Un día se plantó frente a Emilia y le lanzó: “Prefiero correr el riesgo y que juegue. No puedo verlo así. Él era un dotado para el básquet y está sentado y deprimido en un sillón con un juego virtual. Pensé en Beethoven, un genio de la música castigado con la sordera. Nacho, que era bueno para el básquet, le había tocado esta mala cosa de no poder practicar su deporte. Pucha, pensaba, ¿no podría haberle tocado la sordera en vez del aneurisma? Todas esas incógnitas, quejas y reflexiones me perseguían y torturaban”. Esa posición de Gabriel desató la primera de muchas serias peleas con su mujer. ¿Qué era mejor? ¿Valía la pena por un deporte correr el riesgo de morir? ¿Podría minimizarse ese peligro de alguna manera? ¿Cómo? Y, si pasaba algo, ¿cómo se lo perdonarían? Emilia no estaba dispuesta a correr ni un solo riesgo. En cambio, Gabriel se había convencido de que él sí correría algunos porque Nacho soñaba con desesperación volver a la cancha, pero por su edad carecía de poder alguno de decisión. Nacho empezó terapia. Y con el paso de los meses, Emilia comenzó a ceder. La convicción de volver fue paulatina y con mucho apoyo de la terapeuta. Unos seis meses después, Nacho volvió a jugar. Primero un poco. Después, un poco más. Sus padres rezaban al borde de la cancha porque no se golpeara. Pero al mismo tiempo, verlo feliz, corriendo y encestando, les devolvía el alma. Sabían que estaban caminando por el filo de algo sumamente complejo. Por supuesto, todos en el club sabían de la situación y los chicos lo cuidaban. “Mi mujer se aferró a la fe, es muy creyente, reza siempre para pedir y agradecer”, cuenta Gabriel sobre cómo Emilia superó los desmayos y los temores para poder verlo jugar. Nacho festejando que valió la pena correr riesgos en una pose igual que cuando era chico: campeón Paranaense por primera vez Las lecciones de la vida Nacho estaba fuertemente anticoagulado y así siguió hasta completar doce meses desde su intervención. “Justo al año, le sacaron la anticoagulación y pasó a tomar solamente una aspirineta. Ya no era tan peligroso como antes, pero aun así no debía golpearse. Él no tenía miedo, éramos nosotros los que temblábamos. Pasamos sábados enteros con la sangre helada, pero con la alegría de verlo surcar las canchas nuevamente. A los dos años lo llamaron de la selección de Entre Ríos. Por suerte, pudo poner su nombre en el primer campeonato de la historia del club ganado en 2022”, relata con total orgullo Gabriel. Hoy Nacho tiene 26 años, es profesor de educación física, entrenador de básquet, estudia kinesiología y está de novio con otra profesora de educación física y jugadora de hockey, integrante de la selección entrerriana. Nacho dice: “Pasé tiempos complicados porque me vi en la situación de no poder jugar mi deporte, quedando fuera de las grandes oportunidades para las que me había preparado tanto. Sufrí incertidumbre, angustia y desasosiego que no me dejaban dormir por las noches. Pero si algo aprendí es que, aunque los sueños parezcan hundirse, uno tiene que aferrarse siempre a sus objetivos. Sé que la vida, a veces, tira los dados y salen jugadas que nos hacen perder, pero al caernos tenemos que levantarnos. Eso se aprende. Y, ante la adversidad, redoblar la apuesta para seguir adelante. Porque la vida da revancha y yo volví a tener momentos gratos en el deporte como jugador y como entrenador. Pero lo más importante de todo es que aprendí a ver la vida de otra forma”. Gabriel asegura que para él lo ocurrido fue también “una enorme enseñanza, una lección de vida. Porque en ese peregrinar por su salud encontré personas maravillosas, increíblemente empáticas. Todo lo pagó, finalmente, la obra social. Entiendo que el hecho de que fuera un chico puede haber sensibilizado a muchos, pero estos casos son cada vez más excepcionales en el sistema de salud. Lo que sí me queda muy claro es que Nacho no nos hubiera perdonado que nos dejáramos ganar por los miedos y no lo hubiéramos dejado jugar más. Creo que, recién cuando tenga un hijo, él se va a dar cuenta del enorme dilema que enfrentamos con su madre y va a pensar: ¡Qué generosidad la de mis viejos que me dejaron seguir!”. Va más allá y confiesa que de estas situaciones no se sale indemne. Que nadie de la familia salió ileso de la experiencia. “Hice un poco de terapia y entendí mejor lo que le pasó a Nacho. Cuando un niño descubre los hilos del titiritero del otro lado de la obra, ya no ve la magia y nunca verá las cosas de la misma manera en que las veía antes. Asomarse al abismo de la muerte cambia las perspectivas, nada vuelve a ser igual. Nosotros como familia no pudimos volver a ser los mismos. Aprendimos a convivir con ese atisbo de lo que es la finitud. En medio de lo que nos pasaba, murió mi madre de cáncer y casi que no nos dimos cuenta. También murió mi suegro, y tampoco. La vida nos pasaba por al lado, a toda velocidad. Curiosamente Valentina está estudiando medicina y ¿sabés qué especialidad quiere hacer? Neurología. Como verás a todos nos dejó una huella. A mí, por suerte, me dejó la de la gratitud con la gente que nos ayudó estampada en el cuerpo”.
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