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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 13/09/2025 06:45
Cámara de Diputados - Gustavo Gavotti El reciente episodio vivido en el Congreso Nacional expone un choque inédito entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Por amplia mayoría –con el apoyo de casi todo el arco opositor– fueron rechazados de manera definitiva cinco decretos dictados por el presidente Javier Milei. Reformaban organismos clave como Vialidad Nacional, el INTA, el INTI y el Banco Nacional de Datos Genéticos. Cuatro de esos decretos fueron emitidos bajo facultades legislativas extraordinarias delegadas por el propio Congreso en 2024. El quinto fue un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU). Estas medidas buscaban reducir estructuras estatales en línea con el plan de ajuste y reforma administrativa. Se trata, según advirtió el ministro Sturzenegger, de “la primera vez que se deroga un decreto delegado”, lo que lleva a la Argentina a un “territorio jurídico desconocido”. Como abogado observo este episodio con una mezcla de aprobación y preocupación. Por un lado, no dejo de celebrar el celo con que el Congreso ejerce sus potestades de control sobre el Ejecutivo, lo cual refleja vitalidad democrática y apego a la Constitución. Pero inquieta la motivación y las consecuencias de este rechazo: ¿responde realmente a una defensa de la legalidad institucional, o más bien a una lógica de obstrucción política? Quiero analizar este dilema, valorando el rol constitucional del Congreso pero también alertando sobre los riesgos de desvirtuar los mecanismos de control convirtiéndolos en herramientas de bloqueo del gobierno. En una república, el Poder Ejecutivo no puede legislar por sí solo salvo circunstancias excepcionales. La Constitución Nacional (artículo 76) prohíbe la delegación legislativa en el Ejecutivo salvo en materias determinadas de administración o emergencia, y exige que tal delegación sea por tiempo limitado y con bases fijadas por el Congreso quien, en situaciones especiales, puede ceder temporalmente cierta facultad normativa al Presidente. Claro, conserva el control sobre el correcto uso de la delegación. En 2024, el Congreso aprobó la denominada “Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos”, mediante la cual otorgó a Milei facultades legislativas extraordinarias por el plazo de un año en cuatro áreas: administración, economía, finanzas y energía. Este cheque en blanco acotado se justificó políticamente en la necesidad de emprender rápidas reformas estructurales. Durante ese año de vigencia de las facultades delegadas, el Presidente no dudó en ejercerlas: emitió 65 decretos delegados para impulsar su programa. Conforme al diseño constitucional y legal, dichos decretos fueron luego sometidos al control legislativo. La Ley 26.122 prevé un procedimiento análogo al de los DNUs: una Comisión Bicameral evalúa si el decreto se ajusta a la ley delegante y a las materias permitidas, y posteriormente cada Cámara debe darles un “tratamiento expreso”. Para que un decreto delegado pierda vigencia, ambas Cámaras deben rechazarlo. Este esquema es una manifestación saludable de frenos y contrapesos: incluso cuando faculta al Ejecutivo a legislar en cierto ámbito, el Legislativo no abdica de su rol de control. Lo ocurrido en agosto de 2025 podría leerse como un ejercicio legítimo y hasta encomiable de supervisión republicana. La oposición argumentó que el Gobierno “no respetó los límites de la delegación legislativa” fijados en la Ley Bases. Varios senadores advirtieron que, bajo la excusa de modernizar el Estado, el Poder Ejecutivo estaba avanzando sobre organismos cuya autonomía y funciones la ley y la Constitución protegen. Desde esta mirada, el Congreso actuó como garante del equilibrio de poderes, corrigiendo un posible exceso del Ejecutivo y defendiendo la institucionalidad ante reformas consideradas dañinas. Esta función de contralor es esencial en una democracia: evita la concentración de poder y obliga al Ejecutivo a justificar sus actos dentro del marco de la ley. Ahora bien, más allá de la sana teoría republicana resulta imposible ignorar el contexto político en que tuvo lugar el rechazo de estos decretos. Argentina transita un período de alta polarización y realineamientos partidarios, con un gobierno de signo libertario en minoría y una oposición mayoritaria heterogénea que abarca desde peronistas kirchneristas hasta fuerzas tradicionales (UCR, PRO) e incluso ex aliados de Milei. En este escenario, surge la sospecha de que la decisión de rechazar los decretos delegados obedeció menos a un análisis jurídico-institucional sereno, y más a una lógica de obstrucción y desgaste. Un indicio claro es que los decretos en cuestión fueron dictados conforme a facultades expresamente delegadas por el Congreso, es decir, dentro de un marco legal habilitado por la propia oposición el año anterior. Dicho sin eufemismos: el Congreso le dio al Ejecutivo un martillo para acometer ciertas obras, pero cuando el Ejecutivo empezó a golpear allí donde realmente dolía, ese mismo Congreso le quitó el martillo. Puede debatirse si el Gobierno abusó de la delegación o si alguna medida puntual excedió los límites. La forma en que se articularon los rechazos sugiere una voluntad de bloquear la agenda del Ejecutivo más que de afinar técnicamente la letra de la ley. Los discursos opositores se centraron en criticar la oportunidad y el contenido de las reformas antes que en demostrar su inconstitucionalidad. Incluso hubo alusiones políticas muy generales, como la de una senadora que acusó al presidente Milei de querer “suprimir al Congreso” y gobernar por decreto, recordando que lleva dos años sin conseguir aprobar un presupuesto. Tales afirmaciones, cargadas de retórica de campaña, alimentan la percepción de que el Congreso está utilizando sus prerrogativas para asfixiar al gobierno y no para perfeccionar las políticas públicas. Este tipo de obstruccionismo legislativo es tan peligroso para la salud republicana como lo sería un Ejecutivo extralimitado. La Constitución prevé mecanismos de control mutuo, sí, pero presupone también un mínimo de cooperación y buena fe entre poderes. Cuando la oposición recurre sistemáticamente a bloquear todas las iniciativas del gobierno –incluso aquellas adoptadas dentro del marco de la ley vigente– se corre el riesgo de caer en una parálisis institucional. En vez de un sistema de “checks and balances” (controles y equilibrios), pasamos a un sistema de “checks and blockades”, donde cada poder obstaculiza al otro impidiendo cualquier avance. La situación sienta un precedente preocupante y plantea varios riesgos para la gobernabilidad. En primer lugar, vacía de sentido el instrumento de la delegación legislativa. Si el Poder Ejecutivo, aun actuando dentro de las facultades que le fueron concedidas, no puede implementar políticas porque el Legislativo se las revoca por razones básicamente políticas, ¿qué incentivo habrá en el futuro para utilizar (o conceder) estas delegaciones? La delegación legislativa es un mecanismo válido –y utilizado en muchos países democráticos– para agilizar la gestión en áreas técnicas o emergencias, pero requiere un alto grado de confianza entre los poderes. Ese capital de confianza aquí parece haberse quebrado. En segundo lugar, el uso de las prerrogativas parlamentarias con fines partidarios puede desembocar en un empate catastrófico para el funcionamiento del Estado. Recordemos que simultáneamente a este conflicto por los decretos delegados, Argentina arrastra la ausencia de ley de presupuesto desde hace dos años debido a la falta de acuerdos entre oficialismo y oposición. El gobierno ha gobernado mediante prórrogas y decretos, y la oposición, a su vez, ha contraatacado rechazando vetos presidenciales y sancionando leyes por su cuenta que luego son objeto de veto. Esta dinámica de acción y reacción permanente socava la eficacia de las políticas públicas y genera incertidumbre. Otro efecto nocivo es la posible judicialización del conflicto. Desde el oficialismo ya se insinuó la intención de llevar el tema a los tribunales. No es difícil imaginar una batalla legal en torno a si la Comisión Bicameral y el Congreso actuaron dentro de sus facultades al rechazar los decretos: ¿evaluaron solamente la adecuación formal a la ley delegante o juzgaron la conveniencia política de las medidas? El Poder Judicial se vería así empujado a arbitrar una disputa eminentemente política, algo siempre indeseable pues corre el riesgo de politizar a la Justicia. Todos estos forcejeos degradan la calidad de la gobernanza y merman la confianza ciudadana en que sus representantes actúen pensando en el bien común por encima del rédito partidario. En síntesis: el Congreso argentino hizo uso de una atribución legítima al frenar decretos del Ejecutivo que consideró improcedentes. Sin embargo, la forma y el trasfondo de esa decisión dejan la impresión de que se priorizó la lucha política por sobre el análisis institucional. Ambas cosas pueden ser ciertas a la vez: es valioso que el Legislativo controle al Ejecutivo, y a la vez es preocupante que ese control se ejerza de manera irresponsable. La Constitución y las leyes brindan canales para que cada poder del Estado cumpla su rol sin avasallar al otro. Un Congreso verdaderamente republicano es aquel que frena los desbordes de un presidente cuando es necesario, pero que también colabora para que el gobierno legítimo pueda gobernar. El equilibrio es delicado. Si un poder se dedica solo a obstruir, provoca estancamiento; si el otro se dedica solo a saltar por encima del Congreso, erosiona la legalidad. Argentina ya ha experimentado los daños de ambos extremos. Los mecanismos institucionales previstos en la Constitución son herramientas para la gobernabilidad y el progreso, no armas para la confrontación estéril. Usémoslos con responsabilidad: el país lo necesita.
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