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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 13/09/2025 04:34
"Hitler es el hombre más grandioso que jamás ha existido. Es impecable, tan simple y al mismo tiempo con una fuerza masculina", dijo en 1937, aunque después se haría la desentendida Se rindió ante el nazismo. Quedó encandilada con la personalidad, que juzgó arrebatada y ardiente, de Adolfo Hitler. El Führer, que como todo dictador lo primero que hizo en el poder fue agenciarse de un buen cineasta, la contrató primero, la convenció después, la subyugó por último y la convirtió en vanguardia de un cine de propaganda, innovador y creativo, que sirvió al ascenso del Tercer Reich, a sus días de gloria y a su guerra despiadada, aunque de poca utilidad para evitar, siquiera suavizar, su hundimiento atronador y la posterior destrucción de aquella Alemania que había abrazado una sangrienta utopía. Así fue cómo Leni Riefenstahl se convirtió en la cineasta de Hitler. Era una mujer talentosa, de finísima mirada, que había rondado las artes como manera de expresar sus sentimientos, ideas, afanes y esperanzas; encontró todo eso en la fotografía y el cine. Creía, con un candor adolescente, que la belleza era también sinónimo de bondad, de pureza, de entereza, de virtud y hasta de progreso; se trepó a la ola del nacionalsocialismo y a la idea nada candorosa y nada adolescente de Hitler de consagrar a la raza aria como la dominadora del mundo; se aferró al nazismo, tal vez con una apatía inexcusable y una indolencia vaga y ambigua con las que años después se quitó, o al menos intentó quitarse, las rémoras de aquellos años terribles. Cuando todo terminó, en 1945, con el suicidio de Hitler y el Ejército Rojo dueño de Berlín, la antigua capital de aquel Reich que iba a durar mil años, habían pasado poco más de quince años desde el día en el que estrechó por primera vez la mano de Hitler: Riefenstahl pasó el resto de su vida, murió en 2003, escudada en su cine, hundida en el fango del ostracismo del que, quién sabe si con astucia, intentó elevar la cabeza a veces con suerte, a menudo sin éxito; dijo que ignoraba los crímenes nazis, el holocausto, los hornos, la gran tragedia alemana; dijo que se había limitado a filmar una época, a retratar un instante de aquella civilización que lo prometía todo; dijo haber visto sólo lo bueno sin saber, tampoco sin imaginar, que llegaría lo malo: el culto a la belleza también regala un aura de inocencia y de liviandad, un ropaje de ángel del paraíso que cauteriza cualquier herida sangrante. También esos años, desde la caída del nazismo hasta su muerte, fueron parte de la gran tragedia de Riefenstahl: quince años de gloria por cincuenta y ocho años de excusas. Había nacido en Berlín como Helene Bertha Amelie Riefenstahl, el 22 de agosto de 1902. Vivió atenazada por su padre, Alfred, que la imaginaba heredera y vigía de la fortuna familiar y continuadora de su exitosa compañía de calefacción y ventilación, una maravilla de la época, y por los deseos de su madre Bertha, que había sido costurera a tiempo parcial antes de su casamiento, que la veía como una futura estrella del mundo del espectáculo. En 1905 nació su hermano, Heinz, que moriría en la guerra y en tierras soviéticas en 1944. Leni Riefenstahl, la cineasta de Hitler, forjó su carrera al servicio de la propaganda nazi y nunca repudió al régimen Riefenstahl dejó la escuela secundaria a los dieciséis años, estudiaba en un instituto privado de Tiergarten, vecino al principal parque de Berlín. Quería dar rienda suelta a su espíritu artístico: había empezado a pintar y a escribir poemas infantiles a los cuatro años y ahora recibía clases de pintura y dibujo en la Escuela Estatal de Artes Aplicadas de Berlín y, además, lecciones de piano. La atrajo el deporte, que sería decisivo en su carrera como cineasta, y a los doce años se asoció a un club de gimnasia y natación para mujeres en Charlottenburg. En 1918 quiso ser bailarina, pese a la severa oposición de su padre, que ya había perdido la batalla por la educación de su hija, y con el aval de su madre que apoyó su inclinación por el baile y la inscribió en secreto en la escuela de danzas clásica Danza Grimm-Reiter: fue una alumna estrella. Siguieron años de actividad intensa en los escenarios y de aventuras amorosas en aquella Alemania cosmopolita, liberal, abierta, inclusiva, progresista, que bebía a tragos los locos años ’20: con todo eso iba a terminar Hitler en los años 30. En 1923 conoció al banquero y futuro productor de cine Harry Sokal, debutó como bailarina en Múnich en 1923, fue contratada por el prestigioso Max Reinhardt para el Teatro Alemán de Berlín, viajó a New York con el grupo de baile de Jutta Klamt y deslumbró a medio mundo con su belleza que retrataron los expresionistas alemanes Ernst Oppler, Eugen Spiro, Leo von König y Willy Jaeckel. Hasta que en Praga, su rodilla dijo basta y luego de una cirugía su carrera como bailarina llegó a un final abrupto, inesperado y frustrante. Riefenstahl entonces se dedicó a ser actriz: la deslumbró un arte nuevo y potente, el cine, y en especial la película La montaña del destino. Conoció a su protagonista, el actor Luis Trenker, con quien mantuvo una fugaz relación amorosa, y conoció al director de la película Arnold Frank, que le dio el papel protagónico de su siguiente film, La montaña sagrada. Frank estaba también deslumbrado por Riefenstahl: “Cuando la vi, mi primera impresión fue: hija de la naturaleza. No era actriz, ni intérprete. Esta mujer bailaba, así que tenías que escribirle un papel propio de su naturaleza”. Frank también explicó a su admirada discípula las funciones de la cámara de cine, le enseñó a usar las diferentes lentes, le habló de líneas, de sombras, de picado y de contrapicado, de distancias focales y de filtros de color: un mundo nuevo para Riefenstahl, que alternó desde entonces la actuación con la filmación y la producción de películas. Una de los films de Frank, El infierno blanco, la llevó a la fama como actriz en 1929, cuando ya el nazismo estaba lanzado a la conquista del poder. Aquel mundo de decorados, paisajes de montaña y luces de filmación estaba alejado de la Alemania en crisis: en 1924 un dólar había costado un billón de marcos, las revueltas callejeras jaqueaban a aquella República de Weimar que agonizaba entre saqueos, asesinatos políticos y desaparecidos. En 1930, un año después del éxito de Riefenstahl como actriz, la crisis económica mundial hizo regresar a Alemania a los fantasmas de la inflación, de la desocupación y de la apelación del gobierno al artículo cuarenta y ocho de la constitución que le permitía al ejecutivo gobernar por decretos, sin aprobación parlamentaria. Hitler frotaba sus manos. Su talento revolucionó el cine, pero su legado quedó marcado por su colaboración con el Tercer Reich y la negación de los crímenes nazis En 1931, Riefenstahl, de veintinueve años, redactó el guion del que sería el primero de sus largometrajes La luz azul. El argumento traza hoy, lo trazó también luego de la guerra, una curiosa parábola con el nazismo: un misterioso resplandor azul, que ilumina el pico de una montaña en las noches de luna llena, atrae como por arte de magia a los jóvenes de un pueblo de montaña. Todos trepan hacia la cima, pero son víctimas de un accidente fatal al descender. Fue un éxito. Se estrenó el 24 de marzo de 1932 y dos años después, el Consejo Nacional de Crítica de Cine de New York la juzgó entre las mejores películas extranjeras; también ganó la medalla de plata en el Festival de Cine de Venecia. Riefenstahl fundó entonces su primera compañía de cine, L.R. Studios y fue directora, productora, editora y actriz. La luz azul también tuvo sus detractores, Riefenstahl diría entonces que, en su mayoría, eran críticos judíos y, cuando relanzó el film en 1938, antes de la guerra, eliminó de los créditos a su viejo amigo y productor Harry Sokal y a Béla Balázs, ambos judíos. La vida de Riefenstahl cambió para siempre el 27 de febrero de 1932. Ese día participó de un acto nacionalsocialista en el Palacio de Deportes de Berlín, en el que Hitler pronunció un discurso que cautivó a la cineasta. No era un día común. Hitler había llegado al acto eufórico: austríaco de nacimiento, apátrida por decisión judicial, no tenía hasta entonces la ciudadanía alemana que le fue otorgada el 26 de febrero, el día antes del acto en el Palacio de Deportes. Ese mismo día, Hitler había jurado fidelidad a un estado alemán que estaba dispuesto a destruir. Esa euforia pegó fuerte en Riefenstahl. Diría luego en sus memorias: “Tuve una visión casi apocalíptica que nunca pude olvidar. Parecía como si la superficie de la Tierra se extendiera frente a mí, como un hemisferio que de repente se divide en el medio, arrojando un enorme chorro de agua, tan poderoso que toca el cielo y sacude la tierra”. Pocos días después, pidió a Hitler una entrevista personal que el Führer le concedió en mayo en Horumersiel, sobre el mar Báltico. Según la biografía de Leni Riefenstahl – La directora de Hitler escrita por Jerome Bimbenet, los dos pasearon por la playa: “Después de un largo silencio -narra Bimbenet que dijo Riefenstahl– se detuvo, me observó durante un largo rato, puso sus brazos alrededor de mi cuerpo y me condujo hacia él. Me miraba fijo con intensidad. Al darse cuenta de que yo estaba a la defensiva, me dejó de inmediato y se apartó. Entonces, lo vi alzar las manos al cielo y gritar solemne: ‘No tendré el derecho de amar a una mujer hasta que no cumpla con mi obra’”. Lo que sí dijo Hitler, o también le dijo a Riefenstahl, fue que había quedado deslumbrado por La luz azul y le propuso: “Una vez lleguemos al poder, tienes que hacer mis películas”. Desde entonces, fue una invitada permanente a las ceremonias y las recepciones de los altos jefes nazis. Conoció al sinuoso jefe de propaganda Joseph Goebbels y a su mujer, Magda, a Herman Göring, a Albert Speer, el arquitecto de Hitler y a Julius Streicher, un furioso antisemita, incitador al odio racial y propagandista del nazismo, que sería colgado en Núremberg en 1946, junto al resto de los jerarcas nazis. Leni Riefenstahl rodando los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936. De esa producción, surgió el documental "Olympia" (German Federal Archives/Wikimedia Commons, CC BY-SA) El primero de los trabajos de Riefenstahl para Hitler fue la película La victoria de la fe, un film duraba una hora y que debía reflejar la Quinta Convención Nacional del partido nazi. No se trataba de centrar el guion en los hechos políticos de la convención: Hitler quería una película de propaganda. Y Riefenstahl lo entendió de inmediato. El Führer ordenó a Goebbels que le diera a Riefenstahl el manejo de la Comisión de Cine partidaria y el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) financió el proyecto. La preferencia de Hitler generó rencores y odios entre la jerarquía nazi hacia la nueva niña mimada del régimen: la boicotearon un poco; primero el propio Goebbels, que tenía orden de aportar el dinero para la producción y, luego, el secretario político de Hitler, el enigmático Rudolf Hess: llegaron a pedir pruebas de la pureza aria de Riefenstahl, que filmó lo que Hitler quería: un documental centrado en él, que impresionara e inspirara a los espectadores. La película se rodó entre el 27 de agosto y el 5 de septiembre y se estrenó el 1 de diciembre. También fue un éxito y Hitler nombró a Riefenstahl Directora de Cine del Reich, un cargo que mantuvo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Si el film no tuvo luego mucha difusión, fue porque las imágenes mostraban a Hitler junto a Ernst Röhm, el entonces poderoso jefe de las tropas de asalto, SA, los famosos “camisas pardas” que machacaban a golpes a los adversarios del nazismo por las calles de Berlín. Pero en julio de 1934 Röhm y sus entusiastas barras bravas de la época, habían sido todos eliminados en la legendaria “Noche de los Cuchillos Largos”. El poder había pasado a las SS y la película de Riefenstahl se perdió. Las versiones que aseguraban que Hitler había ordenado destruir las copias nunca pudieron ser probadas; Riefenstahl negó que hubiera sucedido algo así con su filme, pero La voluntad de la fe no volvió a la luz hasta 1986, cuando fue hallada una copia en dieciséis milímetros en los archivos de la República Democrática Alemana, bajo dominio comunista. El siguiente encargo de Hitler a Riefenstahl fue el de registrar un nuevo congreso del NSDAP en Núremberg. El escenario era muy diferente al del año anterior. Hitler era ya canciller del Reich y se había hecho del poder total. Había logrado que la llamada “Ley de Autorización” le permitiera gobernar por decretos, sin necesidad de debate y aprobación parlamentaria; había logrado sancionar una ley que establecía que, a la muerte del presidente del gobierno, Paul von Hindenburg, el cargo se uniera al de Canciller del Reich; las fuerzas armadas juraban ahora lealtad a Hitler “como Führer del pueblo alemán” y ya no como jefe del NSDAP, lo que encadenaba su destino, en especial el del ejército, al de Hitler; Hindenburg había muerto el 2 de agosto, a los 86 años y la nueva realidad la describió el titular de un diario berlinés: “Hitler es hoy la totalidad de Alemania”. Para que Riefenstahl filmara El poder de la voluntad, el NSDAP volvió a dar los fondos casi ilimitados y un equipo integrado por ciento setenta personas, entre ellos treinta y seis camarógrafos en tierra y otros nueve en aeronaves, grabó para la historia el millón de personas que se citaron en la ciudad que parió al nazismo y en 1946 fue su tumba definitiva. A Riefenstahl le llevó siete meses dejar todo el material filmado en ciento diez minutos que se estrenaron el 28 de marzo de 1935. La película fue, todavía hoy lo es en cierta forma, la muestra más acabada del cine de propaganda cimentada, además del talento de Riefenstahl, por nuevas técnicas de montaje, por sorprendentes movimientos de cámaras, por una seductora música de fondo. Los nazis estaban eufóricos y más de veinte millones de alemanes la vieron en los cines. También, era un film de propaganda, se exhibió en las escuelas. La escalofriante simetría de masas que se mostró en el documental de propaganda nazi "El poder de la voluntad" Riefenstahl ganó por su película el Premio Nacional de Cine de 1935, el premio al mejor documental extranjero en, de nuevo, el Festival de Cine de Venecia de ese año y el Gran Premio en la Exposición Internacional de París de 1937. La cineasta le había arrancado a Hitler, o dijo haberle arrancado a Hitler, la promesa de no volver a trabajar más para el NSDAP. Sin embargo, filmó otro documental de propaganda: Día de la Libertad – Nuestras fuerzas armadas, un corto metraje especialmente elaborado para que coincidiera con el retorno del servicio militar obligatorio en Alemania, que se preparaba para la guerra. Por un instante, a comienzos de 1936, el destino de Riefenstahl pareció extenderse hacia otras tierras dominadas por el fascismo europeo. En enero de 1936 fue recibida por el dictador italiano Benito Mussolini que había quedado encantado con la trilogía publicitaria del NSDAP y ambicionaba el talento de Riefenstahl para una producción italiana similar. Pero esta vez la directora dijo no porque tenía entre manos un proyecto más ambicioso: los Juegos Olímpicos de 1936, que serían celebrados en Berlín y tendrían a Hitler como anfitrión y a Alemania como a la nación que iba a mostrar al mundo su poderío, su progreso, su bienestar, su esfuerzo, su coraje y su pujanza. Y su belleza aria. El proyecto de filmar los Juegos fue un encargo de Carl Diem, secretario general del COI, Comité Olímpico Internacional, pero fue financiado por entero por el régimen nazi. Riefenstahl empezó en el otoño boreal de 1935 a preparar el rodaje; viajó a Grecia para fotografiar la ruta por la que marcharía la antorcha tradicional en su largo recorrido hasta Berlín, donde el equipo completo filmó el 1 de agosto de 1936 la monumental ceremonia de apertura, la capital del Reich engalanada con estandartes con la esvástica, un estadio colmado por ciento diez mil personas, las calles desbordadas de gente que solo quería ver pasar a Hitler, la enorme bandera olímpica que colgaba del dirigible Hindenburg clavado en el aire sobre el estadio, la fanfarria de treinta trompetas que saludaron la entrada del Führer al estadio, el gran músico Richard Strauss al frente de una orquesta y de un coro de tres mil voces que cantaron el himno alemán, “Deutschland, Deutschland über alles”, el himno del partido nazi, “Horst-Wessel-Lied” y el nuevo Himno Olímpico compuesto para la ocasión, la voz segura de Hitler que dejó abiertos los Juegos y el desfile de las delegaciones deportivas: muchas alzaron el brazo derecho en el típico saludo nazi, excepto estadounidenses y británicos que lo evitaron de forma manifiesta. Riefenstahl filmó lo que vio, no podía hacer otra cosa, incluido el triunfo del atleta negro americano Jesse Owens, que se alzó con cuatro medallas de oro en atletismo, por sobre sus competidores alemanes; también filmó el triunfo de atletas judíos, éxitos deportivos que iban en contra de la proclamada superioridad aria; filmó también el entusiasmo de miles de personas y el deleite de Hitler que aparece en el film con la asiduidad de un atleta más. Era parte de la admiración personal de Riefeinstahl: en 1937, cuando Olympia se hizo conocida al mundo, declararía a un corresponsal del Detroit News: “Para mí, Hitler es el hombre más grandioso que jamás ha existido. Realmente es impecable, tan simple y al mismo tiempo con una fuerza masculina”. En la posguerra, Riefenstahl intentó reconstruir su carrera con la fotografía y la publicación de sus memorias Cuando los Juegos Olímpicos terminaron, la directora trabajó durante diez meses para seleccionar cerca de cuatrocientos mil fotogramas y armar una película Olympia, que se dividió en dos partes: “Festival de las naciones – Fest der Völker” y “Festival de la belleza – Fest der Schönheit”. Es una obra excepcional para la época y para la técnica y la estética de entonces: Riefenstahl puso cámaras sobre rieles para seguir las pruebas atléticas de velocidad, usó la cámara lenta para destacar la tensión de las competencias, el esfuerzo muscular de los deportistas que exigía rigor, arrojo, atrevimiento bravura, valor y coraje: casi como en una batalla. Olympia mostró escenas tomadas bajo el agua, panorámicas y aéreas, cifró una técnica audaz, desconocida en los años ‘30 que marcó para siempre a la cinematografía deportiva mundial. La película se estrenó en abril de 1938, con motivo del cumpleaños cuarenta y nueve de Hitler, y se distribuyó en el mundo como lo que era: una muestra del poderío alemán: fue doblada al francés, al italiano y al inglés, aunque el Reino Unido prohibió su estreno. Sin embargo, el 4 de noviembre de 1938, el espanto del nazismo cercó el concepto de belleza pura de Leni Riefenstahl: llegó a New York con las latas de Olympia en su equipaje y cinco días después supo del ataque a los judíos alemanes que luego sería conocido como La noche de los cristales rotos. En la noche del 9 al 10 de noviembre, decenas de sinagogas fueron incendiadas en toda Alemania, miles de negocios judíos fueron destrozados y quemados, cientos de ciudadanos judíos fueron asesinados, treinta mil fueron arrestados y enviados a campos de concentración. Cuando fue cuestionada por los periodistas americanos, Riefenstahl ensayó una defensa de Hitler. Después, la cineasta fue alcanzada por la guerra. Cuando Alemania invadió Polonia, el 1 de septiembre de 1939, Hitler formó la “tropa especial de filmación Riefenstahl”; el equipo de la cineasta con ella a la cabeza viajó al frente en dos Mercedes de seis plazas, una motocicleta con sidecar BMW, tarjetas de combustible para moverse a sus anchas, un vehículo de grabación de sonido, máscaras antigás y armas de fuego. Llegaron al frente oriental el 10 de septiembre para documentar la destrucción de Polonia. Riefenstahl fue fotografiada junto a soldados alemanes con uniforme militar y una pistola en el cinturón. Dos días después de su llegada al frente, en la ciudad polaca de Konskie, fue testigo del fusilamiento de treinta civiles acusados de atacar al ejército nazi. Según sus memorias, exculpatorias, intentó intervenir pero fue detenida a punta de pistola por un soldado. También juró en esas páginas que no sabía que las víctimas eran todas judías. Existen varias fotos que documentan su estancia en ese hecho, todas tomadas por soldados nazis. Una de ellas llevaba por epígrafe: “Leni Riefenstahl se desmaya al ver a los judíos muertos”. Mucho más tarde, ella diría que sólo había escuchado “disparos a la distancia (…) Ni yo ni mi personal vimos nada”. Tras la caída del nazismo, enfrentó juicios de desnazificación y vivió décadas de ostracismo y polémica A su regreso a Berlín decidió no hacer más películas para los nazis: rechazó una oferta de Goebbels para filmar un documental sobre la Línea Sigfrido, una zona defensiva alemana de seiscientos treinta kilómetros de largo con dieciocho mil búnkeres, túneles y trampas para tanques. Pero su fervor por Hitler se mantuvo intacto. El 14 de junio de 1940, con París ocupada por las tropas nazis, Riefenstahl escribió a Hitler: “Con una alegría indescriptible, profundamente conmovida y llena de gratitud ardiente, compartimos con usted, mi Führer, su mayor victoria y la de Alemania, la entrada de las tropas alemanas en París. Usted supera todo lo que la imaginación humana tiene el poder de concebir, logrando hechos sin paralelo en la historia de la humanidad. ¿Cómo podemos agradecerle alguna vez? Felicitarlo es demasiado poco para expresar los sentimientos que me conmueven”. Años después explicaría: “Todos pensamos que la guerra había terminado y con ese espíritu envié el telegrama a Hitler”. En abril de 1942 empezó a filmar Tierras bajas, una película basada en una ópera de Eugen d’Alberton sobre Terra baixa, una obra catalana de 1896. Riefenstahl escribió el guion, protagonizó el film y lo editó. Fue su último largometraje. Para darle credibilidad a su película, eligió gran cantidad de extras gitanos para que dieran vida a granjeros españoles y a sus mujeres. Los gitanos llegaron de los campos de concentración del nazismo y fueron forzados a trabajar en condiciones muy duras; todos fueron enviados luego a las alambradas y a los hornos de Auschwitz. Las aguas siempre estuvieron divididas en torno al destino de aquellos extras. Riefenstahl diría años después: “Nos reencontramos con todos los gitanos que trabajaron en Tierras bajas. Nada le sucedió a nadie”. Pero en 1985, la cineasta Nina Gladitz afirmó que Riefenstahl había seleccionado en persona a los extras en los campos de concentración destinados a la etnia romaní: se basó en el testimonio de uno de los sobrevivientes. Fue demandada por Riefenstahl pero el Tribunal Regional Superior de Karlsruhe falló en favor de Gladitz y estableció que la acusada sabía que los extras llegaban de un campo de concentración, pero que no había sido informada sobre su posterior envío a Auschwitz. En 2002, poco antes de la muerte de Riefenstahl, un grupo de las etnias romaní y sinti intentó llevarla a juicio por haber negado la intención de los nazis de eliminar a ese pueblo indoeuropeo: el caso fue archivado. A modo de disculpa, Riefenstahl dijo entonces: “Lamento que sintis y romaníes hayan sufrido durante el período del nacionalsocialismo. Hoy se sabe que muchos de ellos fueron asesinados en campos de concentración”. El 21 de marzo de 1944, cuando la suerte empezaba a estar echada para el Reich de Hitler y los rusos empujaban a los alemanes desde Stalingrado hacia Berlín, Riefenstahl se casó con Peter Jacob, un oficial de las tropas de montaña del Führer y poco después tuvo con Hitler una última reunión personal. El ánimo de la cineasta ya no era el mismo: su hermano menor, Heinz, había muerto en combate contra los soviéticos en el frente oriental. Antes del derrumbe final, en abril de 1945, logró salir de la capital del Reich, asediada por el Ejército Rojo. Fue detenida por las tropas estadounidenses que intentaron que identificara a los criminales de guerra nazis que aparecían en las películas alemanas que habían capturado las tropas aliadas. Según el escritor Budd Schulberg, que en ese entonces estaba asignado por la Armada estadounidense como parte del equipo de la unidad documental que dirigía John Ford, Riefenstahl le dijo: “Por supuesto, sabes cómo son estas cosas: entendí todo muy mal. No soy política”. La cineasta fue acusada de utilizar prisioneros de campos de concentración como extras en sus películas Entre 1945 y 1948, alternó su libertad con varias estadías presa en antiguos campos de concentración, ahora administrados por los aliados. La interrogaron en Dachau sobre su vinculación con el Tercer Reich y enfrentó las tremendas imágenes de los campos que habían tomado los aliados al liberarlos y de los que, dijo, no sabía nada. El 3 de junio de 1945 fue puesta en libertad y enviada a Kitzbühel, una ciudad del Tirol austríaco. Pero el gobierno de ese país la expulsó, junto a su madre y a su esposo y la familia entera se estableció en otra región de Austria, Königsfeld im Schwarzwald. En mayo de 1947, los franceses volvieron a detenerla y la enviaron a una institución psiquiátrica de Friburgo por que fuese tratada de una supuesta depresión. En sus memorias, Riefenstahl dijo que había sido sometida a descargas eléctricas durante varios meses. Liberada de la clínica, se divorció de Jacobs y se instaló con su madre en Múnich. Fue sometida a cuatro procesos de “desnazificación”. En los dos primeros juicios, en noviembre de 1948 y julio de 1949, fue tratada como “no relacionada” con el Tercer Reich. Pero el tercero de los procesos, en Friburgo, el 16 de diciembre de 1949, Riefenstahl fue identificada como compañera de ruta, “Mitläufer”, simpatizante de los nazis: no recibió más castigo que la pérdida de su derecho a votar, una medida confirmada por la Cámara de Apelaciones de Berlín en abril de 1952. No volvió a hacer cine y su batalla personal la enfrentó a medio centenar de procesos judiciales en los que acusó de difamación a quienes le atribuían saber mucho y hablar poco de las actividades del NSDAP primero y del nazismo luego en los años anteriores a la guerra y durante ella. Riefenstahl rechazó con dureza esas acusaciones y hasta llegó a negar haber servido a la propaganda nazi; afirmaba que su trabajo había sido artístico, estético y alejado de lo político. Sus argumentos sonaban ingenuos y, acaso peor, alejado de la verdad: en 1934, después de leer el breviario ideológico del Führer, Mi Lucha, había dicho entusiasmada: “El libro me causó una gran impresión. Me convertí en una nacionalsocialista acérrima después de leer la primera página”. Cuando Riefenstahl murió, el periódico británico The Times diría: “Leni Riefenstahl es la única mujer que, por consenso general, ha alcanzado la grandeza absoluta como cineasta. Aunque eso es lo único sobre ella en lo que hay acuerdo. Ha sido retratada como archivillana y una heroína desinteresada; como mentirosa, tramposa, ingenua, racista, víctima de una sociedad patriarcal y modelo triunfante del bien del artista por el arte. Quizás el historiador de cine Liam O’Leary resumió mejor las contradicciones cuando dijo: ‘Artísticamente, es una genio y, políticamente, una bobalicona’”. Murió en 2003 a los 101 años, sin haber repudiado públicamente al nazismo ni a Hitler El “bobaliconismo”, si existe, parece un término ligero y trivial para el enorme entusiasmo proclamado por Riefenstahl hacia el Tercer Reich; pero ella defendió esa teoría como si se tratara de un madero al que aferrarse en el medio del mar tempestuoso que era ahora su vida: en 1949 había escrito a Manfred George, editor en jefe del periódico judío alemán Aubaf: “Casi me he vuelto loca por todo esto y temo que nunca podré liberarme de la pesadilla de este tremendo sufrimiento (…) ¿Dónde está mi culpa? Dime, no arrojé bombas atómicas, no he negado a nadie. ¿Dónde está mi culpa?”. Nunca nadie negó su enorme talento, celebrado en los años de posguerra. En la década de los ’60, Riefenstahl publicó una serie de fotografías extraordinarias sobre la etnia sudanesa nuba, al parecer deslumbrada por la belleza física de sus hombres y mujeres. Pero Susan Sontag, la escritora, guionista, directora de cine y filósofa de origen judío escribió que los libros que retrataban a los nuba eran una muestra más de la “estética fascista” de Riefenstahl, sobre la que siguieron lloviendo premios y distinciones. En 1972 fue fotógrafa acreditada en los Juegos Olímpicos de Múnich, otra vez el olimpismo, aquellos que fueron atacados por la guerrilla palestina “Septiembre Negro” y en los que murieron once atletas israelíes. En 1987 publicó sus memorias que se tradujeron a varios idiomas y se vendieron muy bien en todo el mundo. Participó luego, en 1992, ya a sus noventa años, del documental biográfico La maravillosa vida horrible de Leni Riefenstahl, un título abarcador y significativo, dirigido por Ray Müller, estrenado en 1993 y ganador del premio Emmy de ese año Para entonces, sobre el final de su vida, Riefenstahl vivía con su camarógrafo Horst Kettner, cuarenta años menor, que era también su ayudante en el terreno de la fotografía: vivían en una villa de mil setecientos metros cuadrados cerca del lago Starnberg, una bella ciudad alemana del estado de Baviera, a treinta kilómetros de Múnich. Allí celebró su cumpleaños el 22 de agosto de 2003, pero al día siguiente sucumbió al cáncer que la jaqueaba desde hacía varios meses. Kettner admitió que su salud se deterioraba con rapidez, que padecía algunos dolores y que estaba muy débil. Leni Riefenstahl murió el 8 de septiembre de 2003. Tenía ciento un años. Jamás repudió al nazismo.
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