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» Comercio y Justicia
Fecha: 12/09/2025 10:18
Por Federico J. Macciocchi (*) Hace pocos días se conoció una noticia inquietante: la geomembrana que impermeabilizaba el Dique 3 en la mina de uranio de Los Gigantes se habría roto. No fue un anuncio oficial. No lo comunicó ni el gobierno provincial ni nacional. Tampoco la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), responsable del proyecto de remediación. Lo supimos por el trabajo de algunos periodistas. La sospecha es grave, residuos radiactivos podrían haber drenado al río San Antonio, que desemboca en el lago San Roque, fuente de agua de más de un millón y medio de personas. Pero la reacción institucional no estuvo a la altura. No hubo alerta, no hubo conferencia, no hubo informes públicos. Hubo silencio. Silencio administrativo, silencio ambiental, silencio político. El art. 41 de la Const. Nac. reconoce el derecho de toda persona a un ambiente sano, apto y equilibrado, y que las autoridades tienen la obligación de proveer a la protección de este derecho y a la información pública ambiental. No dice “si la piden”. No dice “cuando el gobierno lo crea conveniente”. Dice que es un derecho. Y como todo derecho, implica deberes correlativos para las autoridades públicas. En este sentido, la Ley General del Ambiente prevé que los organismos públicos tienen la obligación de informar sobre el estado del ambiente y los posibles efectos de las actividades humanas. Además, establece que todo habitante puede obtener información ambiental que no esté legalmente clasificada como reservada. No es una opción. Es una obligación. No es discrecional. La Ley de Libre Acceso a la Información Pública Ambiental, establece que el acceso debe ser gratuito, no requiere justificar interés alguno, y alcanza tanto a autoridades públicas como a empresas que prestan servicios públicos. El Estado —nacional, provincial o municipal— no puede esperar a que un ciudadano presente un pedido formal. La ley impone una obligación proactiva de generar, sistematizar y difundir información ambiental relevante. Más aún, en casos de emergencia o riesgo inminente para la salud o el ambiente, la información debe ser divulgada de forma inmediata y completa. Así lo exige también el Acuerdo de Escazú, que tiene jerarquía supralegal en nuestro país. En Córdoba, la Ley Provincial de Política Ambiental (10.208) recoge estos principios y establece que la autoridad de aplicación debe garantizar canales permanentes de comunicación y sistemas de información ambiental integrados. Nada de eso ocurrió con el episodio de Los Gigantes. La Corte Suprema de Justicia de la Nación fue contundente en el caso Giustiniani c/ YPF, un antecedente paradigmático sobre acceso a la información. Allí sostuvo que el acceso a la información es un derecho que permite ejercer el control democrático sobre las gestiones estatales. Y que las autoridades estatales deben regirse por el principio de máxima divulgación, con presunción de que toda la información es pública, salvo excepciones fundadas y excepcionales. El secreto no puede ser la regla. La CNEA lleva años con un plan de remediación en Los Gigantes, donde operó una mina de uranio que dejó toneladas de residuos radiactivos. ¿Dónde está publicado ese plan? ¿Y los monitoreos? ¿Dónde están los protocolos de emergencia? La respuesta es inquietante: no están a disposición pública. O no se difunden de forma comprensible, accesible y actualizada. El derecho a la información pública ambiental no se satisface con tener los datos en un escritorio cerrado. Exige difusión activa, accesibilidad, lenguaje claro y disponibilidad oportuna. Cuando el Estado no informa, no sólo incumple la ley. También impide que la sociedad participe, controle, denuncie, proponga o exija. Desarma a la ciudadanía. La vuelve espectadora. Y en temas ambientales, eso es inaceptable. Porque la información es poder. Y sin información, no hay democracia ambiental. No hay participación. No hay prevención. Hay omisión. Y cuando esa omisión se da en una exmina de uranio con potencial riesgo radiactivo, además de negligencia hay encubrimiento institucional. Los Gigantes no es solo un caso ambiental. Es un síntoma de cómo las autoridades tratan el derecho a saber. Y de cómo la opacidad ambiental sigue siendo la regla en proyectos con alto riesgo para el ambiente, la salud y la vida de los habitantes. Esto no es un reclamo ideológico. Es una exigencia legal y constitucional. Y es urgente. Porque cada día que pasa sin información pública clara, la ciudadanía queda más expuesta. Y la confianza institucional se erosiona. Insistimos, el acceso a la información pública es la base o la condición necesaria para el ejercicio de los derechos. La ley está escrita. La jurisprudencia es clara. Lo que falta, como casi siempre, es voluntad política. (*) Abogado en causas ambientales de relevancia social. Docente de Derecho de los Recursos Naturales y Ambiental y de Derecho Público Provincial y Municipal (Facultad de Derecho – UNC). Presidente Fundación Club de Derecho.
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