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» La Capital
Fecha: 11/09/2025 22:10
En una charla con Tomás Trapé para In Situ, Javier Pérez —el Dr. Chinaski— repasa su infancia rosarina, el origen de su apodo, la devoción por Charly y Maradona y una ética del psicoanálisis que pasa “del saber supuesto al saber expuesto”. Nacido y criado en Rosario, Chinaski se presenta con un anclaje muy concreto: “Fui a la primaria al colegio inglés privado, el secundario a la pública, al Superior de Comercio” Su historia familiar asoma en paralelo: una madre comerciante que “vendía oro” y una casa apretada donde “éramos los pobres de la escuela”, mientras sus padres —separados— seguían juntos presentes en la crianza. El apodo “Chinaski” no fue una estrategia de marca sino un bautismo de amigos. Llegó en tiempos de changas y lecturas voraces: “Hacía changas mientras estudiaba, acomodaba en el teatro, y leí dos o tres novelas de Bukowski”, cuenta. Cuando pidió más, un amigo le dijo: “Tengo una biblioteca llena de Bukowski; tu nombre está ahí”, y el alias se le pegó. “Henry Chinaski es Bukowski mismo contado por sí mismo”, agrega, subrayando el espejo literario que otros le pusieron enfrente. Embed - Dr. Chinaski: "Milei no está loco, en todo caso es un cínico" La educación sentimental fue musical. En casa, los hermanos le abrían orejas y mapas: heavy por un lado, tecno pop ochentoso por el otro. En séptimo grado aparece Sui Géneris; en el secundario, los mayores le prestan los discos de Charly. “Me empiezan a pasar ‘Clics modernos’… y ‘Parte de la religión’”, recuerda, con el vértigo de quien encuentra palabras que le nombran. De Charly a Maradona, la devoción arma una religión laica. “Charly estaba persuadido de que Maradona es Dios, y es cierto”, dice, celebrando también el genio de la 10: “La pelota no se mancha, me cortaron las piernas, era el mejor haciendo televisión", y concluye: "La lengua también gambetea". El rumbo profesional, en cambio, se fue afinando sin épicas: “Ya de temprano me llega por mi tío”, cuenta sobre su interés por el psicoanálisis. La madre, en cambio, “prefería que sea músico” o que probara con matemáticas (“las limpié”, admite), pero la insistencia materna terminó confirmándole el camino propio. De ahí a la práctica hubo aprendizaje y humor. Fue mejor promedio y apuró la carrera, pero el consultorio no se llenó por arte de magia: “nadie tocaba la puerta”. Una escena doméstica que hoy convive con la pública, salir del refugio del secreto profesional para “pasar del saber supuesto al saber expuesto” y contarle a la comunidad “cómo te ganás la plata ahí adentro”. Esa exposición tiene costado ético. Frente a la pregunta por el bien y el mal, Chinaski contesta con gramática propia: “El bien decir y el maldecir. Ese es nuestro asunto, hablar quiere decir hacer cosas”, señala, y añade que uno “también es hablado”. La ética, propone, es “lo que uno se hace a sí mismo”, una guía más fértil que moralismos de eslogan. En esa línea aparece su idea del analista como alguien que renuncia al poder que le adjudican: “¿Por qué alguien va a querer renunciar a ese lugar de poder? La rareza del psicoanálisis es rechazar ese poder y ponerlo en la conversación, en la asociación libre”. No todos, sugiere, están dispuestos a ese gesto. También discute la pedagogía sentimental de época. Contra el mandato del vínculo “simétrico” y el ideal de que el amor no duela, devuelve al otro como misterio: “Lo que desgasta no es el tiempo, sino el forzamiento de la semejanza”. Y carga contra la moda del amor propio: “es un ungüento que te pasás por el cuerpo y hace que el otro te resbale”, bromea, enlazando a Alexandra Kohan para advertir cómo discursos “emancipatorios” pueden funcionar como nuevas normalizaciones. La conversación roza la política y las etiquetas psi de moda. Ante la pregunta si “Milei está loco”, es tajante: “De ninguna manera”, sin psicologismos de ocasión. Más bien, su combate va por el idioma: usar medios para “hacer viajar un mensaje” y demostrar que el psicoanálisis puede “decirse en castellano”. Esa, quizá, sea su apuesta —medio rosarina, medio rockera— por el bien decir.
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