09/09/2025 11:02
09/09/2025 11:00
09/09/2025 11:00
09/09/2025 11:00
09/09/2025 10:59
09/09/2025 10:58
09/09/2025 10:57
09/09/2025 10:55
09/09/2025 10:55
09/09/2025 10:54
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 09/09/2025 04:47
Samantha Smith, la niña que desafió a la Guerra Fría con una carta por la paz (samanthasmith.info) Hoy tendría cincuenta y tres años. Quién sabe cómo hubiera evolucionado su vida, cuáles caminos hubiesen tomado sus ideas; tal vez sería una pacifista, acaso la hubieran honrado con un Nobel de la Paz: el Comité Noruego del Nobel le dio ese premio a cada personaje, que bien podrían haberlo puesto en las manos de Samantha Reed Smith de haber vivido lo suficiente para recibirlo. Pero Samantha murió a los trece años, en un accidente aéreo, tres años después de haber enviado una carta al líder de la Unión Soviética en la que lo instaba a la paz y a no emplear armas atómicas. El líder de la URSS, que entonces era Yuri Andropov le contestó, las dos cartas se hicieron famosas en todo el mundo y la pequeña Samantha también. Su historia trágica se perdió un poco en el tembladeral del olvido, pese a que monumentos, sellos de correos y hasta asteroides la recuerdan en sordina. Su inocencia tal vez haya sido entonces incómoda, y hoy también. Cuando suenan los tambores de guerra, las voces de la paz perturban, fatigan, enfadan. ¿Qué diría hoy Samantha del mundo que no llegó a ver? Es un misterio. Pasa siempre con la muerte joven: sabemos muy bien quién es el que se va, pero nunca sabremos quién pudo haber sido. Samantha nació el 29 de junio de 1972, en Houlton, en el estado de Maine, bien al noreste de Estados Unidos y en el límite con Canadá: es el estado que hizo famoso las páginas de terror y suspenso escritas por Stephen King. Aquel año en el que nació Samantha era uno tumultuoso en su país y en el mundo al que llegó apenas doce días después de que cinco ladrones, que no eran ladrones sino espías al servicio de la Casa Blanca, hubieran irrumpido en el edificio Watergate de Washington para instalar micrófonos y para intervenir los teléfonos de la sede del Partido Demócrata; el caso le iba a costar la presidencia a Richard Nixon en 1974, aunque fue reelecto en noviembre de ese año turbulento. Fue el mismo año en el que Nixon se animó a visitar China, aconsejado por su brazo de hierro ideológico, Henry Kissinger, para que esa nueva era comercial y de dudosa amistad entre los dos países menguara un poco el poderío soviético que lideraba entonces Leonid Brezhnev. Fue el año en el que en Alemania se hicieron fuertes los ataques guerrilleros de la Fracción Ejército Rojo, que amenazaban a la socialdemocracia de ese país; fue el año en el que se sucedieron varias pruebas atómicas, en tierra y en los mares, y en el que un loco lastimó a martillazos a La Piedad, de Miguel Ángel, en plena basílica de San Pedro; fue el año en el que los Juegos Olímpicos de Múnich se ensangrentaron con el asesinato de once atletas israelíes a manos de la organización guerrillera palestina Septiembre Negro. Esos tambores acunaron los primeros sueños de Samantha. (samanthasmith.info) Su padre, Arthur, era profesor de literatura en la Universidad de Maine y su mamá, Jane, era asistente social: un hogar humanista que crio a una chica humanista. Cuando tenía cinco años, Samantha escribió una carta a la reina Isabel II de Gran Bretaña, sólo para dejarle en claro a su Majestad que le caía muy simpática. En 1980, a sus ocho años, la familia dejó Houlton y se instaló en Manchester, también en Maine, de modo que Samantha estudió en la Escuela Elemental de Manchester. Dos años después, en 1982, le escribirá su carta personal al líder soviético Yuri Andropov que ese mismo año había sido elegido Secretario General del Partico Comunista de la Unión Soviética luego de la muerte de Brezhnev; al año siguiente fue nombrado presidente del Presidium del Sóviet Supremo de la URSS: el máximo poder. Fue la mamá de Samantha, Jane, quien contó luego, cuando todo empezó a rodar como una gran bola de nieve, cómo había nacido la carta que la muchachita le escribió a Andropov. Cuando cambió la conducción política en la URSS, los diarios y revistas estadounidenses le dedicaron tapas, editoriales y artículos destacados, casi ninguno a favor del nuevo líder soviético. Eran aquellos los días de abundantes pruebas nucleares y de masivas protestas, en Estados Unidos y en Europa, contra esos ensayos. El cine también tuvo algo que ver en aquel ambiente de psicosis colectiva. Se había filmado y estaba por estrenarse, sería recién en 1983, una película destinada a la televisión que emitiría finalmente la cadena ABC. La dirigió Nicholas Meyer y la protagonizaron el gran Jason Robards y John Lithgow. Se llamó The day after (El día después) y planteaba un conflicto entre las fuerzas de la OTAN y las del Pacto de Varsovia que escalaba, indetenible, y provocaba un ataque nuclear a gran escala entre Estados Unidos y la URSS: la acción estaba centrada en una localidad de Kansas, Lawrence, donde estallaba un artefacto nuclear. En 1982 el mundo, en especial Estados Unidos, no era ya el tumultuoso mundo que había recibido a Samantha, pero tampoco era un jardín de rosas. Gobernaba Ronald Reagan, que un año antes había salvado su vida por milagro luego de un atentado a balazos en Washington, y la famosa coexistencia pacífica entre las dos grandes potencias se había escurrido por las alcantarillas más oscuras de la Guerra Fría; Reagan había instalado en Europa un arsenal de misiles balísticos crucero y Pershing; la Unión Soviética hacía tres años que estaba hundida en una guerra sin destino en Afganistán; Estados Unidos iba a financiar a los grupos afganos que luchaban contra la URSS y labrarían así el nacimiento de los talibanes. Un polvorín. (samanthasmith.info) A manos de Samantha Reed Smith llegó un ejemplar de la revista Time y, después de leer sus páginas con atención y con el discernimiento de una chica de diez años, se plantó ante su madre, que contó la historia, con una pregunta sobre la URSS y sobre Andropov: “Si la gente le tiene tanto miedo, ¿por qué alguien no le escribe una carta preguntándole si quiere o no hacer una guerra?”. La mamá, quién sabe si para sacarse de encima una pequeña espina infantil de martes a la mañana, cuando está todo por hacer en la casa, salió del paso con otra pregunta: “¿Por qué no le escribís vos una carta?”. ¿Qué esperaba aquella mujer que hiciera su hija, criada en un hogar humanista de profesores, asistentes sociales, buena música, libros y preguntas? En noviembre de 1982, Samantha empuñó su lapicera, se sentó frente a un papel en blanco y lejos del temor reverencial ante ese espacio intimidante, escribió una carta a Yuri Andropov. Es la que sigue: “Estimado señor Andropov. Me llamo Samantha Smith. Tengo diez años de edad. Felicitaciones por su nuevo trabajo. Estuve preocupada pensando en la posibilidad de que Rusia y los Estados Unidos se involucren en una guerra nuclear. ¿Votará por la guerra o no? Si no, por favor cuénteme cómo ayudará a evitar una guerra. Esta pregunta no la tiene que responder, pero me gustaría saber por qué quieren conquistar el mundo o al menos nuestro país. Dios hizo el mundo para que viviéramos juntos en paz y no para pelear. Atentamente, Samantha Smith”. Eran frases candorosas, sencillas y hasta crédulas. Habían nacido de una mente y de una mano infantil, sacudidas ambas por el temor a la guerra y al dominio soviético. Eran frases poco expertas, pero valientes. En el Kremlin se lo tomaron todo muy en serio. Alguien vio la posibilidad de usar la carta para llevar adelante una típica campaña de propaganda comunista; así fue como los lobos se calzaron la ropa de unos tiernos corderitos. Andropov era un lobo. Tenía sesenta y ocho años en 1982, había nacido en 1914, y era miembro destacado del Partido Comunista desde un poco antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1939. En 1956 fue diplomático, o algo así: embajador en Hungría desde 1954 tuvo decidida intervención en la sangrienta liquidación de la revolución anticomunista húngara de octubre de 1956. Su padre, Arthur, era profesor de literatura en la Universidad de Maine y su mamá, Jane, era asistente social. A los cinco años, le escribió una carta a la reina Isabel II de Gran Bretaña, para decirle que le caía muy simpática (samanthasmith.info) En 1967, Andropov fue nombrado director de la KGB, la agencia de inteligencia soviética y desde allí dirigió gran parte de la política exterior de la URSS: fue un embrión de Vladimir Putin, también ex director de la KGB y hoy en el poder desde hace más de dos décadas, y simbolizó la supremacía de los organismos de inteligencia por sobre la política y los políticos de la URSS. Fue por iniciativa de Andropov que el escritor Aleksandr Solzhenitsyn, que sería luego Nobel de Literatura, fue privado de la ciudadanía soviética y expulsado de la URSS; en 1980, bajo el puño de Andropov, el físico Andréi Sajarov, futuro Nobel de la Paz, fue desterrado a Gorki, le impidieron investigar y lo privaron de una línea telefónica. Fue durante el régimen de Andropov, que fue breve, se usó contra los disidentes soviéticos la llamada “psiquiatría represiva”, una red de hospitales que supuestamente trataban enfermedades mentales pero eran usados para castigar a los soviéticos díscolos. Ese lobo tomó en sus manos la infantil carta de Samantha Reed Smith y la contestó, o encargó que la contestaran. En el Kremlin se tomaron su tiempo. Primero, la carta de la chica americana fue publicada por el órgano oficial, Pravda; luego, el 25 de abril de 1983, Samantha recibió la respuesta de Andropov, un panfleto de propaganda. Es la siguiente: La niña estadounidense Samantha Smith visitando la URSS por invitación del secretario general del Comité Central del PCUS, Yuri Andropov, en el campamento pionero Artek de toda la Unión “Estimada Samantha: Recibí tu carta, que es como tantas otras que me llegaron en este tiempo de tu país y otros países del mundo. Me parece –lo infiero por tu carta– que eres una niña valiente y honesta, parecida a Becky, la amiga de Tom Sawyer en el famoso libro de tu compatriota Mark Twain. Este libro es muy conocido y querido por todos los niños en nuestro país. Dices que estás ansiosa por saber si habrá una guerra nuclear entre nuestros países. Preguntas si estamos haciendo algo para evitar la guerra. Tu pregunta es la más importante de las que se puede hacer cualquier persona inteligente. Te responderé seria y honestamente. Sí, Samantha, nosotros en la Unión Soviética tratamos de hacer todo lo posible para que no haya guerras en la Tierra. Esto es lo que quieren todos los soviéticos. Esto es lo que nos enseñó el gran fundador de nuestro Estado, Vladimir Lenin. El pueblo soviético sabe muy bien cuan terrible es la guerra. Hace cuarenta y dos años, la Alemania nazi, que buscaba dominar el mundo entero, atacó a nuestro país, quemó y destruyó miles de nuestros pueblos y villas, mató a millones de hombres, mujeres y niños soviéticos. En esa guerra, que terminó con nuestra victoria, fuimos aliados de los Estados Unidos: juntos peleamos por la liberación de mucha gente de los invasores nazis. Supongo que sabrás esto por tus clases de Historia en la escuela. Hoy ansiamos vivir en paz, comerciar y cooperar con nuestros vecinos de esta Tierra, con los cercanos y los lejanos. Y por supuesto con un gran país como son los Estados Unidos. En los Estados Unidos y en nuestro país hay armas nucleares, armas terribles que pueden matar millones de personas en un instante. Pero no queremos que sean jamás usadas. Por eso precisamente es que la Unión Soviética declaró en forma solemne por todo el mundo que nunca, nunca será la primera en usar armas nucleares contra ningún país. En general nos proponemos detener su producción futura y proceder a la destrucción de todos los arsenales existentes. Me parece que esta es suficiente respuesta a tu segunda pregunta: “¿Por qué quieren hacerle la guerra al mundo o al menos nuestro país?”. No queremos nada parecido. Nadie en nuestro país, ni trabajadores, ni campesinos, ni escritores ni doctores, ni grandes ni chicos, ni miembros del gobierno, quiere una guerra grande o pequeña. Queremos la paz; hay cosas que nos mantienen ocupados: sembrar trigo, construir e inventar, escribir libros y volar al espacio. Queremos la paz para nosotros y para todos los pueblos del planeta. Para nuestros niños y para ti, Samantha. Te invito, si tus padres te lo permiten, a que vengas a nuestro país; el mejor momento es este verano. Podrás conocer nuestro país, encontrarte con otros de tu edad, visitar un centro internacional de la juventud, ‘Artek’, a orillas del mar. Y verlo con tus propios ojos: en la Unión Soviética, todos quieren la paz y la amistad de los pueblos. Gracias por tu carta. Jovencita, te deseo lo mejor. Y. Andropov”. La historia de Samantha Smith, la joven estadounidense que escribió a Yuri Andropov y se convirtió en símbolo de paz mundial (samanthasmith.info) Fue un boom; el mundo entero supo de las dos cartas y quiso conocer a la chica que le había escrito al oso ruso. Samantha fue reporteada, su corta vida fue retratada por diarios y revistas, el entonces rey de la televisión, Johnny Carson, la entrevistó en su show, The Tonight Show, que veían millones de personas. Y Samantha y sus padres aceptaron la invitación de Andropov. El 2 de julio de 1983, los Reed Smith volaron a Moscú para pasar dos semanas como invitados especiales del máximo dirigente soviético. Visitaron la capital y la legendaria y heroica Leningrado, que es hoy San Petersburgo, y se sintieron fascinados por el trato que le dieron los soviéticos y la cantidad de regalos que les hicieron. Samantha diría en una conferencia de prensa que los rusos “son iguales a nosotros”. También pasó unos días en “Artek”, el principal centro del movimiento de “pioneros soviéticos”, instalado en Crimea. Samantha no quiso alojarse en el sitio que le tenían reservado y eligió compartir dormitorio con otras nueve chicas rusas, en un edificio donde todos, pioneros y profesores, dominaban el inglés. En ese centro de formación, como en los típicos campamentos escolares estadounidenses, nadó, aprendió algo de ruso, cantó canciones tradicionales y hasta lució el uniforme de los “pioneros”, pañuelo al cuello. Entabló amistad con una chica de Leningrado, Natasha Kashirina. Todo estuvo documentado y difundido por la prensa soviética que publicó decenas de artículos y fotos durante y después de la visita. Sólo faltó el encuentro con Andropov, conversaron por teléfono, que padecía ya una seria enfermedad renal: murió siete meses después, el 9 de febrero de 1984. Samantha y sus padres regresaron a Maine el 22 de julio de 1983. La chica era poco menos que una heroína, convertida ya en una activista política y pacifista. En 1984 llegó a presentar un especial infantil para Disney en el que entrevistaba a los candidatos a presidente de Estados Unidos. Viajó junto a su madre a Japón y conversó con el entonces primer ministro Yasuhiro Nakasone y fue la estrella del Simposio Internacional de la Juventud, celebrado en Kobe. Allí pronunció un discurso con una propuesta original, imposible de cumplir y con el sello de su ingenuidad: dijo que los mandatarios soviéticos y estadounidenses deberían intercambiar sus nietos dos veces por año, porque ninguno “mandaría tirar una bomba contra un país que visitara uno de sus nietos”. Samantha no tenía todo a su favor. Parte de la sociedad estadounidense, en especial inmigrantes soviéticos, pensaban que se había convertido en una agente de propaganda del régimen de la URSS. Ella luego escribió un libro en el que contó su Viaje a la Unión Soviética, ese era el título, y fue convocada para protagonizar una serie de televisión, Lime Street, junto al consagrado Robert Wagner, con un argumento sencillo: un viudo que cría a sus dos hijas mientras investiga para una compañía de seguros. Samantha Reed Smith fue invitada a participar de actividades culturales en la Unión Soviética y de regreso a Estados Unidos fue vista por algunos ciudadanos con recelo (samanthasmith.info) Entonces llegó la tragedia. El 25 de agosto de 1985, sobre el final del verano boreal, Samantha Smith y su padre regresaban a casa después de filmar uno de los capítulos de Lime Street a bordo de un Beechcraft 99, de la compañía Bar Harbor Airlines. Era un bimotor turbohélice, con capacidad para transportar a quince personas. La aeronave cayó a tierra doscientos metros antes de la pista de aterrizaje del aeropuerto de Auburn-Lewiston, de Maine: murieron sus ocho ocupantes, Samantha, su padre, otros cuatro pasajeros y dos tripulantes. De inmediato, las teorías conspirativas tiñeron al accidente de un plan criminal llevado adelante por la CIA, o de otro plan igual de criminal ejecutado por la KGB dado que la creciente popularidad de Samantha podía afectar las decisiones políticas o militares de las dos potencias. El informe final sobre el accidente reveló que en el momento del accidente, eran las diez y cinco de la noche, caía un aguacero, estaba muy oscuro, la visibilidad era escasa y los pilotos no tenían experiencia suficiente para lidiar con esa realidad, agravada además por un fallo en los radares que, en otro momento, no debería siquiera haber inquietado a ningún piloto. Unas mil personas acompañaron a Samantha Reed Smith, de trece años, y a su padre, hasta el cementerio de Houlton la ciudad natal de la chica; entre ellos, un diplomático de la embajada soviética en Washington, Vladimir Kulagin, que leyó un mensaje personal de condolencia de Mikhail Gorbachov, flamante Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la URSS. En cambio, no hubo representante alguno del gobierno de Estados Unidos. El 25 de agosto de 1985, cuando solo tenía trece años, la niña falleció en un accidente de avión junto a otras siete personas (samanthasmith.info) Una ola de homenajes despidió de este mundo la breve vida de Samantha Reed Smith. Su madre creó una fundación con su nombre que durante diez años fomentó el intercambio de estudiantes entre Estados Unidos y la URSS y hoy apoya programas similares sin fines de lucro. En Maine, el primer lunes de junio es el “Día de Samantha Smith”; una estatua la recuerda en Augusta y la muestra en momentos en que suelta una paloma, con un osezno a sus pies: el osezno es el símbolo de Maine y de alguna forma el de la URSS; una escuela en el estado de Washington, en el noroeste del país, lleva su nombre; la URSS emitió un sello de correos el 8 de septiembre de 1985, menos de un mes después de su muerte; un sensacional diamante de 32,7 quilates hallado en Siberia lleva el nombre de Samantha, como lleva su nombre un cultivo especial de tulipanes de los botánicos soviéticos; Samantha Smith se llama un barco transoceánico de pasajeros; la astrónoma Lyudmila Chernykh, que descubrió el asteroide 3147 lo llamó Samantha y envió a la madre de la muchacha el certificado oficial. En Leningrado un grupo de espectáculos infantiles cobijado por UNICEF se llama Samantha y una estatua la recuerda en Moscú. Con el desmantelamiento de la URSS en 1991, el culto soviético a Samantha Smith cayó en el olvido. Recién en 2000 los diarios recordaron su vida y entrevistaron a Jane, su madre. Ese fue el canto del cisne. La vida de la muchacha que le escribió al líder soviético para saber si iba a declarar o no una guerra nuclear, se perdió en el olvido desde hace ya más de un cuarto de siglo. De vez en vez alguien la recuerda y evoca también una época irrepetible. Son casi actos de contrición. Siempre terminan por sonar más fuertes los tambores.
Ver noticia original