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  • Gaza y el espejo de Israel

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 06/09/2025 07:39

    Palestinos en Gaza La guerra en el enclave palestino entra en un nuevo punto de inflexión. Tras casi dos años de combates, el ejército israelí se dispone a lanzar la operación más difícil y costosa: la irrupción en el corazón urbano bajo control de Hamas. No se trata solo de una batalla militar, sino de un momento definitorio para la imagen de Israel y para cómo la comunidad internacional percibe el conflicto. El cálculo militar es claro: el centro urbano representa el último bastión simbólico y logístico de la organización terrorista. Controlarlo supondría golpear su capacidad de mando y reafirmar el objetivo de impedir que vuelva a constituirse como poder territorial. Pero la guerra urbana, con sus túneles, emboscadas y población atrapada en medio del fuego, favorece siempre al defensor. Israel cuenta con drones, inteligencia artificial y tropas altamente entrenadas, pero las bajas serán inevitables. Cada edificio derrumbado y cada soldado caído se suman a una cuenta que ya es demasiado alta. Ese costo militar se proyecta sobre un terreno aún más complejo: el diplomático y simbólico. Israel combate en dos frentes. Por un lado, busca destruir a Hamas en el terreno. Por otro, enfrenta acusaciones de genocidio y crímenes de guerra en tribunales internacionales y en la opinión pública global. La paradoja es evidente: mientras gobiernos árabes y occidentales reconocen que Hamas es un obstáculo para la estabilidad regional, una parte significativa de la sociedad civil en Europa y Estados Unidos lo reivindica como emblema de resistencia. Allí donde las elites miran con recelo, las multitudes lo elevan a símbolo, multiplicando la presión sobre Jerusalén. Las acusaciones de genocidio, más allá de su fragilidad jurídica, han calado hondo en la narrativa global. Cada imagen de destrucción alimenta la idea de desproporción intolerable. La distinción entre operaciones militares legítimas y violaciones al derecho internacional se vuelve difusa en un mundo donde las redes sociales actúan como tribunal. Israel insiste en que su enemigo utiliza civiles como escudos, pero la percepción dominante en buena parte de la opinión pública es la de un Estado que responde al terror con fuerza desmesurada. Ese relato erosiona su legitimidad y fortalece a quienes buscan aislarlo diplomáticamente. El mundo árabe se mueve en un delicado equilibrio. Ninguna capital de peso quiere ver a Hamas fortalecido: Egipto, Jordania y las monarquías del Golfo lo consideran un agente de inestabilidad y una prolongación de la influencia iraní. Sin embargo, esos mismos gobiernos deben administrar sociedades sensibilizadas con la causa palestina, lo que los obliga a denunciar públicamente a Israel mientras negocian discretamente posibles escenarios de administración post-Hamas. El doble discurso no es un lujo, sino una necesidad de supervivencia interna. Estados Unidos y Europa enfrentan una contradicción similar. Estratégicamente, no pueden abandonar a Israel. Pero la indignación de sus sociedades civiles, sobre todo entre los jóvenes, erosiona el consenso que durante décadas garantizó apoyo automático. En Washington, el dilema se intensifica en un ciclo electoral donde la política exterior se convierte en arma arrojadiza. En Bruselas, el tema se entrelaza con la crisis migratoria y el avance de fuerzas extremistas que instrumentalizan el conflicto para polarizar a sus electorados. La guerra no se libra solo en los escombros, también en las urnas. El tablero regional añade una dimensión inesperadamente irónica. En 2024, la caída del régimen de Bashar al-Assad y la destrucción del liderazgo histórico de Hezbollah redujeron drásticamente la proyección iraní en Siria y en la frontera norte de Israel. Luego, en 2025, Israel y Estados Unidos llevaron a cabo la llamada “guerra de 12 días” contra la estructura militar iraní, destruyendo dos de sus principales reactores nucleares y neutralizando centros de mando, arsenales y capacidades de despliegue. La operación no eliminó por completo las ambiciones atómicas de Teherán, pero retrasó significativamente su proyecto nuclear y golpeó la capacidad operativa de su ejército estratégico. A primera vista, Israel parecía haber alcanzado lo que pocos creían posible: reducir la influencia de sus principales adversarios estratégicos. Sin embargo, es en el territorio bajo control de Hamas donde la legitimidad del Estado se juega hoy, y ese campo de batalla no puede medirse únicamente en términos militares. Hamas, aunque debilitado, conserva un capital simbólico difícil de erradicar. Cada ruina, cada familia desplazada, se transforma en propaganda que alimenta su narrativa de resistencia frente a un enemigo superior. Puede perder posiciones y comandantes, pero gana en relato. Esa capacidad de proyectarse como víctima y héroe simultáneamente mantiene vivo su mito en el imaginario global. El costo humano se vuelve el centro de la batalla política. Miles de civiles palestinos han muerto, aunque las cifras provienen en gran medida de fuentes controladas por Hamas, lo que dificulta separar realidad de propaganda. Aun así, la percepción internacional se inclina hacia la idea de una tragedia humanitaria sin precedentes. Israel enfrenta un dilema insoluble: cuanto más avanza hacia sus objetivos militares, más se deteriora su imagen global. El impacto geopolítico de esta etapa es profundo. Israel busca demostrar que ningún ataque como el del 7 de octubre podrá repetirse, pero corre el riesgo de quedar atrapado en un conflicto interminable que consuma recursos y desgaste legitimidad. Irán, aunque golpeado, aprovecha cada grieta para sostener a sus aliados en Irak, Yemen y lo que queda de su red en Siria y El Líbano. Las monarquías del Golfo calibran cuidadosamente sus movimientos: quieren un Medio Oriente más estable y abierto a la cooperación económica, pero no pueden ignorar que cada bombardeo erosiona su margen de maniobra diplomática. Europa enfrenta un dilema existencial. El continente que juró nunca más permitir el antisemitismo se encuentra con un resurgimiento de discursos hostiles hacia los judíos. En ciudades como París, Berlín o Londres, la diáspora siente que su identidad se convierte en un blanco. Israel, que nació como refugio y garantía de seguridad, se transforma paradójicamente en la causa de nuevas tensiones para sus comunidades en el exterior. En Estados Unidos, la fractura generacional sobre el conflicto es cada vez más visible, debilitando el consenso bipartidista histórico. En última instancia, la ofensiva será mucho más que una campaña militar. Será un espejo donde Israel deberá medirse: equilibrar su derecho a defenderse con la necesidad de no perder la batalla de la legitimidad. La victoria en el terreno puede ser parcial y efímera si no va acompañada de una estrategia política y diplomática que construya una alternativa viable de gobernanza. Sin ella, la operación corre el riesgo de alimentar un ciclo de destrucción y resentimiento que multiplique la legitimidad de Hamas en los espacios donde menos se lo espera: las calles de Occidente. Israel no puede permitirse la derrota, pero tampoco puede asumir los costos de una victoria sin salida. La paradoja de este momento es evidente: una guerra necesaria para garantizar la seguridad nacional que, al mismo tiempo, corre el riesgo de aislar al Estado y alimentar la narrativa de sus adversarios. Entre los escombros, los túneles y las calles devastadas se mide algo más que fuerza militar: se mide la capacidad de un Estado para combinar defensa, ética y estrategia en un escenario donde todos observan y juzgan. La verdadera prueba de esta campaña no será solo territorial ni táctica, sino histórica: si Israel logra emerger del laberinto de violencia y propaganda con su legitimidad intacta, entonces habrá demostrado que la supervivencia y la autoridad pueden coexistir, incluso en las sombras más densas de la guerra.

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