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» Diario Cordoba
Fecha: 03/09/2025 10:04
El ruido ya no es accidente, sino atmósfera; como una calima pegajosa que se filtra por rendijas y pupilas, lo invade todo con su zumbido de colmena sin reina. Hay un estrépito visible -motores, altavoces, pantallas- y hay, peor todavía, un estrépito íntimo: notificaciones que colonizan el alma hasta convertirla en zoco. El hombre que buscaba la sombra del claustro o el tapiz del patio para rumiar su destino ya no se concede pausa; ha empeñado el silencio, joya heredada, por abalorios de urgencia. Y así vivimos con prisa prestada, como si la quietud fuese sospechosa. El silencio no es mudez: es lenguaje radical, gramática donde se conjugan la atención, la memoria y la plegaria. Sólo en silencio el pensamiento cobra espesor; sólo en silencio la amistad sostiene su hondura, cuando escuchamos sin preparar la réplica; sólo en silencio un niño descubre el temblor de la página que se abre y un viejo el peso de la palabra que no caduca. María Zambrano enseñó que la claridad es aurora, no foco: llega despacio, tras noche larga. Pascal lo sabía: «Toda la desgracia del hombre proviene de no saber permanecer en reposo en su habitación». Se teme el silencio como inhóspito páramo y se le confunde con censura. No: el silencio es hospitalidad alta. Protege la verdad incipiente -esa que aún balbucea-, permite la contrición que no se exhibe, consuela sin aspavientos y devuelve a las cosas su peso. Gracián recomendó el «retraimiento»: retirarse un paso para que el mundo entre sin atropello. Bernanos denunció la civilización del nivelado, donde la intimidad se subasta al precio de la ocurrencia más rápida. El ruido halaga porque dispensa del examen; el silencio incomoda porque nos sienta en el banquillo de la conciencia. Córdoba enseña, en sus patios, la liturgia del callar: a la hora de la siesta el agua suena, pero no grita; el sol, domado por celosías, aprende modales; una conversación baja basta para que la vida siga. Ese pudor urbano -también del alma- conviene restituirlo en casas, escuelas y templos. Sin silencio no hay estudio; sin silencio no hay culto; sin silencio no hay amor. «Música callada, soledad sonora»: san Juan de la Cruz dejó el oxímoron que desarma a los parlantes. El mundo moderno, empeñado en exhibirse, ha encogido el misterio hasta hacerlo eslogan. ¿Cómo se conquista este lujo? Con leyes pequeñas y obstinadas: apagar lo que distrae, ordenar lo que reclama, reservar un tramo del día -breve, pero inviolable- para que el tiempo decante. Silencio de lengua -para no herir-; silencio de pantalla -para que la mirada reaprenda a mirar-; y silencio de juicio, ese runrún que desazona. No es misantropía: es cortesía con el alma y con los otros. Lo demás vendrá por añadidura: la lectura que prende, la oración que sostiene, la conversación que al fin merece ese nombre. Cuando una ciudad readquiera el gusto por callar -no por miedo, sino por respeto- volverá a entenderse; y quizá, en el hueco que deja el ruido al retirarse, escuche de nuevo lo que importa. *Mediador y escritor
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