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» Diario Cordoba
Fecha: 31/08/2025 02:14
Una de las características más notables de la serie Black Mirror, que ha llegado ya a las siete temporadas, es que la gran mayoría de episodios distópicos se nos presentan como futuras realidades posibles, incluso probables. Este es el terror auténtico: pensar que lo que vemos quizás ya está pasando de verdad o que falta poco para que pase, más allá de la ficción. En el primer episodio (seguro que muchos lo recuerdan), un tipo secuestra a un miembro de la familia real británica y, para liberarla (es una princesa), exige que el primer ministro tenga relaciones sexuales con un cerdo y que esa escena de zoofilia sea retransmitida en directo sin trampas. Tras muchas dudas (morales, políticas, personales) y muchas presiones, Michael Callow, el primer ministro, accede a ello. La repercusión es enorme, con cientos de miles de espectadores dispuestos a contemplar la humillación. En uno de los últimos episodios de Black Mirror -se llama Una pareja cualquiera- el argumento es similar. El detonante de la historia es una humillación contemplada. Una mujer entra en coma y cuando ya parece que no hay nada que hacer se presenta en el hospital una representante de la agencia Rivermind que ofrece la posibilidad de una resurrección. Efectivamente, si te apuntas a los servicios de la compañía, puedes recuperar el latido y la conciencia, pero con alguna restricción. Como ocurre a menudo con las aplicaciones informáticas y con otras ofertas comerciales aparentemente económicas, para conseguir el mismo nivel de prestaciones que tenías en los inicios debes ir ampliando la suscripción. El marido va pagando (plus, superplus, prestige, deluxe) con el objetivo de mantener la ilusión de vida. Se arruina y, cuando ya no puede más, recurre a una página web donde ofrece su cuerpo a cambio de dinero. De hecho, se ofrece a la vejación autoinfligida según los deseos de los voyeurs, que ven cómo sufre obedeciendo sus órdenes indignas. El final, claro, es desolador. Como ha ocurrido recientemente en Francia con este pobre hombre, de nombre Raphaël Graven, conocido como Jean Pormanove. Ya saben la noticia: después de doce días encerrado en casa, en una sesión continua de 289 horas de violencia física y verbal retransmitida en directo por la plataforma Kick, un día, de madrugada, también en directo, tumbado en una colchoneta, ya no responde a los improperios de quienes dirigen y ejecutan la tortura. Muere extenuado, mientras dormía. Había, al menos, 10.000 personas conectadas. Y muchas más, muchas, miles de individuos, que habían participado en un aquelarre diabólico que, en principio, era consentido a cambio de dinero. Sin embargo, la cuestión moral que se nos plantea no se centra en Graven o en otros streamers dispuestos a la degradación, sino en los que la contemplan. En los que le jalean y participan del insulto, en los que pagan por disfrutarlo. Ya no se trata de esa conocida reflexión de W.H. Auden sobre la indiferencia ante el sufrimiento. En la escala de la putrefacción moral, hemos subido, como humanidad, un escalón. Lo posible o probable es ya un hecho consumado.
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