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  • Día 616: ¿Milei está adoptando pensamientos corruptos en su enfoque político?

    Parana » Informe Digital

    Fecha: 25/08/2025 18:32

    La llegada de Javier Milei al Gobierno ha provocado un sismo significativo en múltiples aspectos de la política argentina. Además, ha reavivado el debate teórico sobre economía, política y filosofía en el ámbito público. En un momento donde las denuncias de corrupción sacuden al Gobierno, es pertinente preguntarnos qué enseña la escuela austriaca de Economía acerca de la corrupción. ¿Es la corrupción un fenómeno totalmente opuesto a los principios de esta corriente de pensamiento, o se encuentra en su individualismo una justificación implícita para tales actos? En psicología, el concepto de “caja negra” se refiere a la mente humana como un sistema interno cuyo funcionamiento no es observable directamente. Solo pueden examinarse los estímulos (lo que entra) y las respuestas (lo que sale), sin conocer los procesos mentales que ocurren en el medio. Este enfoque es propio del conductismo, que se centra en la conducta observable y evita especular sobre pensamientos o emociones internas. En esencia, la mente es vista como una “caja negra”: sabemos qué entra y qué sale, pero ignoramos lo que sucede en su interior. ¿Por qué afirmamos todo esto? Porque, por definición, no sabemos qué acontece en la cabeza de Milei, pero podemos observar sus declaraciones y las teorías que rigen su vida y su manera de pensar, lo cual nos proporciona claves valiosas para comprender su forma de razonamiento. En la tradición de la Escuela Austríaca, Ludwig von Mises expuso en 1944 una idea que hoy en día resulta trágicamente vigente: “No es realista esperar que quienes manejan fondos públicos se comporten de modo diferente al resto de los hombres. Lo único seguro es reducir al mínimo el poder discrecional que se les confiere”. Esta afirmación se deriva de su principio metodológico central: el individualismo metodológico. Como escribió Mises en 1949 en “La acción humana”, toda acción humana emana de un actor individual que busca maximizar sus beneficios y minimizar sus pérdidas. No existen abstracciones colectivas, solo individuos con objetivos propios. El problema surge cuando esta lógica se aplica a la política. Si todo individuo actúa por interés, lo harán también los políticos y burócratas, incluso aquellos que forman parte de organismos de control diseñados para limitar abusos y corrupción. De este modo, se reproduce una paradoja: los mismos mecanismos que deberían corregir los vicios del poder están permeados por los mismos incentivos que generan la corrupción. O, en términos clásicos: ¿quién vigila a los vigilantes? Esta tensión fue retomada por la teoría de la elección pública, especialmente por James Buchanan y Gordon Tullock en “The Calculus of Consent”, publicado en 1962. En esa obra sostienen que los políticos, legisladores y burócratas no persiguen un supuesto “interés general”, sino que responden a los mismos incentivos que un empresario privado: buscan votos, presupuesto, poder e influencia. Como diría Buchanan: “La política sin romanticismos”. El resultado es que el Estado se transforma en un espacio de intercambio donde cada actor maximiza su utilidad, incluso a costa de la corrupción. Las críticas no tardaron en manifestarse. Economistas keynesianos, institucionalistas e incluso filósofos políticos señalaron que esta visión eliminaba toda posibilidad de ética cívica o altruismo en la vida pública. Si las instituciones solo pueden diseñarse teniendo en cuenta hombres motivados por el interés propio, entonces ningún sistema normativo puede blindarse contra la corrupción, ya que quienes deben vigilar son tan susceptibles como los vigilados. De esta manera, lo que en Mises era una recomendación práctica—limitar la discrecionalidad estatal—termina funcionando más como un programa normativo que como una solución efectiva al dilema. En este contexto, el presidente Javier Milei se presenta como un heredero de las interpretaciones más radicalizadas. Su célebre frase “El Estado es una organización criminal” no es un capricho excéntrico, sino un eco de Murray Rothbard, figura central de la Escuela Austríaca y padre del anarcocapitalismo. Como señala el propio Milei, Rothbard afirmaba que “el Estado es una organización criminal”. Esta idea fue repetida por Milei dos meses después de asumir, durante una entrevista en LN+. En “For a New Liberty”, de 1973, Rothbard argumentaba que el Estado actúa como una mafia: se sustenta en la extracción coercitiva de recursos, tales como impuestos, regulaciones y monopolios legales, a individuos que no consienten ese saqueo. Para él, el Estado es ilegítimo por definición, y su estructura equivale a un robo institucionalizado. Desde esta perspectiva, la lógica se torna aún más corrosiva: si el Estado es criminal, apropiarse de recursos del Estado no es un delito, sino una forma de “restitución”. Desde este ángulo, las conductas de Milei y su círculo cercano—personas implicadas en casos como el escándalo de Libra o el otorgamiento de contratos—podrían justificarse subjetivamente como un medio para “recuperar algo de lo robado”. El cambio ideológico es patente: de condenar al Estado como mafia a actuar como un jugador más dentro de esa misma dinámica. Se asemeja a una especie de racionalización del refrán “ladrón que le roba a ladrón tiene cien años de perdón”. Finalmente, todo este andamiaje intelectual se sostiene en la ausencia de una noción moral universal en la Escuela Austríaca. Para Mises, Hayek y Rothbard, las categorías de “bien” y “mal” no son parámetros objetivamente medibles en el análisis económico: las acciones se juzgan en función de su eficiencia, utilidad o coherencia con los objetivos individuales. Como escribió Mises: “La economía no dice a los hombres qué fines deben buscar: solo muestra los medios adecuados para lograrlos”. En otras palabras, la moral es sustituida por la lógica de la acción individual. Con esta ideología de fondo, no sorprende que el sistema político alimentado por estos dogmas se vea corroído por prácticas que, en otro contexto, serían consideradas corrupción. Si todo se reduce a preferencias individuales y maximización de beneficios, esperar virtudes cívicas en la política es un contrasentido. Lo que queda es simplemente la contienda entre actores que buscan apropiarse de recursos. O, dicho de manera contundente: considerando estos postulados, era previsible alcanzar el nivel de cinismo y corrupción que hoy se observa. Con este tipo de análisis, se puede perder de vista la corrupción de este Gobierno. Es decir, de los casos concretos. Empecemos con la compraventa de candidaturas. En julio de 2023, María Laura Montenegro, excandidata de La Libertad Avanza (LLA), denunció que le solicitaron 30 mil dólares para acceder a la candidatura. En el escándalo del PAMI, se exigía entre el 5 y el 10% de los salarios de los funcionarios supuestamente para el partido, aunque los aportantes nunca tuvieron algún tipo de control sobre su dinero, y esos aportes debían ser siempre en efectivo y entregados en un sobre cerrado. Además, según la exdirectora de PAMI en La Plata, Viviana Aguirre, funcionarios vinculados a Sebastián Pareja, armador bonaerense y mano derecha de Karina Milei, le ofrecieron comenzar a recibir regalías por firmar, en sus propias palabras, “papeles ilegales”. Según Aguirre, le mostró “toda la corrupción” a Milei, pero dejó de obtener respuestas. Ahora, analicemos las últimas novedades del caso Libra. El periodista Hugo Alconada Mon comentó en diálogo con Filo News que Hayden Davis transfirió 500 mil dólares a una billetera virtual 40 minutos después de reunirse con el Presidente. Días después, envió 1 millón de dólares. Algo similar ocurrió el día anterior al lanzamiento de la criptomoneda. El jefe de Gabinete, Guillermo Francos, respondió acerca de la corrupción en los medicamentos para discapacitados y aseguró: “Todo esto tiene que ver con un período preelectoral, donde todo el mundo está tratando de sacar partido en contra de un Gobierno que cuenta con un apoyo popular importante”. Quien también salió a dar su versión fue la propia Karina Milei. Antes de ayer, en un acto en La Matanza, afirmó que LLA llegó “para que no roben más”. “Realmente, gracias, sé que somos todos los que queremos ‘Kirchnerismo, nunca más’”, añadió la funcionaria. ¿Cómo piensa un político corrupto? ¿Justificará sus actos de alguna forma en su mente, o es un individuo cínico carente de valores? ¿Era corrupto antes o lo volvió corrupto la política y la función pública? El gobierno de Milei enfrenta sus horas más difíciles, nuevamente rodeado por un caso de corrupción. En esta ocasión, a diferencia del episodio de la criptoestafa Libra, no hay dudas de que hubo actividad ilícita y que hay funcionarios de su administración involucrados, incluso existen serias y fundamentadas sospechas sobre su hermana. En ese sentido, vale la misma cuestión que se planteaba en relación a los casos de corrupción durante el kirchnerismo. ¿Puede ocurrir todo esto frente a los ojos del Presidente, sin que él lo sepa? ¿Y el resto de los casos? Venta de candidaturas, venta de reuniones, Libra, el PAMI y los medicamentos de discapacidad. A esta altura, parece poco probable que el Presidente esté completamente desvinculado de cada uno de los casos, que involucran a su hermana, quien, en sus propias palabras, es la persona más confiable de su entorno, aquella que lo acompañó en cada etapa de su vida. Está claro que su cosmovisión individualista, en la que cada persona actúa solo en su propio beneficio, contribuye a esta situación. Por otro lado, Milei no solo se apoya en la escuela austriaca para guiar sus principios; también tiene a una filósofa de referencia, Ayn Rand. Introduzcamos brevemente la relevancia que el Presidente otorga a esta pensadora, a partir de una conversación entre las periodistas Maia Jastreblansky y María O’Donnell, sobre un evento al que Milei asistió de una organización dedicada a difundir las ideas de Rand. “Para muchos libertarios y liberales, los libros de Rand son como una biblia. Lo más profundo de los eslóganes de Milei tienen su origen en esta filosofía. Es algo controvertido porque defiende al egoísmo y sostiene que el altruismo es algo malvado. Por supuesto, los empresarios son considerados héroes”, explicó Jastreblansky. En “La riqueza de las naciones”, Adam Smith señala que no vamos a tener el pan cada mañana por el altruismo del panadero, sino por su egoísmo. Sin duda, un componente de egoísmo es esencial para el funcionamiento de la sociedad. Sin embargo, lo que plantea Rand lo lleva al extremo, al considerar el altruismo como algo negativo. En el ser humano existe una combinación de egoísmo necesario y altruismo indispensable. De hecho, según el libro “El Loco”, de Juan Luis González, esta filósofa, fallecida en 1982, se le apareció en múltiples ocasiones a Milei de manera mística. González asevera en su libro que el Presidente mantuvo conversaciones con Rand, quien, además, ahora aparece en los nuevos dibujos de Paka Paka, explicando a los niños las virtudes del egoísmo. Para ella, la realidad existe independientemente de nuestras percepciones, y el ser humano solo puede comprenderla a través de la razón, rechazando tanto la fe como el relativismo. En ese marco, la virtud central es el egoísmo racional: cada individuo tiene el derecho y la obligación moral de buscar su propia felicidad, sin sacrificarse por otros ni exigir que otros se crucen por él. En su obra, particularmente en “La rebelión de Atlas” y “El manantial”, Rand ensalza al creador, al empresario y al innovador como héroes, figuras que impulsan el progreso humano enfrentándose a la mediocridad, el conformismo y las presiones colectivistas. Para ella, la moralidad del altruismo, que nos insta a priorizar el bienestar de los demás sobre el propio, es una trampa que destruye la grandeza individual y termina sosteniendo sistemas opresivos. Es innegable que el egoísmo individual, el deseo de buscar gloria y la superación son esenciales para la humanidad, y que aquellos que poseen estas características y con sus creaciones mejoran la sociedad, sin importar el grado de recompensa que obtengan, son imprescindibles. No se trata de negar el componente egoísta y su importancia en el funcionamiento social. El problema es que Rand lo lleva al extremo al considerar que el mercado es el único sistema moralmente legítimo, que el respeto absoluto a los derechos individuales, y fundamentalmente al de propiedad, es el más sagrado. Rechaza cualquier forma de Estado benefactor o distribución que considera mecanismos de saqueo legalizado. El gobierno debe limitarse a funciones mínimas: defensa, justicia y seguridad, nada más. Esto también entra en contradicción con la posibilidad de que esos mismos ámbitos no alcancen para que el ser humano cometa actos corruptos en defensa, justicia y seguridad. Respecto a la ética, Rand no habla de un “bien común” en términos abstractos, sino de la suma de individuos persiguiendo sus propios objetivos. Creía que el bien y el mal podían definirse racionalmente, siempre en función de si una acción contribuía a la vida y felicidad de la persona que la ejecuta. Por ello, Rand tuvo un gran impacto en círculos liberales y libertarios: ofrecía una filosofía que no solo justificaba el mercado, sino que lo dotaba de un aura moral, casi heroica. Para ella, defender el capitalismo era abogar por la libertad, la creatividad y la dignidad del individuo frente a cualquier forma de colectivismo. Si para Mises el político es simplemente un individuo maximizando beneficios, y para Rand toda acción está guiada por el propio interés, la noción de un político que “lucha contra la corrupción” se convierte en un oxímoron. Porque, ¿con qué incentivos lo haría? Si asume que todos los demás son corruptos y que el Estado mismo es un aparato de saqueo (como señalarían Rothbard o Milei), entonces su “lucha contra la corrupción” solo puede entenderse como una estrategia más de autopromoción, acumulación de poder o construcción de capital simbólico. En el fondo, lo que sugieren las teorías austríacas y el objetivismo de Rand es que no hay espacio genuino para una ética cívica desinteresada. Como aquella frase de Margaret Thatcher: “No hay sociedad, solo individuos”. Un político anticorrupción no sería alguien que actúa por virtud, sino quien encuentra en ese discurso un beneficio en términos propios, como votos, prestigio, influencia, o incluso acceso a los mismos privilegios que denuncia. La paradoja queda expuesta: si el Estado es una organización criminal y los políticos obedecen a incentivos egoístas, entonces no existen “buenos políticos”, solo diferentes formas de negociar con el botín. Ayn Rand percibía la corrupción estatal como una consecuencia inevitable de un sistema basado en la coerción y la redistribución. Para ella, cuando el Estado asume funciones que superan la protección de la vida, la libertad y la propiedad, abre la puerta a privilegios, favoritismos y sobornos. En “La rebelión de Atlas”, lo dramatiza con crudeza: funcionarios que otorgan licencias, subsidios o regulaciones crean un mercado de favores donde prospera el “capitalismo de amigos”. La corrupción no es una desviación, sino la lógica natural de un Estado que interviene. Por eso Rand sostenía que no hay solución moral dentro de ese esquema: mientras el Estado conserve poder discrecional, habrá quienes lo utilicen para obtener beneficios. La única vía es reducir drásticamente ese poder, limitando al gobierno a funciones mínimas, o que directamente no exista Estado. En esa visión, el corrupto no es un monstruo aislado, sino el resultado previsible de un sistema que premia el intercambio de poder por privilegios. Si para Rand la corrupción se genera cuando el Estado se inmiscuyen en cuestiones que deben ser abordadas por el mercado, como en los términos de esta lógica, podrían abarcar la venta de medicamentos para discapacitados. ¿Es tan descabellado pensar que desde esta filosofía se puede justificar que, al fin y al cabo, achicando el Estado se termina con toda corrupción y que cualquier acto ilícito en ese sentido será compensado con una solución total del problema? La respuesta parece ser negativa. Quien ofrece un enfoque interesante para profundizar en la mente humana es el filósofo franco-israelí Daniel Milo, a quien entrevisté en Periodismo Puro, y cuyos extractos se difundieron este domingo. El neodarwinismo es una síntesis contemporánea de teorías evolutivas que combina las ideas de selección natural de Darwin con la genética mendeliana, explicando cómo las mutaciones y la recombinación genética generan variaciones que, bajo condiciones selectivas, favorecen la supervivencia y reproducción de los individuos más aptos. Milo, desde una perspectiva más psicológica y filosófica, sostiene que los seres humanos están impulsados por deseos fundamentales de maximizar su bienestar y satisfacción, que pueden interpretarse como una extensión del imperativo evolutivo. Nuestros comportamientos, emociones y decisiones tienden a orientarse hacia aquello que asegura ventajas adaptativas y supervivencia, aunque en contextos modernos este deseo se traduzca en aspiraciones simbólicas, sociales y materiales, más que estrictamente biológicas. El filósofo comentó: “El cerebro siempre pide más. El enemigo también es nuestra propia alma. Bueno, no un alma aliada, es el cerebro. Porque el cerebro, por razones que no puedo desarrollar ahora, nunca está satisfecho. Quiere más o diferente. Todo el tiempo busca cambio. Y la originalidad, el cambio, la innovación, todo eso proviene de la misma fuente. Lo que yo llamo la intranquilidad innata que poseemos. Aspiramos constantemente a otra cosa. No es solo la moda de la que todos hablan. Ahora queremos cosas”. Por otro lado, la relación entre ética y egoísmo natural humano es compleja y no simplemente opuesta. El egoísmo psicológico motiva al individuo a priorizar su supervivencia y bienestar, mientras que la ética surge como un límite racional y cultural para canalizar esos impulsos hacia la convivencia social. Ambas dimensiones deben interrelacionarse. Desde una perspectiva filosófica, existen diversas posturas: el egoísmo ético, defendido por Hobbes y Ayn Rand, sostiene que actuar en el propio interés racional es moral, y que la ética surge como un contrato social o como búsqueda de felicidad mediante la productividad y el intercambio voluntario. Por su parte, el altruismo ético, representado por Kant y los utilitaristas, subordina el interés personal al deber o al bienestar colectivo. Posturas intermedias, como Hume y Aristóteles, integran empatía y virtud, mostrando que la moral combina autointerés y benevolencia natural. En síntesis, la ética puede observarse como un egoísmo ilustrado: controla el interés inmediato y lo orienta hacia beneficios a largo plazo, haciendo que la búsqueda del bienestar personal sea compatible con la cooperación, la justicia y la estabilidad social. Así, ser ético no implica despojarse del yo, sino reconocer que la mejor manera de proteger y desarrollar ese yo es respetando y colaborando con los demás. Finalmente, según varias corrientes psicológicas, la mente de un político corrupto está marcada por diversas justificaciones internas y relatos que se crean para sostener su propia imagen frente a actos que se perciben como delictivos e inmorales. Leon Festinger, en su teoría de la disonancia cognitiva, demostró cómo los individuos padecen cuando sus acciones contradicen su autoimagen. El político se concibe a sí mismo como “servidor público”, pero actúa desviando recursos. ¿Cómo resuelve esa tensión? Con justificaciones: “robo pero hago”, “me lo merezco”, “todos lo hacen”. La culpa se disuelve en un mar de racionalizaciones. Albert Bandura lo denominó desenganche moral: trucos mentales para violar normas sin sentir que uno es inmoral. Se desplaza la responsabilidad (“lo decidió el sistema”), se minimiza el daño (“es plata del Estado, no de la gente”), o se deshumaniza a la víctima (“los contribuyentes son una masa anónima”). El resultado: el corrupto ya no percibe corrupción, sino un “ajuste pragmático”. A esto se suma la avaricia relativa, un mecanismo de comparación social: rodeado de pares que viajan en negocios y acumulan favores, el político siente que quedarse al margen sería quedar atrás. La corrupción deja de ser una transgresión y se convierte en un proceso de “nivelación con el resto”. Finalmente, la psicología de la personalidad advierte sobre la tríada oscura: narcisismo, maquiavelismo y psicopatía. La política, por su estructura de poder y exposición, atrae a perfiles con alta tolerancia al riesgo, manipuladores y carentes de empatía. Para esos individuos, la corrupción ni siquiera se experimenta como un dilema moral: es una estrategia. Así, lo que desde el exterior parece un delito burdo, en la mente del corrupto se transforma en un acto necesario, inevitable o incluso justo. No se trata de que el político ignore la corrupción: la redefine hasta convencerse de que no existe. A todo esto, en el caso de Milei se suma un conjunto de teorías que celebran el egoísmo y la búsqueda de la propia conveniencia como el único motor de la acción humana. No obstante, es importante destacar que Milei se ha acercado al judaísmo en los últimos años; si efectivamente ha tenido un interés genuino en la búsqueda de Dios o la espiritualidad, sabe que siempre es posible enderezar la propia vida y vivir conforme al amor al prójimo y los mandamientos que el propio Moises recibió de Dios. No conocemos aún la participación del Presidente en los casos de corrupción denunciados. Resulta poco probable, al igual que afirmamos respecto de Cristina Kirchner, que él no esté al tanto de lo que está ocurriendo. En este sentido, apelamos a la búsqueda espiritual que Milei ha emprendido para llegar a la verdad, implique lo que implique. Si esto fuera un ejercicio de ingenuidad total de nuestra parte, apelamos a todos los funcionarios que tienen información y que pueden arriesgar su carrera por culpa de políticos corruptos, de los que deben distanciarse y contar la verdad. TV/ff

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